Parábola del buen hijo

Sobre cualquier otra, una cualidad de la misa en fa menor atrapa la mirada hasta el límite mismo de la fascinación: su aptitud para acumular los topoi textuales de la futura madurez de Bruck­ner. Con inde­pen­dencia de su incuestiona­ble gran­deza, la obra atrae en tanto que sumario de cuantos luga­res comu­nes configu­ran esa suerte de ente­lequia que, a falta de cosa mejor, suele denomi­narse la perso­na­lidad autoral: todas las im­pron­tas, rasgos y obsesiones que con­vier­ten el estilo sinfó­ni­co del músico de Ansfelden en el más origi­nal del romanti­cis­mo se muestran en plenitud. Está todo: los largos episodios cons­truidos sobre ostinatos de rítmica cuadra­da y maci­za, el choque entre el impulso del casi inmutable 4/4 con los tresi­llos de negras (verdade­ra marca de fábrica del segun­do grupo temático en las sinfo­nías), los trémolos y las subdi­vi­siones en semi­corcheas repetidas de las cuerdas, los gran­des uníso­nos masivos, los abruptos cambios de regis­tro y los súbitos con­trastes de densidades extremas, la habili­dad para obtener resultados fulmi­nantes con elemen­tos simples y convencio­nales (un ejemplo ilustre: el inespe­rado acorde de tónica menor sobre la palabra sabaoth), las peda­les interminables de efecto cicló­peo, la espa­ciosidad y ampli­tud de la marcha armónica, el regusto arcai­zante de las reso­luciones plagales, la vocación diatónica en que el abundan­te croma­tismo es una forma de resaltar la solidez esencial del edificio[1]. Y por encima de todo: la rare­facción melódica, que permite cincelar el perfil de cier­tos inter­valos (esen­cialmente los de octava, quinta y cuarta) asig­nándoles el protagonismo como auténticos motores temáticos que penetran y subtienden la textura discur­siva, más allá del sistema signi­ficante impuesto por el cuerpo del ordinario litúrgico, con ese efecto de estatismo monumen­tal por el que el discurso pareciera inmovi­lizarse, con una gran­diosidad amenazante y pétrea. No falta, realmente, casi nada: solamente una gramáti­ca que vertebre todo este aparato retóri­co proyec­tándolo en un ámbito más coherente y de mayor alcan­ce.

Por lo demás, en las grandes articulaciones de la obra no deja de vislum­brarse un esquema que alcanzará su esplendor en etapas más avanzadas de la producción del músico: una larga y dolorosa introducción en el tono princi­pal (Kyrie) antecedien­do a dos inmensos bloques en la dominan­te (Gloria/Credo), el primero de los cuales propo­ne un inven­tario de mate­riales y procedi­mientos -los anotados líneas más arriba- que se contem­plan y elaboran desde nuevas perspec­tivas en el segundo (es bien significativo que los últimos compases del Gloria, el et resu­rrexit y la clausura del propio Credo recu­rran a idéntica rítmi­ca de puntillos para afirmar su pujanza y pro­clamar su unidad), fina­lizando con una espe­cie de gran adagio tripartito (Sanctus/­Be­ne­dictus/Agnus), en cuyas escan­siones se interpola la recu­rren­cia de uno de los más genuinos scherzos del compo­sitor, el poderoso hosanna. Conclusión en que se recu­pera la tónica ini­cial, ahora en modo mayor (y nueva­mente en menor en la sección cen­tral, el Benedictus) para, inscri­bién­dose en la tradición de Haydn y Beethoven, alcanzar un fina­l consolador. En suma, cabría inver­tir el famoso enun­ciado de Derick Cooke, y afirmar que no es que las sinfo­nías de Bruck­ner sean misas sin pala­bras, sino que, en potencia, la misa en fa oculta una verdadera sinfonía que aún no ha podido pres­cindir de ellas.

Anton Bruckner en 1889 por Ferry Bératon

Es bien conocido que la colosal obra brota casi de un solo impulso tras la crisis paranoica sufrida por el músico en abril de 1867. Bruck­ner era un neuróti­co compulsivo de manual, que conta­ba todo lo numerable y realiza­ba actos dia­rios de protec­ción: un tipo de afección muy ligada a la pato­logía católica, con sus tradi­cio­nes propi­ciatorias como la de los nueve viernes y sus júbi­los y arrepentimien­tos a fecha fija (Bruc­k­ner confesa­ba y comulga­ba en días preci­sos)[2]. El músi­co, por lo demás, perte­necía ideoló­gicamente al universo feudal, a ese campesinado de la Austria profundamente reac­cionaria de Metternich imper­meable ante el liberalismo y el pensamiento científico, para el que la acep­ta­ción indiscu­ti­da de toda forma de autoridad consti­tuía casi un dogma. Para una mente de esta especie -que al tiempo es músico litúrgico en Linz y genial improvisador al órgano- no deja de resultar contradictoria la elección de un objetivo estético como el que Bruckner abrazaría a partir de este instante. Y es que la sinfonía es la materialización de un ideal esencialmente ilustrado y laico, que reúne el sentido arqui­tecto­nico propio de la armo­nia tonal con la aspiración hacia la belleza abs­tracta y arquetipica encarnada por la forma sonata, inte­grando ambas ideas en la orquesta, el gran orga­nismo instru­mental que sim­boliza los ideales revolu­cionarios: un ideal racionalista, republicano y ateo. Tras la misa en fa menor, Bruckner abando­nará definiti­vamente el género, cediendo a la creciente exi­gencia de un nuevo superyó (Beethoven, claro está, cuya novena sinfonía conoce en esos años) que solamente podía realizar su demanda en el terreno de la música pura. Cabría formular la si­guiente conjetura: la crisis de 1867 (que, tópicamente, suele achacarse al exceso de traba­jo) se produce por la con­tradic­ción insalvable entre el uni­verso creativo que ha prac­ticado hasta enton­ces (que, básica­mente, se ciñe a la litur­gia) y el que, desde hace poco más de tres años (con la escri­tura de la sinfonía cero) co­mienza a entrever cada vez con mayor claridad. Si quería triun­far como músico, debía hacerlo al margen de sus creencias. Vistas así las cosas, la misa en fa menor se revela, no como una acción de gracias, cual suele afirmarse (y como el propio Bruckner lo afirma), sino como un acto expiatorio destinado a apaci­guar la ira del padre simbó­lico, a punto ya de ser trai­cionado. De ahí también la gran cantidad de citas litúrgicas presentes en su obra sinfónica, desde el Amen de Dresde a la Marienkadenz, pasando por los corales: manifestaciones piadosas destinadas a aplacar al padre. Pero ya se sabe que eso no es posible, y la castración se inscribiría en el registro simbó­lico del ciudadano Anton Bruckner vetándole el contacto con mujeres para el resto de su existencia: los episodios de Louise Bogner y de Josephine Lang (de cuyos fracasos se había repues­to con la composición de música litúrgi­ca) datan de 1851 y 1865 respectivamente y, que se sepa, no se vieron sucedidos por otras tentativas amorosas.

