Guerra, Paz, Poder
Hasta la Revolución Francesa las cosas estaban más o menos claras: el artista trabajaba para el poder político o religioso —que, o bien eran la misma cosa, o vivían en la más estrecha simbiosis, tal y como hoy sigue sucediendo en muchos países para general desdicha— produciendo obras que magnificasen sus dimensiones espectaculares o que actuasen como dispositivos propagandísticos legitimadores de la ideología dominante (que, como decía Marx, es la de las clases dominantes): dos ejemplos casi coetáneos (y ambos sobre bases litúrgicas) serían los Salmos Penitenciales de Roland de Lassus y la Misa del Papa Marcelo de Palestrina. En el primer caso, se trataba de ofrecer un texto singular, verdadera musica reservata para uso exclusivo de la capella del Principe Albrecht III de Baviera y admiración de sus huéspedes de estado y, en el segundo, de ofrecer al Estado Pontificio un modelo musical que encarnase la doctrina contrarreformista nacida del Concilio de Trento: no deja de resultar paradójico (e incluso escandaloso) que, con la adopción de la liturgia en lengua vernácula, la Iglesia Católica haya desdeñado su propio patrimonio artístico en favor de músicas de la más insultante ramplonería (lo que, por otra parte, no deja de tener efectos beneficiosos, al contribuir de modo decisivo al creciente descrédito de que goza dicha institución).
El poder (secular y religioso respectivamente) sufragaba el trabajo y la humana existencia de los artistas citados y, como es lógico, exigía de ellos textos que estuviesen a la altura de sus necesidades: el que paga, manda, y la excelsa categoría artística de tales ejemplos no sólo no oculta sino que, antes bien, exalta la función propagandística que tenían encomendada y que cumplían con creces. Desde el punto de vista de su papel social no existen diferencias substanciales entre la Capilla Sixtina y la Sala de los Gigantes que Giulio Romano pintase en el Palazzo Te de Mantua: mostrar, con la mayor magnificencia posible, la magnitud abrumadora del Poder para asombro y maravilla de los sobrecogidos visitantes y exaltación narcisista de sus detentadores (y patronos).
El fenómeno se proyecta igualmente sobre las artes escénicas: la ópera nació como una refinada forma de arte especulativo ligada a los fastos principescos (la Daphne de Peri, el primer melodramma de la historia, se escribió para las bodas de Fernando de Medicis y Cristina de Lorena en Florencia en 1585), pero en 1634 ya se abría en Venecia el primer teatro público dedicado a tal género, en el que no se exigía mayor requisito que pagar la entrada: históricamente, la ópera es el primer espectáculo democrático, y el nuevo género se convirtió pronto en patrimonio de la naciente burguesía (es decir: de las clases populares urbanas), pero sin abjurar por ello de su papel como un signo representativo de la magnificencia palaciega. La clemenza de Tito nació como una ópera ligada a los Habsburg: un texto de Metastasio al que pondría música Antonio Caldara en 1734 para la onomástica del recién coronado emperador Karl VI.
El ejemplo cundió y no hubo príncipe en la segunda mitad de XVIII que no encargase una ópera sobre ese mismo libreto para cualquier ocasión ceremonial: se sabe de 43 versiones entre las que hay nombres tan relevantes como los de Hasse, Gluck, Jomelli o Galuppi. Mozart escribiría la cuadragésima en 1791 para la coronación de Leopold II de Austria como Rey de Bohemia: un trabajo perfectamente anacrónico que volvería a cobrar actualidad tras la defunción del compositor, cuando las guerras napoleónicas habían puesto nuevamente de moda las óperas de romanos. Pero una obra de circunstancias no tiene porqué abordarse como un mero trabajo alimenticio: la ópera de Mozart aporta un magnífico ejemplo que, por supuesto, no es la excepción, sino la norma (la norma entre los artistas con suficiente talento y responsabilidad): a fin de cuentas, la Mattäus-Passion de Bach es, al igual que sus cantatas escritas para Leipzig, un compromiso contractual, lo que no impide que se trate de una de las obras de mayor categoría artística jamás escritas. Por lo demás, la intervención del Poder puede resultar providencial: ignoramos en qué hubiera parado la Tetralogía wagneriana si Ludwig II no hubiera decidido proteger al músico (no sin enfrentarse a fuertes resistencias en su gobierno) otorgándole los terrenos para la construcción de la Festspielhaus de Bayreuth y de Wahnfried, el único domicilio del que fue propietario y en el que escribiría Parsifal, su testamento compositivo.
