Transgresión y premonición en la música de Idomeneo

En cierto sentido, Idomeneo es la ópera más vanguardista escrita por Mozart. Todo su teatro posterior se halla implícito en la palpitación y la flexibilidad enunciativa de esta obra, cuya maestría e inventiva rebasan ampliamente las dimensiones de un código, el de la opera seria, al que, sin embargo, pugna por mantenerse fiel: antinomia entre convención e innovación que constituye su mayor atractivo y, al tiempo, la medida de sus limitaciones. Idomeneo plantea la posibilidad de disolución del género desde su interior, y cuanto más nítida parece la sujección al código, tanto más significativa resulta su modo de transgredirlo. Obra a un tiempo lejana y próxima, Idomeneo abre el territorio experimental de una música que reclama una dramaturgia aún por llegar. Con clarividencia, Stefan Kunze ha enunciado que solamente han podido valorarse las características estéticas de esta obra tras haberse cerrado el periodo de la opera seria y haber perdido vigencia el conjunto de sus reglas dramáticas.

Acuarela del traje de Idomeneo (Museo del Teatro, Munich.)

Los acontecimientos argumentales parecen marchar, en Idomeneo, al margen de los acontecimientos musicales, pero son éstos los que, en definitiva dictan el sentido último de la pieza. No existe verdadera acción en las arias y conjuntos (para eso habrá que esperar todavía algunos años: hasta la trilogía con Da Ponte): la verdadera acción de la obra es asunto de una música que, pese a los perceptibles topoi de lenguaje, se articula en una dimensión abstracta de donde la obra extrae su sentido, sin otra excepción que los coros, que aparecen siempre en posiciones medulares del discurso y llegan a asumir, como sucede en O voto tremendo con el desgarrado cromatismo de sus séptimas disminuidas en fortissimo, una función dramática de primer orden, mucho más allá de su mero papel de comparsas: un aspecto en que la lección de Gluck ha fructificado con singular fortuna. Los personajes existen en tanto que encarnaciones de una música que les atraviesa y les convierte en sujetos instrumentales de su propia efusión: por éso es tan importante el papel jugado por la orquesta. Las emociones expresadas por las palabras se desligan de su contenido inmediato gracias a la música y, en cierto sentido, se convierten en intercambiables con otras historias no escritas: pese a su nítido trazado lleno de humanidad, en los personajes de Idomeneo hay una cierta dimensión genérica que se encuentra en conflicto con la concreción del lenguaje: las incongruencias que con tanta frecuencia como razón se han señalado en el, por otra parte, muy digno libreto de Varesco se anegan en la marejada de la música mozartiana. Es obvio que él mismo era consciente del problema (es bien conocida la correspondencia mantenido con su padre en la que, desde Munich, le solicita que interceda en Salzburgo ante Varesco para efectuar cambios y, sobre todo, supresiones en el texto), y quizá por éso trazó para su ópera una estructura armónica tan perfecta y sólidamente trabada como la de una sinfonía: la música aspira aquí a justificarse por sí misma. De este modo, y más allá de la conocida mitología, la historia que se cuenta en Idomeneo es la del triunfo definitivo del Re mayor sobre el Re menor, de la bonanza sobre la tempestad, de la luz sobre la tiniebla: se diría una ilustración musical del Alexanderschlacht, la sobrecogedora pintura de Albrecht Altdorfer. Estamos, en realidad, ante la misma dialéctica que vertebrará Don Giovanni, resuelta en sentido distinto, con opuesta valoración moral: lo que aquí se afirma como victoria amorosa y, a la vez, victoria del hijo frente al padre, será allí victoria de la ideología dominante sobre la revuelta individual: por esa razón Don Giovanni es una obra tan terriblemente pesimista, frente al desbordado optimismo de Idomeneo (y precisamente por emplear idéntico significante armónico).

