Un cuento moral
El segundo largometraje de Francisco Avizanda arranca narrativamente desde el punto de vista de un cajero automático. Tan insólito inicio enunciativo pone ya el acento sobre la índole fabulatoria del relato que viene a continuación, toda vez que la directriz de la materia argumental no es otra sino la naturaleza del dinero como fuerza rectora de todo el mecanismo argumental y emotivo de los personajes: lo que no implica que la organización discursiva o la dirección de actores se distancien del modo de representación dominante, bien que trabajado con una sobriedad y ausencia de gesticulación particularmente ejemplares, ya presentes en Hoy no se fía, mañana sí, su precedente contribución cinematográfica (véase On verra demain en esta misma sección). También, como allí, el lenguaje empleado es de una parquedad ejemplar: planos fijos y movimientos de cámara leves y estrictamente funcionales otorgan al discurso un cierto grado de abstracción que distancia la historia al tiempo que la hace especialmente legible desde una perspectiva que cabría definir como ejemplar.
Sin embargo, esta aparente sumisión al código se encuentra perforada por un juego de texturas visuales cambiantes que diluyen la uniformidad del discurso hasta el extremo de llegar a provocar la interrogación ocasional acerca de la naturaleza del punto de vista de las diferentes secuencias: imágenes de cámaras de vigilancia en blanco y negro, grabaciones procedentes de teléfonos móviles y vídeos caseros subrepticios de unos personajes sobre otros. En cualquier caso, se trata de bloques procedentes de diferentes actividades de espionaje cuyo propósito es servir de testimonio de operaciones ilegales relacionadas con el urbanismo, pero también de material utilizable para la extorsión o de evidencias que pudieran resultar valiosas de cara a la obtención de beneficios económicos o ascensos profesionales. El film se desarrolla en la España actual en la época de rodaje (2014) centrándose en la crisis económica de aquellos años, pero su naturaleza paradigmática también podría ajustarse a cualquiera de las sucesivas posibles: los diferentes testimonios de esas grabaciones ponen de manifiesto que cuanto se relaciona con la obra pública (que actúa como sinécdoque genérica de la economía o de la política) funciona, sin excepción, a través del soborno y el cohecho. Constructores que entregan comisiones a los alcaldes, personajes que ingresan en los partidos políticos como forma de medrar: no se insiste especialmente en ello, pero es ésa la urdimbre implícita que teje la trama argumental, del mismo modo que cierta conocida canción (Mi casita de papel, de Fernando Codoñer y Mercè Balaguer, muy popular en su día en la versión de Jorge Sepúlveda) actúa a guisa de resumen metafórico de una peripecia en que la protagonista, Rebeca Ibar (Ariadna Cabrol), desahuciada de la vivienda familiar como consecuencia de la insolvencia del padre (un industrial fallecido en plena bancarrota a consecuencia de un accidente automovilístico), iniciará un paulatino declive hacia viviendas cada vez más míseras cuyo alquiler tampoco podrá costear. Sapos y Culebras es un film a contracorriente y nada obsequioso que carece de personajes positivos: todo los integrantes de la ficción se mueven impulsados por intereses puramente egoístas. Lo que no implica que el relato no se sitúe a favor de la protagonista, en la medida en que actúa como símbolo del irremediable descenso a los infiernos de la clase media.
El itinerario de Rebeca gira en torno a la localización del dinero negro escondido por el padre, en una búsqueda desesperada que articula todo el avatar argumental del film así como la peripecia de su protagonista, que rematará su odisea trabajando como crupier en un casino del que un amigo (Pablo Ribero) es coordinador, a quien, y aunque el film no lo haga directamente explícito, es obvio que ha debido entregarse a cambio de obtener el empleo: una ocupación consistente en que, esos mismos caudales que ha sustanciado toda la peripecia del personaje, atraviesen ahora sus manos procedentes de un fondo que tampoco es suyo camino de otras manos ajenas: cabría hablar de la ironía del dinero (como reza el título del memorable film de Edgar Neville). Conclusión de una naturaleza, no tanto poética, como moral y apologética. A la altura de su final, Sapos y culebras se revela como una meditación ejemplar y desencantada: final tragicómico y agridulce para un film sustancialmente alegórico entroncado con Esopo o Jean de La Fontaine, que evacua y diluye todo su potencial catártico en aras de articular una reflexión de naturaleza ética y filosófica. Y por supuesto, desconcertante para el espectador convencional.
Jose Luis Téllez