En numerosas ocasiones, los discursos artísticos trabajan en una potentísima sinergia: sería el caso, paradigmático de tan repetido, de Guillaume Dufay, componiendo Nuper rosarum flores para la consagración de la cúpula florentina de Santa Maria dei fiore, y utilizando para su escritura la misma serie de proporciones (6: 4: 2: 3) empleada por Brunelleschi para diseñarla (en este caso, la colaboración alcanza hasta la ingeniería: al parecer, la gigantesca fábrica se levantó sin cimbra, un asombroso alarde constructivo). El arte produce orbes de significación que rebasan ampliamente sus propósitos, y estas obras, nacidas por instigación del despotismo, perviven e interpelan la mirada —la escucha— presente con una riqueza enunciativa que no ha cesado de crecer a despecho de sus orígenes e intenciones políticas inmediatas, planteando enigmas cuya resolución sobrepasa cualquier ámbito heurístico o epistemológico para enfrentar al espectador con el enigma insondable de los lenguajes estéticos. Los príncipes mueren, pero la belleza permanece y se multiplica con el curso de los tiempos asumiendo significados cambiantes y revelando dimensiones insospechadas e imprevisibles.

Contradiciendo la creencia dominante, la realidad es que las condiciones de producción no cuestionan la creatividad. Con su característica lucidez, Stravinsky puso el acento sobre el problema, sosteniendo que el artista es tanto más libre cuanto más estrechas son las normas por las que ha de regirse: la pretensión pseudorromántica de una libertad absoluta es tan engañosa como inviable. El trabajo del artista se desarrolla siempre dentro de un corpus de reglas tácitas o explícitas que suponen un reto para su personalidad y que, no sólo no la coartan, sino que la estimulan: la inmensa mayoría de las Anunciaciones pintadas entre el trecento y el cinquecento mantienen una retórica constante: la virgen a la derecha en un interior, el ángel a la izquierda en un jardín, ella lee un misal y suele estar acompañada por una azucena (la pureza), quizá también por un perrito (la fidelidad), mientras en el jardín no es extraño divisar a Adan y Eva o, incluso, elementos simbólicos procedentes de tradiciones no cristianas (como el pavo real, el ciprés o, incluso, la palmera) relacionados con la inmortalidad o la gracia. Es la constancia de todos estos elementos lo que permite una rápida lectura iconográfica que trasmita su contenido doctrinal. La situación de las figuras (côté jardin, côté cour, podría decirse desde una concepción escénica) se deriva del sentido de la lectura: la de Fra Angelico que se conserva en Cortona, que es una réplica casi idéntica a la del Prado, muestra una filacteria que sale de la boca del ángel donde puede leerse Ave maria gratia plena: si el sentido de la escritura latina fuese el contrario (de derecha a izquierda), el ángel (y el jardín) estarían situados en el lado de la virgen, y viceversa. El esquema se conserva en casi todos los casos y son escasísimos los ejemplos que lo transgreden, como el del pintor anónimo que se conserva en el Palacio Ducal de Urbino: anunciaciones menos convencionales, como la de Piero de la Francesca en Arezzo (o la muy posterior de Goya), mantienen idéntica distribución, pese a la innovadora idea de situar en pié a la protagonista femenina casi en el centro del espacio. La personalidad del artista se establece en otro nivel: la elección de los modelos, el tratamiento pictórico, la composición, la elección del punto de vista, la índole del paisaje posterior, el colorido, la técnica, la perspectiva, la representación de los objetos y los ropajes…