Idomeneo es la primera ópera en que Mozart concibe su texto con un propósito enteramente sinfónico, y ello en dos niveles: en primer lugar, y como ya se ha apuntado, por la riqueza y amplitud de su orquesta (que, amén de la cuerda, incluye cuarteto de maderas, trompas, trompetas, trombones y timbales: la plantilla más amplia y variada de su época, prácticamente la misma de Beethoven o Schubert) y, last but not least, por su arquitectura armónica global (en la que no faltan, episódica, pero significativamente, tonalidades lejanas e inusuales en la época, como Re bemol o Mi bemol menores) focalizada sobre un ámbito tonal único, lo que supone un ejemplo igualmente pionero. Es sabido que Mozart contaba con la que, al decir de los testigos más cualificados, era la mejor agrupación instrumental de su tiempo, la orquesta de Mannheim, lo que sin duda constituia un poderoso acicate: pero el trabajo sinfónico desarrollado por el compositor dista de ser un mero juego efectista o decorativo.

Cada aria, cada conjunto de la obra tiene un colorido singular e, incluso, ciertos personajes se rodean de tímbricas particulares en sus episodios más significativos: el ejemplo más célebre corresponde a la escena en que una voz ultraterrena (de Poseidón, suponemos: oportunísimo deus ex machina) pone fin a la peripecia, exigiendo tanto la abdicación del protagonista como el himeneo entre Ilia e Idamante en un inequívoco Do mayor (por cierto: la tonalidad de la futura boda entre Figaro y Susanna) sin otro acompañamiento que la solemnidad de tres trombones (siguiendo el ejempo de Gluck en Alceste) y una trompa: la memoria anticipada de la estatua del Comendador viene de inmediato al pensamiento. Pero, con independencia de un episodio tan impar como el referido, Mozart, como por lo demás es habitual en su concepción orquestal, no juega tanto con los instrumentos solistas como con mixturas cambiantes producidas por la alternancia en la asociación de dos o tres fuentes sonoras creando halos de color en constante mutación que envuelven o prolongan el curso de las voces dialogando con ellas.  Aunque es imposible entrar en detalles en una nota como ésta, recordemos el empleo de los clarinetes (salvo error u omisión, se trata de la primera ópera en que se emplea una pareja de estos instrumentos, completando así el cuarteto de maderas) en Non ho colpa la primera aria de Idamante: clarinetes que se  asocian, ora a las trompas, ora al fagot, ora a los oboes de acuerdo con el tipo de figuración melódica que revisten, produciendo diferentes coloraciones que no se repiten aunque sí lo haga la música, como en una especie de constante variación que se desarrolla al margen de las palabras, con una audaz autonomía estructural en el empleo del timbre.

(Siquiera sea entre paréntesis, no está de más recordar que Mozart escuchó por primera vez el clarinete en su viaje a Londres de 1764, en una sinfonía de C.F.Abel , la nº6 del Op.7 nº6, que le causa tal impresión que copia la partitura. Años más tarde, en una carta a su padre escrita durante su visita a Mannheim en 1778, dos años antes de la la composición de Idomeneo, encomiará la sonoridad de este instrumento en una obra de Stamitz. Él mismo le otorgará después un papel esencial asociándolo a la Condesa en Le nozze di Figaro, y a Fiordiligi en Così fan tutte. Los dos grandes obbligati de clarinete y corno di basetto de La clemenza di Tito están escritos para Anton Stadler, compañero de la fraternidad masónica que acompañó a Mozart a Praga para el estreno. Si a todo ello añadimos el trio Kegelstadt KV, 498, el quinteto KV 581 y el Concierto KV 622, escritos igualmente para Stadler, podemos concluir que la práctica mozartiana transformó decisivamente la historia del instrumento).

