Una mujer espera

Cio-Cio-San qué aguarda, qué paisaje emotivo, qué felicidad pretérita aspira a recobrar con la aurora ya próxima, qué esperanza mantiene su vigilia contra toda esperanza? En el silencio de la voz, la orquesta expresa la quietud del universo a través de una música doblemente reminiscente: del tema del canto a la noche del primer acto, del tema escuchado durante la lectura de la carta en la escena anterior y, más allá de todo ello, de una tonalidad, Si bemol, en la que la, entonces, muchacha virginal, había manifestado su entrega en la segunda sección de su exaltado dúo del acto anterior (— sei mia! — si, per la vita!), que se rememora en el instante presente en un vértigo descriptivo al margen de toda narratividad. Del mismo modo, en ese dúo el tiempo mismo parecía haberse detenido a través de una enunciación armónica inmovilizada, antes y después, sobre la tonalidad recurrente de La mayor: materialización del éxtasis, de un tiempo sin tiempo en que no existe sino el presente continuo de una sensualidad alcanzada por vez primera, anhelada y temida, de una aniquilación en el cuerpo del otro, en el amor del otro, en el misterio del deseo y de su imperiosa realidad. Un deseo que para la mujer es donación de sí misma y para el hombre es dominio y posesión expresada a través de la dominante de ese mismo tono (Mi mayor: sobre las palabras de Pinkerton con quel fare di bambola, quando parla m’infiamma), y el mismo en que la muchacha había descrito el total abandono de sí misma al pasar de La bemol a La natural mediante un deslizamiento cromátco ascendente cuando afirmase ieri son salita tutta sola in secreto alla missione: colla nova mia vita posso adottare nuova religione, y que constituye la primera aparición de esa tonalidad en la ópera, la tonalidad del amor. Y también del olvido: un brusco unísono sobre esa nota se escuchará en la orquesta como colofón de las terribles palabras de Sharpless en el segundo acto: che fareste, madama Butterfly s’ei non dovesse ritornar più mai? La tonalidad rememorada más tarde (ya por última y definitiva vez) cuando Butterfly prepare su vigilia y vista nuevamente el velo nupcial para recibir al único hombre al que ha amado. Haz y envés de una realidad única, su relativo, Fa sostenido menor, será la tonalidad de la desesperación de la heroína en su monólogo final, come una mosca prigionera, cuando ya es demasido tarde para esperar otra cosa que no sea el desastre: la tonalidad en la que Butterfly comprende quién es la mujer que acompaña a Pinkerton (è la sua moglie!) en la escena final. Pero Fa sostenido es la dominante de Si menor, el tono del suicidio, el tono de la conclusión de la ópera con esa soberbia cadencia evitada cuya violencia pareciera quedar flotando en el aire, como si la música no hubiese concluido, como aspirando a prolongarse indefinidamente en la memoria.

Giacomo Puccini en 1908

Tres años han pasado entre la partida del hombre y su cobarde epístola: en ese episodio de inexpresable belleza que liga los dos últimos actos y en el que la voz del coro es puro color instrumental, en que el silencio se expresa como canto sin palabras, el regreso de los temas pone en escena tanto la imposibilidad del retorno del tiempo como la del sueño femenino. Melodrama ejemplar y trasfigurado, Madame Butterfly es el relato de un anhelo imposible, la descripción de un combate en que no cabe la victoria. La heroína de esta ópera vive para esa entrega, sacrifica todo a esa imagen y el recuerdo de una música que fue la de un instante feliz (pero un personaje de ópera no es otra cosa que una sucesión de músicas) sirve tan sólo para evidenciar la distancia irrecuperable entre lo que ha sido y lo que ya no volverá a ser. El regreso de la tonalidad de Si bemol (tanto como la ausencia de La mayor, borrada del discurso más allá de su dilatada expansión en el acto inicial y su breve recuerdo en el segundo durante el adeliño de la protagonista) señala la incapacidad de esa demanda para hacerse factible en el presente. Debido a su diferente inscripción en la flecha del tiempo, la música puede servirse de la identidad como si se tratase de una diferencia: el regreso del tema nos permite experimentar, tanto el ansia de Butterfly como el irremediable destino de la pérdida.