Huelga decir que la variedad de ejemplos es de una riqueza abrumadora: Leonardo, Botticelli o Tiziano han elaborado sus propias representaciones del mito en obras rigurosamente distintas, pese a mantener escrupulosamente las imposiciones del código. O dicho de otro modo: salvo excepciones escasísimas, todas las sinfonías tienen cuatro movimientos según un esquema reglado (allegro de sonata, lento, minuetto, rondo) y nadie confundiría por ello a Haydn con Bruckner. Hay que llegar hasta Mahler para que tal modelo estalle: y aún así, el cimiento formal sigue siendo legible. Cuando Shostakovich escribe su Décima Sinfonía solamente se aparta del modelo clásico en el hecho de comenzar con el adagio y seguir con el scherzo: el neoclasicismo stalinista (por emplear la atinada expresión de Richard Taruskin) coincidía estructuralmente con el propio ideal sinfónico del compositor, bien que, de creer a su hijo Maxim (citado por Lothar Seehaus en su célebre biografía), ese scherzo salvaje y feroz es una especie de retrato del dictador, fallecido pocos meses atrás. Sea o no así, se trata de una de sus obras más personales y, junto con la Quinta, Sexta y Novena, su más lograda contribución al lenguaje sinfónico. Es significativo a ese respecto que en esta obra aparezca por primera vez el célebre motivo Re-Mi bemol-Do-Si que, transcrito según la codificación alemana corresponde a las letras D(e)SCH, a manera de anagrama o rúbrica musical de su propio nombre y que ese tema concluya por imponerse, como proclama de la independencia del artista frente al avatar político. De ahí que el empeño ideológico de la crítica capitalista en convertir a Shostakovich, ora en un disidente (cosa impensable en los tiempos de Stalin), ora en una víctima, fuerce el intento de buscar una interpretación supuestamente criptografiada en sus obras, lo que no siempre es factible: sería el caso de la Quinta o la Sexta, obras perfectamente abstractas.
Intencionadamente, se deja de lado que el músico, comunista convencido y ciudadano honrado a carta cabal, premio Lenin precisamente por la Décima, dos veces Premio Stalin, Artista del Pueblo justamente en 1953 y catedrático de composición en Leningrado menos de un año después del violento ataque de Pravda contra su ópera Lady Macbeth de Mztsensk (cátedra desde la que alentó a músicos tan poco convencionales como Sofia Gubaidulina) ha sido sin comparación uno de los artistas mejor tratados por el poder en toda la historia de la música. Lo que, ça va sans dire, no exime a Stalin de sus crímenes y de su desviacionismo de ribetes religiosos a la hora de erigir su propio monumento como una especie de Santo Padre del Estado Soviético: pocos dirigentes políticos habrán hecho tanto en contra de la causa proletaria. De este modo, el caso Shostakovich sigue aprovechándose por la ideología en estos tiempos en que el anticomunismo se ha convertido en el último refugio de los canallas: situación a la que la tradicional estrechez de miras estéticas del Partido ha contribuido generosamente. El Poder entraba en conflicto con el arte, y la crítica oficial hacia las formas del lenguaje disconformes con el realismo socialista provocó enfrentamientos en el seno de la izquierda europea cuyo más divulgado episodio enfrentó a Palmiro Togliatti y Massimo Milà, pero también a Dallapiccola y a Luigi Nono. Por lo demás, resulta obvio que las necesidades artísticas (y las responsabilidades del artista en tanto que productor de lenguaje) del mundo socialista nada tienen que ver con las del capitalismo, y no cabe establecer parangones más allá de la calidad intrínseca de las obras producidas en los respectivos ámbitos.
Topamos aquí con un tema esencial: la función disgregadora de las vanguardias frente a las formaciones ideológicas establecidas. Si aquéllas aspiran a la creación de un oyente nuevo capaz de interrogarse sobre el lenguaje, el Poder (cualquier poder) ha buscado siempre adoctrinar al público, para lo que debe acomodarse a los gustos preexistentes de ese mismo público y de ahí la crítica (e incluso la ocasional persecución) de todo arte que cuestione los códigos convencionales. No deja de ser llamativo recordar estos hechos en estos tiempos en que, entre nosotros, la ideología dominante pretende también valorar la trascendencia del arte por la medida cuantitativa de su aceptación o de su venta: no hace mucho, desde la tribuna de opinión de un importante rotativo se llegaba a pedir, literalmente, más respeto para la estética del supermercado, contraponiéndola al supuesto elitismo de los progresistas trasnochados, todo ello a partir de una confrontación falaz entre la supuesta aceptación respectiva de la música de Stravinsky y de Schönberg (¡a estas alturas!): lo hubiera firmado Zhdanov.