Otro ejemplo significativo lo proporciona el empleo de las flautas: en la famosa y agitada aria de Elettra Tutte nel cor vi sento, los ondulantes arpegios de séptima ascendentes y descendentes perforan la agitada homogeneidad tímbrica de la cuerda en una convincente mímesis de la furia del viento. Por el contrario, en Zefiretti lusinghieri, la delicada meditación de Ilia festoneada por delicados spiccatti de la cuerda, su asociación en la octava superior con las trompas en la segunda parte de la estrofa principal (trompas que, a su vez, doblan la frase de los primeros violines otorgándole una especial resonancia y profundidad) y su posterior unísono con los oboes repitiendo como un delicado eco la desinencia melódica conclusiva, crean un adecuado colorido que subraya y resalta el estilo pastoril de la pieza que, por cierto, es uno de los escasos números en forma de aria da capo más o menos estricta: un modo audaz y sumamente temprano de emplear la estructura para expresar tanto el rango nobiliario del personaje como la pureza e ingenuidad de sus sentimientos, y del que el propio Mozart sacará extraordinario partido a partir de Le nozze di Figaro.  Esquema formal presente también en Fuor del mar, la vibrante aria de Idomeneo en la mitad del segundo acto: pero ahora, esa disposición nos habla del orgullo herido y la deseperación, no ya de una princesa, sino de un rey. Con independencia de las acusadas diferencias en el carácter de la música (¡esos rotundos puntillos casi heráldicos!) la propia escritura orquestal, de suyo, inscribe y difunde, no ya un estado anímico diferente al de Ilia sino, y sobre todo, el retrato de un personaje diferente en una situación no ya disímil, sino opuesta: escritura predominante en tutti, en masas que se oponen o se superponen por registros: cuerdas maderas, metales (estos últimos, al completo, incluyendo las trompetas), más la rotundidad añadida de los timbales. Idomeneo, tal como aparece retratado aquí, es la figura de mayor dignidad de obra, y por esa razón su herida resuena en un ámbito orquestal masivo y no individualizado, con un dolor que le golpea no sólo como monarca sino también como padre: doble encarnación de una ley que viene por doble motivo obligado a cumplir. Figura paterna negada, perdida pero simbólicamente recuperada por Ilia en su precedente aria, Se il padre perdei (verdadera contrafigura anticipada de la violencia de la inmediata música de Idomeneo), donde la engañosa y momentánea felicidad de la protagonista aparece aureolada por un juego tímbrico en el que, ahora, las suaves mixturas alternan con la delicadeza y levedad de los timbres separados de cuatro solistas, flauta, oboe, fagot y trompa que se responden: en cada momento, y de acuerdo a las necesidades dramáticas, Mozart utiliza un colorido y una textura diversificados, con una inventiva y eficacia que pareciera no tener fin. Todavía, y siguiendo con el personaje de la princesa troyana, su cavatina de presentación que inicia el curso dramático nos había mostrado el personaje en su estado de desolación máxima, y la instrumentación se situaba en consonancia con ello: el material aparecía alli confiado casi en exclusiva a la cuerda (con ricas figuraciones ocasionales en el bajo), mientras los vientos (tan sólo oboes, fagotes y trompas) apenas cumplían otra función que la de suministrar largos acordes de apoyo y subrayar la puntuación en algún final de frase: una grisura general que se avenía muy bien  con la tristeza y zozobra de la protagonista, que solamente cobrará su adecuado realce tímbrico con el progreso de la acción pero que, despojada de su identidad en tanto que prisionera, se mostraba desposeída allí de su pasada grandeza. Pero esta aria y, sobre todo, su función enunciativa, función trascendental toda vez que hablamos de la primera intervención cantada, merecen párrafo aparte.

Idomeneo posee un sorprendente inicio: la obertura se abre con tres enfáticos arpegios que fijan el acorde de tónica, un enérgico gesto afirmativo que, considerado retrospectivamente, ofrece un desconcertante contraste con la ambigüedad de su conclusión en unísono pianissimo sobre la nota Re en tres octavas al que sólo la presencia de un La grave en los segundos violines permite entender como tónica inicial, pero no a su modalidad mayor, evaporada tras la repetida presencia en los últimos compases de un Si bemol que sugiere la tonalidad de Re menor, dominante de un Sol menor que pocos compases más alla habrá de asociarse a Ilia: y no está fuera de propósito recordar la Stimmung singular que Sol menor asumirá posteriormente en la obra mozartiana: las sinfonías KV 183 y KV 550, el quinteto KV 516, pero también las arias de desesperación de Konstanze en Die Entführung aus dem serail y de Pamina en Die Zauberflöte están escritas en el mismo tono.