Madame Butterfly es la última obra de la trilogía que Puccini escribe sobre libretos de Luigi Illica y Giuseppe Giacosa. Trilogía verista en que el compositor trasciende ese verismo a partir de su propia gramática: también aquí hay músicas de situación (como las campanas de St’Angelo en Tosca), mezcal ocasional de comedia y de drama, elementos de ambiente que se basan en  escalas exóticas: pero no se trata de un mero decorado local sobrepuesto a la dramaturgia, sino que se ancla en la entraña más honda de la historia: el tema de la maldición o el de la muerte se articulan a partir de la escala de tonos enteros, al margen de la tonalidad clásica, no para sugerir una confortadora lejanía geográfica meramente pintoresquista sino, por el contrario, para mostrar la desasosegante cercanía de lo otro, lo innombrable. Butterfly he renunciado a su ciudadanía cultural y religiosa para abrazar un universo (el nuestro) que habrá de destruírla. Su destino es trágico por hallarse musicalmente escrito desde las primeras escenas de presentación de los personajes (como sucede en La Bohème con la tonalidad de Re mayor, que se asocia a Mimi): la trilogia verista de Puccini se articula, cronológicamente, como un melodrama entre dos obras trágicas, de las que la que ahora nos ocupa es la última.

Maria Callas como Butterfly

Todo buen melodrama criptografía una tragedia: Tosca, melodrama puro, elude esa catalogación al finalizar, no con el tema de Scarpia, sino con el de la última romanza de Cavaradossi, sustituyendo el punto de vista del destino (que aquí es el del verdugo) por el de su víctima. Pero en Madame Butterfy las cosas suceden de otro modo. Madame Butterfly (como La Bohème, en otro registro) habla del sentido irretornable del tiempo: por éso su forma no se corresponde ni con la estructura rigurosamente sinfónica de aquélla (que es la tragedia de la juventud perdida) ni con el cambiante desplazamiento, casi como una continua sobreimpresión de imágenes sonoras, que otorga a Tosca ese carácter singular y casi visionario de proto-relato fílmico. En la última de las obras de esta peculiar trilogía nacida (como la trilogia popolare de Verdi) sin el propósito de configurarse como tal,  se concluye con la reiteración de dos temas nuevos nacidos en el curso de la última escena, para cerrarse con el retorno del tema basado en la escala de tonos ligado al recuerdo del suicidio del padre, única referencia musical explícita a un pasado que rebasa a la protagonista: tema presentado en las primeras escenas de un modo tan inquietante como enigmático, rememorado más tarde en la conversación entre Butterfly y Sharpless y que tan sólo en los últimos compases de la obra revelará su carácter funesto, decisivo. El tema de la muerte del padre es también el del suicidio de la heroína, como un destino que se prolonga de una generación a otra. Madame Butterfly es la expresión metafórica y musicalmente articulada de una genuína tragedia que desafía el marco tópico y reduccionista de ese exotismo lacrimógeno en cuatricromía con que la obra ha sido despachada por quienes se toman a sí mismos por defensores de la  música absoluta. Madame Buttrefly es una tragedia y, como tal, habla del enigma del destino humano: la tragedia del ingreso en la edad adulta, la tragedia de la destrucción de los sueños juveniles, la tragedia de la adolescencia traicionada que se expresa a través de la metamorfosis del cuerpo de la mujer aún núbil en la que el tiempo inscribe su herida y su dolorosa decepción bajo la figura del cuerpo del hijo desgajado del suyo. En su quietud insomne que finaliza el segundo acto, Cio-Cio-San aspira a la detención del tiempo, a la pervivencia de ese éxtasis en que entregó su voluntad y su suerte, ese instante ilimitado del amor en que se abandonó al deseo del Otro, ese vértice fugaz en que alcanzó y perdió una cosa infinita. Como cualquiera de nosotros, no puede comprender la crueldad del paso de los días, no puede admitir el naufragio de lo que fué el chispazo radiante de una dicha que pareció posible y merecida: su suicidio es el de la juventud de todos, la imagen de la melancolía de la existencia adulta, la materia secreta de la vida que ha renunciado para siempre a la memoria de aquéllo que un día ansió ser.

José Luis Téllez