Con la toma del poder por la burguesía en 1789 (es decir: con el triunfo del pensamiento romántico) la música asume una nueva función social institucionalizando los cauces de difusión pública ya creados a través tanto del teatro cantado como de los conciertos sinfónicos en las últimas décadas del Despotismo Ilustrado: el arte substituye a la religión, es una suerte de religión laica con el artista como demiurgo en la que el público ocupa el lugar de la asamblea de los creyentes, al extremo de precisar espacios especialmente construidos al efecto donde pueda asistir a la transubstanciación del tiempo en otroTiempo al margen del tiempo en el que la música inscriba su arrebatada eternidad para la redención del oyente confesional (Erlösung dem Erlöser, redención al redentor, escribirá Wagner en su última música).
Ciertos grabados aportan una documentación preciosa que da testimonio de la transformación: de acuerdo con las imágenes publicadas por el Illustrierte Zeitug de Leipzig en 1889, entre la sala antigua de la Gewandhaus (1840) y la nueva (1884), la diferencia fundamental desde el punto de vista del rito estriba en la posición del director de orquesta, que ha pasado de situarse de perfil, en una posición de compromiso para no dar la espalda ni a los ejecutantes ni al público, a volverse definitivamente hacia aquéllos mientras que éste, a su vez, no se sitúa en bancadas enfrentada entre sí con un pasillo central sino en filas paralelas frontales al escenario, reproduciendo las posiciones litúrgicas del sacerdote que oficia la misa y de los asistentes a ella: la orquesta no sólo se ha convertido en espectáculo en sí misma sino que, al reclamar silencio, concentración y quietud (una demanda mucho más tardía de lo que se cree: de los últimos años del XIX) ha configurado su trabajo como una ceremonia claramente sacral: el arte como expiación, el arte como huida confortadora de la miseria cotidiana (pero no el arte como forma de conocimiento).
No obstante, el destino real de la música (y del músico) no siempre será tan elevado: el artista produce su obra y trata de introducirla en un mercado regido por la oferta y la demanda, es decir, por el gusto dominante (generalmente, el mal gusto o como mínimo, el gusto convencional), y la dictadura económica sustituye a la dictadura política. Es célebre la carta que el editor Schott escribe a Schubert en 1828, pocas semanas antes de su fallecimiento, rechazando sus tres últimas sonatas e informándole de que sus impromptus no han encontrado el menor eco en Francia, entre otras cosas por las tonalidades en que están escritos, solicitándole a cambio pequeñas colecciones de danzas en un estilo más simple. El mercado en el que el músico del romanticismo está obligado a inscribir su producción no solamente impone qué géneros musicales son comercializables y cuales no sino, incluso, aspectos técnicos tan personales como la propia elección armónica: los impromptus rechazados por el público parisino están escritos en escalas que, como las de La bemol (cuatro bemoles) o Sol bemol (seis), resultan engorrosas para ser leídas a primera vista por un aficionado: no ocurre así en las sonatas póstumas, escritas en las claves, más practicables, de La mayor (tres sostenidos), Do menor (tres bemoles) o Si bemol (dos), pero su longitud era desmesurada para la moda del momento y sus dificultades técnicas exigen un ejecutante consumado. Las sonatas no se editaron hasta 1839; su última sinfonía, La Grande en Do mayor, había sido ofrecida a la Geselleschaft der Musikfreunde en 1826 sin obtener respuesta y cuando, finalmente, se programó en Viena al mes siguiente de su prematura defunción, hubo de retirarse por las protestas de los músicos de la orquesta que la encontraban inejecutable: el gusto dominante.