De este modo, con la misa en fa menor Bruck­ner clausura su etapa de obediencia, atravesando el umbral camino de la edad adulta. Y Richard Wagner ocupará ahora la nomenclatura pater­na: padre vigilante y permisivo que acepta la dedicatoria de su tercera y que, un año antes de su falle­cimiento, llegará a prometerle dirigir la integridad de su obra sinfónica (su proverbial ingenuidad mantuvo a Bruckner a salvo de esta crueldad innece­saria e imperdonable). Esta transformación podría expli­car sus pensa­mientos suicidas tras el desdén manifestado por Hermann Levi tras la lectura de la octava en 1887: autocastigo obliga­do tras el éxito de la séptima, que ni siquiera la escritura simultánea del Te Deum había podido, al parecer, conjurar. De ahí la ocurren­cia de dedicar la que, probablemente, ya intuía como su última obra a mi querido Dios, y de ahí también -dema­siada respon­sabilidad- la imposi­bilidad final de concluirla.

Conscientemente o no (pero eso no nos incumbe), la misa en fa se sitúa en la charnela de esa emancipación del corsé litúrgico y sus estereotipos formales (por ejemplo, las fugas conclusivas: ya retornará a ellas -¡y de qué modo!- en el final de la quinta[3]) para trabajar con la libertad propia de un pensamiento abstracto y especulativo que se avenía mejor con ese álgebra interválica y esas sonoridades interiores profundas y graníticas que, paulatinamente, Bruckner descubría en su propia peripecia compositiva, al margen del corpus doc­tri­nal desde el que inicialmente emergieron. Todo texto es un proyecto impersonal que genera su propia dinámica y de cuya finaliza­ción nace la figura del autor (y no al contrario): la labor del creador consiste en fijar ese flujo sin agostarlo. En un sentido biográfico, la concien­cia de tal hecho llevó a Bruck­ner a Viena donde, liberado ya de la servi­dumbre ecle­siástica, pudo entregar­se a la cosmogonía instru­mental que se avistaba en su trabajo con nitidez creciente. Te­niendo en cuenta la sinceridad inconmovible de su catolicis­mo (pero todo neurótico es sincero respecto a sus significantes mórbi­dos), el es­fuerzo no debe subestimarse: si hubiese perseguido la rique­za o la fama hubiera podido cultivar adecuadamente su persona­je de instrumentista virtuoso, en el que era, como se sabe, internacionalmente respetado. Pero Bruckner era un artista absoluto, como lo había sido Beethoven (o lo sería en nuestro tiempo Edgar Varèse) que carecía de otra meta u hori­zonte distinto de alcanzar la materialización de un ideal estético preciso e intransigente: un ideal estrictamente sinfónico que el texto de la misa en fa menor le había ya revelado con inaudita cantidad de detalles. La belleza no es democráti­ca, y su tiranía obligó a Bruckner a separar en el plano del signo su ideal religioso de su ideal artístico: imposición a la que el músico de Ans­felden tuvo el coraje de no resistirse, aunque permitiéndose pequeñas (y no tan peque­ñas: ahí está el Te Deum) licencias que creía, inciertamente, habrían de protegerle de las consecuencias de su extra­vío. Nunca podre­mos agradecérselo bastante.


    [1] La intención es, justamente, antitética con la de una obra como Meistersin­ger (de la que, como se sabe, Bruckner se adelantó en ofrecer un fragmento con su coro cuatro meses antes del estreno) donde la ostentosa trasparencia armónica del do mayor primigenio se percibe en todo momento como inestable y precaria, gracias al sutil y sistemático borrado de los contornos cadencia­les: la ejecutoria bruckneriana, por el contrario, emplea el cromatismo para exaltar el cimiento diatónico. Empero, no faltan voces que, todavía, hablan de Bruckner como de un sinfonistawagneriano.

    [2] No se piense que el agnosticismo protege de esta clase de insa­nia: Schumann, sin ir más lejos, anotaba en un cuaderno familiar no sólo los días en que Clara tenía la regla, sino también las noches (y horas) de su comercio carnal, así como otra muchedum­bre de exasperantes minucias.

    [3] Lo que se encuentra en perfecta sintonía con la demanda del superyó: Beethoven es el compositor que con mayor empeño se haya aplicado a integrar la fuga al esquema de la sonata (o de la sinfonía). 

José Luis Téllez