Ese final inconcretamente sombrío de la obertura enlaza con un accompagnato que es tan largo como el aria que prologa y que se enlaza con él sin solución de continuidad a través de una secuencia en que la nueva tonalidad y el nuevo patrón ritmico se desprenden gradualmente de la conclusión de dicho recitativo evitando cuidadosamente toda sutura. El sentido funcional del aria, en tanto que unidad dramática exenta destinada a exhibir una emoción individual y arquetípica, se diluye así en una discursividad de nuevo cuño, y esa emoción paradigmática de la que debía actuar como receptáculo tiende a manifestarse hasta cierto grado como una especie de nodo, como un regruesamiento textual que focaliza momentáneamente el sentimiento sobre un lugar concreto de su discurrir, pero que pareciera aspirar a un curso más dilatado y complejo, toda vez que ese aria no concluye, sino que se enlaza a su vez con otro accompagnato muy breve que suministra la definitiva figura cadencial, pero haciéndolo sobre un tono, Do mayor, que no corresponde al del aria ni al de la obertura: la lógica interna de esa sucesión de tonalidades, tanto desde el punto de vista arquitectónico como simbólico no se revelarán hasta mucho más tarde, de modo que la sensación de asistir a algo que pareciera manifestarse como no formalmente establecido y que se niega a exhibir sus definitivos perfiles resulta muy acusada.  A esa desasosegante sensación (desasosegante, si pretendemos interpretar la obra desde la rigidez codificada de la opera seria, cuya idea básica es la de una sucesión de momentos ideales e inmóviles, las arias, en que la pasión se cristaliza en una estructura simétrica) ha colaborado de forma esencial el accompagnato de apertura, donde Ilia manifiesta sus emociones encontradas a través de una música de inusual flexibilidad en que la cuerda dialoga con la voz con una elocuencia equivalente e inusitada, y en donde la que luego será su tonalidad básica comparte protagonismo con un Mi bemol que anticipa la posterior reflexión del personaje, la ya citada Se il padre perdei: la trabazón del pasado, el presente y el futuro adquiere así una densidad sin precedentes: es la asombrosa escena entre Tamino y el Sprecher ante la triple puerta, con su juego de resoluciones sobre tonalidades que remiten al resto de los núcleos dramáticos principales de la obra lo que aquí se manifiesta, en agraz si se quiere, pero con equivalente trascendencia. Es inútil buscar en toda la historia precedente del género una construcción tan elaborada y tan profética, tanto desde la consideración del propio bloque sintagmático como por su relación paradigmática con la arquitectura armónica del conjunto: la unidad narrativo-musical ha dejado de ser el aria para convertirse en la escena. Una escena armónicamente abierta (toda vez que no se regresa a la tonalidad del comienzo) y que, a su vez, está concebida en función de una estructura más amplia que abarca la integridad de la composición: pensemos que todo el final del segundo acto, que abarca casi la mitad de su duración total, está construída en un bloque único, con una grado de continuidad casi absoluto, según un patrón que se repetirá, aumentado, en el tercero. Esa palabra, composición, es la clave que define el lugar exacto en el que Mozart inscribe su ideal de la opera seria:  Idomeneo es una verdadera composición, un dramma per musica que manifiesta una concepción unitaria a una escala como no había existido desde Monteverdi, aunque ese pensamiento no sea tan radical como para fundar un nuevo modelo.

Naturalmente, hay una justificación argumental para el largo recitativo de Ilia (ponernos al corriente de lo acaecido antes de levantarse el telón), pero eso no disminuye el interés musical de lo escrito por Mozart, su fuerza dramática, su plasticidad: más bien lo aumenta, puesto que ese dilatado segmento ya poseía una razón de ser estrictamente argumental que haría superfluo el trabajo de revestirlo de tan rica paleta motívica, armónica, expresiva y orquestal (aunque esta última en un registro más limitado). Esa plenitud, esa exuberancia músicodramática que enlaza obertura, acompaggnatode entrada, aria y accompagnato de salida está reclamando un modelo operístico aún inexistente, pero que se manifestará y ampliará en la obra mozartiana a lo largo de la década sucesiva. Por lo demás, no debe ignorarse el hecho de que dos de los tres actos de Idomeneo comienzan con una escena de Ilia en situaciones emotivas opuestas (y en el otro, la primera aria que se escucha está confiada a ella) casi como un resumen de la globalidad de la peripecia: por éso resuta tan fructífero detenerse en el modo en que Mozart presenta al personaje.