En esos mismos años, Rossini se establece definitivamente en Paris, cobrando 5.000 francos del departamento de Bellas Artes por cada una de sus cuatro últimas óperas más un porcentaje de los derechos de alquiler de las partituras: simultáneamente, cobra 400 libras por cada una de sus obras que esas mismas temporadas se ofrecen en Londres, donde da clases a las jovencitas aristócratas al precio de 100 guineas por hora (lo normal era una guinea) y, a mayor abundamiento, logra de Carlos X una pensión vitalicia de 6.000 francos anuales (el presupuesto anual para la construcción hospitales y obras pública era de 14 millones de francos). Nadie en su sano juicio negará la grandeza del autor de Guillaume Tell, pero es igualmente obvio que el de Schubert no era un talento inferior: la asimetría económica entre ambos es escandalosa. Pretender que el arte se rija por los criterios del, así llamado mercado libre (que no es otra cosa sino una fábrica de monopolios, u oligopolios, como el de los carburantes) es algo más que un desatino: es una verdadera infamia. Casos como el de Beethoven son prácticamente únicos, en tanto que artista subvencionado por tres aristócratas sin exigir contraprestación artística alguna por su parte: Mozart, al abandonar el servicio del Arzobispo Colloredo y establecerse en Viena por su cuenta y riesgo se convirtió en el primer compositor freelance de la historia, situación de la que se derivaron múltiples penurias e inseguridades. Quiérese con todo esto decir que el artista no mejoró necesariamente su condición con el nuevo estado de cosas: en muchos casos sucedió lo contrario. En términos generales, tanto la aristocracia ancien régime como el estado soviético trató más equitativamente a sus compositores que el capitalismo, al considerarlos trabajadores especializados en lugar de aspirantes a genios (Haydn, en tanto que Kappelmeister, gozaba de la consideración de Oficial). Otra cuestión es la naturaleza de las injerencias estéticas, siempre reprobables. Ahora bien: si la Iglesia solicita una Anunciación con los condicionantes antedichos ¿porqué el estado no puede solicitar, digamos, una canción que pueda ser cantada por las masas sin que la sensibilidad creativa del músico se vea menoscabada? El arte es un trabajo productivo (produce significado), y la profesionalidad exigible al artista se cifra en su aptitud para resolver dignamente la demanda en cualquier registro, del más especulativo al de código más directo y popular. Otra cuestión es que existan demandas éticamente repulsivas, como el caso de El sueño de una noche de verano del que se hablará más adelante.
La Guerra: la función política o ideológica de muchas obras encargadas como dispositivos ideológicos del Poder en situaciones extremas se ha difuminado con el correr del tiempo. Que la vivaldiana Juditha Triumphans devicta Holofernes barbariae (que tal es su título completo) sea, en primera instancia, una obra de propaganda que celebra la victoria de Venecia sobre los otomanos en Peterwaradin posibilitando la recuperación de Corfú o que Solomon (que presenta una sucesión de cuadros idílicos del reinado del Rey Sabio) pertenezca a la estirpe de los oratorios händelianos de tema hebreo que festejan la derrota del pretendiente Charles III Stuart en Culloden por las tropas de George II es algo que hoy nos resulta profundamente ajeno, pero de no mediar esas claves sacro-militares no dispondríamos hoy de esas músicas de belleza radiante. Es, probablemente, el destino que aguarda a tantas composiciones nacidas en nuestro propio siglo, los lugares de cuya memoria histórica resultan todavía lacerantes: Stalingrado, Auschwitz, Coventry, Guernica. En ciertas ocasiones, es el avatar concreto lo que colorea políticamente una obra no animada inicialmente por tal propósito. Jeanne d’Arc au boucher, una de las obras más brillantes y populares de Honneger, fue un encargo de Ida Rubinstein (la misma artista que solicitase a Ravel Boléro y Le martyre de Saint Sébastien a Debussy) realizado en 1934 y estrenado cuatro años más tarde, pero que no adquirió su forma y significación definitivas hasta que se añadió el prólogo, inmediatamente después de la liberación de Paris en 1944, con lo que el sitio de Orléans por los ingleses durante la Guerra de los Cien Años podía entenderse como equivalente de la ocupación francesa por los nazis: las circunstancias convertían una obra que, inicialmente, era un misterio paralitúrgico en un símbolo de la Resistencia aureolado por sus numerosas ejecuciones dirigidas por Louis Fourestier en diferentes ciudades de la Francia no ocupada.
Más o menos paralelamente, Carl Orff (que había conseguido que su método de enseñanza musical fuese apoyado oficialmente) alcanzaba, tras cierta resistencia inicial, el mayor de los éxitos de su carrera con Carmina Burana en los últimos años de Tercer Reich, al extremo de recibir el encargo de una música incidental para El sueño de una noche de verano en substitución de la del judío Mendelssohn, que había sido proscrita (para lo que reutilizaron materiales procedentes de una versión de 1917): en 1944 su nombre se añadió a la serie de artistas a los que se exoneró de ser movilizados. Ahora como entonces la obra goza de idéntica popularidad: su primitivismo de salón, sus hipnóticos y repetitivos ostinatos, su diatonismo rudimentario y su modalismo pseudomedieval (junto con el atractivo desenfado de sus textos) le otorgan el justo aire de modernidad para quienes desconocen o desprecian la música más estéticamente comprometida de su época: el nazismo, que envió a un campo de exterminio a Erwin Schulhoff, al paro a Schrecker y a Pfitzner, al exilio a Schönberg, Hindemih, Hartmann, Goldschmidt o Zemlinsky y que prohibió la música de Alban Berg (cuyo Wozzeck se estaba representando en más de treinta teatros), premió a Orff repetidamente y, entre 1942 y 1944, le encargó música por valor de más de 35.000 marcos. Orff no se adhirió al Partido Nacionalsocialista (como Wolfgang Fortner) ni ostentó cargos oficiales (como Richard Strauss), pero no desdeñó la predilección del régimen por su música, que coincidía con las directrices estéticas que defendían el arte heroico frente al arte degenerado. Como en el realismo socialista, la frontera estaba en la tonalidad (pictóricamente, en la figuración y en su tratamiento convencional) y, por supuesto, en la temática: recordemos que algún pintor técnicamente próximo a la subversiva Neue Sachlichkeit de Otto Dix y George Grosz acabó convirtiéndose en artista oficial, como Adolf Wissel. Empero, no caben comparaciones entre un régimen y otro, ni existe parangón entre la condena del formalismo de 1935 y 1948 y la exposición de arte degenerado de 1937 (sobre todo por las consecuencias ulteriores).

La respuesta del artista ante esas situaciones extremas en que La Ley queda en suspenso y, según la memorable frase del Divino Marqués, ningún horror os será ahorrado y cuyo máximo ejemplo son las guerras, ha generado obras no menos excepcionales: Benjamin Britten, antifascista, pacifista, juzgado como objetor en 1942, defensor de los republicanos españoles a cuyo beneficio realizó diversos recitales junto con su pareja Peter Pears, alcanzó la cima de su itinerario compositivo en el War Requiem, de lejos su música de más intenso y conmovedor lirismo, bajo la impresión causada por los bombardeos alemanes sobre Inglaterra. Shostakovich escribiría una trilogía orquestal (las sinfonías Séptima, Octava y Novena) directamente ligada a los acontecimientos bélicos del combate contra la Wehrmacht (en los que, como testimonia una celebérrima fotografía, el compositor participó como bombero, ante la imposibilidad de ser movilizado a causa de su extrema miopía) en la que hay tanto dramatismo como sarcasmo, tanto a cuenta del invasor como de los fastos patrios oficiales posteriores a la liberación (siquiera entre paréntesis, añadamos que no siempre se trata de su mejor música: Shostakovich era un artista esencialmente lírico al que un inexcusable deber político forzó a ser épico), mientras Prokofiev, sin declararlo manera explícita, compone sus tres mejores sonatas (la Sexta, Séptima y Octava) en ocasión equivalente (no se habla aquí de las obras de encargo, sino de las nacidas de la propia iniciativa de los respectivos autores, que no son necesariamente referenciales).
Si la Séptima de Shostakovich, la popularmente conocida como Leningrado, es una de sus obras más famosas y divulgadas y que mejor hayan asumido su función propagandística, Ivan el Terrible, nacido (al igual que Aleksander Nevsky) como banda sonora para los dos geniales films de Eisenstein en que Nikolai Cherkasov ha dejado una interpretación inolvidable del controvertido Zar (y cuya famosa secuencia final en color se rodó con negativo de película Agfa incautado por las tropas soviéticas que liberaron Berlin), se emancipa después como una imponente cantata cuya música está escrita parcialmente durante la guerra y finalizada con posterioridad. Obra excelente, aunque no refleje la visión dialéctica y profundamente crítica del cineasta (lo que le supuso que la tercera parte de la trilogía no llegara a rodarse…amén del infarto que acabó con su vida en 1948), se trata, junto con el ballet Romeo y Julieta y Guerra y Paz, la magnífica ópera sobre Tolstoy, de uno de los textos máximos producidos por el realismo socialista en el terreno del teatro musical. Empero, ninguna de estas obras gozó inicialmente de la simpatía oficial: Romeo y Julieta hubo de estrenarse en la, entonces, provinciana Brno al estarle vetados los teatros de Leneningrado y Moscu. Guera y Paz, por su parte, es un texto monumental que, pese a sus irregularidades de construcción (debidas, en buena parte, al abandono de la primera idea, más intimista, centrada exclusivamente en ese año 1812 que sirviese a inspiración a Chaikovsky) se encuentra en la mejor línea de la ópera rusa, esa ópera cuyo protagonista es el pueblo, de Ivan Susanin a Boris Godunov pasando por El Principe Igor. Y ya que se ha invocada la pintura repetidamente en las líneas precedentes, no puede dejar de recordadarse que los ya citados frescos de Arezzo sirvieron como referencia iconográfica para Aleksander Nevsky, quizá el más desfachatado y hagiográfico film de propaganda política jamás rodado (lo que no le impide ser una obra maestra), cuya oportunidad histórica hay que buscarla, no tanto en la batalla del Lago Peipus de 1242 como en la campaña napoleónica que sirviera igualmente de punto de partida para otra composición ruidosamente oficialista: la Obertura 1812 de Chaikovsky. Ni la referencia histórica ni la propia obra se encuentran tan lejanas en el tiempo como las de Händel o Vivaldi, pero esta pieza popularísima se valora hoy como simple música poemática al margen de su obvia (y engañosa) apariencia de música zarista.