Y es en este punto donde es forzoso referirse a la concepción sinfónica de la ópera. Re mayor es la tonalidad principal, en la que comienza y termina la obra, y su modalidad menor concluye el acto intermedio con el coro Corriamo, fuggiamo, pero ése es el mismo tono del aria Tutte nel cor vi sento, el aria de furor de Elettra. Tempestad y bonanza son dos manifestaciones de una misma entidad, el Mar, cuya agitación o placidez es imagen de las emociones humanas, y de ahí que Idomeneo utilice ese símil, Fuor del mar, ho un mar in seno para su gran aria del acto del Acto II, inequívocamente también en Re mayor. Poseidon airado, Poseidon aplacado, a través de las dos modalidades de una fundamental única.

Fa mayor, tono relativo de Re menor, está ligado a Idamante (en Il padre adorato), que se expresa también en Si bemol mayor (en Non ho colpa), tono relativo del citado Sol menor de Ilia que ha precedido a su propio soliloquio. El planteamiento amoroso triangular aparece así nítidamente expresado merced a la interrelación de las tres tonalidades, toda vez que Fa mayor es la dominante de Si bemol, cerrando con ello el correspondiente campo armónico: el mismo Si bemol de la última aria de Idomeneo, Torna la pace al core, en la que sella los esponsales de la joven pareja. Finalmente, Do mayor es el tono del oráculo, el de la invocación del Sacerdote y el de la voz olímpica, y de ahí que el aria de presentación de Idomeneo en el acto primero, Vedromi intorno, esté en el mismo tono: porque se trata de la tonalidad que expresa la promesa hecha al dios, y de cuyo necesario cumplimiento tan pesaroso se encuentra el protagonista. La transgresión de esa promesa corresponde al modo menor: Do menor es el tono de Pietà, numi, pietà, el coro de la tempestad del acto I, pero también el de D’Oreste, d’Ajace, la última aria de Elettra, personaje asociado simbólicamente a la furia del mar, así como el del citado coro O voto tremendo que expresa el terror del pueblo al conocer la promesa de Idomeneo. La estructura sinfónica y la organización simbólica son aspectos inseparables de una realidad única.

Concluyamos. Tonalidad episódica, Mi mayor informa dos momentos cuya relación resulta significativa, toda vez que son los únicos episodios conectados con la tradición pastoril: el coro Placido il mar (que es, además, una siciliana) y el aria de Ilia Zefiretti lusinghieri citada más arriba. Y en cuanto a la subdominante de ese tono, La mayor, tiene una aparición única en la partitura, el dúo de Ilia e Idamante S’io non moro a questi accenti, del acto III. Tan restringida presencia haría pensar que no vale la pena dedicar espacio a comentarla, prolongando una nota de extensión ya demasiado crecida: pero resulta emocionante reflexionar que ese La mayor, que es la dominante del tono principal de la integridad de la obra, con sus tres alteraciones (tres sostenidos), junto a  Mi bemol (tres bemoles: el tono de Die Zauberflöte, pero también el del admirable cuarteto del acto III de Idomeneo, donde los cuatro personajes principales expresan sus sentimientos opuestos) son las tonalidades que Mozart empleará como significantes masónicos (es interesante recordar que la primera obra instrumental que compone tras su propia iniciación en diciembre de 1784 es un cuarteto precisamente en La mayor, el KV 464): pero en Così fan tutte, escrita por cierto, simultáneamente con el quinteto con clarinete, Mozart utiliza esa tonalidad para poner de manifiesto que la verdadera pareja (la de Ferrando y Fiordiligi) es la que se forma en el curso de la acción, y que ambos personajes (que son los únicos a los que se les adjudica, y sólo en tres instantes concretos: a ella en su melodía de presentación en el dúo con su hermana O guarda sorella; a él en el aria más emotiva y arrobada de toda la obra, Un aura amorosa, y a ambos en su encuentro final en el voluptuoso dúo Fra gli amplessi) viven a través suyo la verdad de su deseo, al que la convención social (y, sobre todo, la incalificable estupidez varonil) impedirá fructificar: Mozart es un ilustrado y, como sucederá en el final de Le nozze di Figaro, el amor físico ocupa en su pensamiento un papel central e irremplazable en la reivindicación de la felicidad terrena. La obras reseñadas, de las que el citado dúo entre Ilia e Idamante sirve de visionario epítome, constituyen una verdadera proclama de semejante ideario, del que Idomeneo es la primera materialización escénica. Y no es ésa la menos destacable de sus grandezas.

José Luis Téllez