Paz en la Tierra: Arnold Schönberg ha sido uno de los músicos más injustamente vituperados de todo el S.XX, precisamente porque, como bien señalase George Perle, quizá ningún otro compositor de su tiempo tenga tanto que ofrecer. El ingenuo coro cuyo título concluye estas apresuradas reflexiones es rigurosamente contemporáneo (9 de marzo de 1907) con el inicio del sublime Segundo Cuarteto, la obra con la que el futuro autor de Pierrot lunaire comienza a respirar el aire de otros planetas (según reza el hermosísimo poema de Stefan George que se canta en el cuarto movimiento), la atmósfera radiante e infinitamente plástica del atonalismo libre: comenzaba ahí un camino irretornable hacia horizontes estéticos que para muchos aficionados siguen todavía resultando problemáticos, lo que no puede resultar demasiado extraño en estos tiempos en que todos los periódicos, films y televisiones occidentales parecen escritos y dirigidos por la CIA, el público se encuentra cada vez más alejado del arte de su tiempo (y no por culpa de éste, sino por el escaso interés en programarlo y difundirlo con la constancia y hábito que requiere) y en donde la propaganda ha substituido a la información y el eslogan al conocimiento. Emparejar el coro de Schönberg con el testamento sinfónico beethoveniano, como en algún concierto se ha hecho, no puede resultar más pertinente: Schönberg también aspiraba a un mundo en que el artista fuese un genuino sacerdote de la belleza, incorruptible y místico como él mismo lo había sido en su propia práctica artística. Sus ideales eran, en el fondo, igualmente románticos. Beethoven modela su obra como la más elevada síntesis del clasicismo musical, al que, con afán universalista, incorpora desde la escritura fugada derivada del organismo nórdico al motete politextual de la polifonía gótica, de la herencia haydiniana del movimiento lento en forma de variaciones dobles al operismo de los recitativos instrumentales como preludio a la entrada de la voz, dentro de un cuadro genérico de sinfonía con coro conclusivo tomado directamente de los himnos y sinfonías revolucionarias francesas de autores como Gossec, Berton, Méhul y Dalayrac al servicio de un texto que la francmasonería había adoptado como suyo y difundido desde 1786: Alle Menschen werden Brüder, la aspiración hacia la fraternidad universal, tras haber descartado los temas de música instrumental que le habían precedido en esa insólita introducción del finale, solamente podía cantarse con una melodía por grados conjuntos que tuviese la simplicidad conmovedora de un geníno Volkslied y encarnase el más idealizado e irrealizable de los ensueños románticos.
La Novena Sinfonía es la proclama de un universalismo genérico, absoluto, más allá de cualquier bandera o patria pero, paradójicamente, esa aspiración se manifiesta a través de un idioma y un poema concreto (¿podría ser de otro modo?) y mediante un coral conclusivo que, aún basado en una línea vocal de desarmante sencillez, resulta ser el fragmento de música más agotador jamás escrito para coro alguno. Por su parte, la melodía en sí es de una diafanidad que roza lo inexpresivo, pero Beethoven ha añadido un sabio juego contrapuntístico que es la verdadera causa de su inexpresable hermosura. Contradicciones propias del idealismo, denuncia de toda forma de dictadura que, al tiempo, se acaba convirtiendo en música de estado: la Novena es una obra ligada a los ideales de la Revolución burguesa (liberté, egalité, fraternité), pero también una obra de aspiración libertaria de la que el Poder se ha apropiado bajo todas las formas posibles, la última y más significativa de las cuales (1986) ha sido su conversión en himno supranacional de esa Europa de los mercados y de la legalización de la evasión de capitales que ha substituído a la, al parecer, utópica Europa de las libertades y de la justicia, esa Europa policial en la que los que huyen del hambre o de la guerra pueden ser considerados y tratados como delincuentes y que aún pretende hacer pasar por progresista semejante canallada jurídica. Ante la imposiblidad de convertirlo en un tema cantable por todos los países concernidos (¿en qué idioma? ¿en esperanto? ¿en volapük? ¿en latin?) se optó por un arreglo instrumental de la melodía que respetase su sencillez, prescindiendo de buena parte de la instrumentación y dándole un aire solemne enteramente contrario al de su aparición en el correspondiente lugar de la obra (compases 140 al 187 del último movimiento). Arreglo que se encargó a un excelente director de orquesta —sin discusión el músico europeo de mayor proyección internacional de su tiempo— que, casualmente, era también un antiguo miembro del partido nacionalsocialista que, por cierto, había dirigido con gran éxito algunas de las primeras interpretaciones de la, ya citada Carmina Burana ante los más encopetados jerercas nazis y cuyo nombre era Herbert von Karajan. Sic transit gloria mundi.
José Luis Téllez
1. La conocida gazmoñería de Stalin y Zhdanov (dos antiguos seminaristas, por cierto) no resultaba diferente de la de cierto crítico estadounidense que habló de música pornográfica cuando la ópera se estrenó en Nueva York: cae fuera del ámbito de este artículo, pero cabe reflexionar sobre el papel que el mantenimiento de los códigos morales burgueses ha jugado en el descrédito y la caída del, así llamado, socialismo real.
2. Shostakovich pertenecía a la primera generación de compositores formados íntegramente en el estado soviético, y su lealtad, tanto a su país como a la causa del socialismo están más allá de toda sospecha. Además de su actitud como compositor, Shostakovich no dudó en adoptar posiciones explícitamete políticas cuando lo estimó oportuno, representando a la URSS en los Congresos por la Paz de New York (1949), Varsovia (1950) y Viena (1952), y llegando incluso a ser miembro del Soviet Supremo justamente en 1953, el año de la Décima.
3. La relativa “persecución estética” sufrida por Shostakovich no hubiera sido posible sin contar con la bajeza de sus colegas de la Asociación de Compositores Soviéticos, siempre dispuestos a la denuncia si con ello podía propiciarse la caída del más talentoso de sus camaradas, sin más excepciones que Kabalevsky, Popov, Jatchaturian, Prokofiev, Shebalin y Miaskovsky (todos ellos, por cierto, incluídos en la condena del formalismo del Congreso de Compositores de 1948, aunque no sufrieron represalias por haber defendido a Shostakovich en 1935).
4. Como ahora escriben algunos con curioso pleonasmo.
5. Llegados a este punto es imposible no rememorar a Federico Sopeña cuando, con tanto tino como gracejo, describía Carmina Burana como un stravinsky de pueblo, en referencia a Les Noces. Una anécdota tal vez apócrifa pone en boca del autor ruso la palabra neo-neandertal para calificar el estilo de Orff.
6. El film fue un encargo personal de Stalin como obra movilizadora frente a la amenaza de la Alemania nazi, y de ahí el empleo de la contrafigura de Nevsky como precedente de su propia imagen. El film se estrenó en 1938, pero el pacto Molotov-Von Ribbentrop de 1939 cambió la perspectiva y, lógicamente, la película pasó al ostracismo: pero con la invasión de los panzer dos años más tarde, la cinta volvió a recuperar su funcionalidad y se reestrenó con todos los honores. Hoy es, sobre todo, un poema visual, narrativo y sonoro de indescriptible energía enunciativa.
7. Al menos existen 3 versiones cantables de An die Freude anteriores a Beethoven, todas ellas escritas y difundidas a través del ritual y la propaganda masónica debidas a Johann Christian Müller, Friedrich Reichardt y Johann Gottlieb Naumann respectivamente.