Forever Jeffrey

A un tiempo melodrama gótico y thriller psicológico, The lost moment (1947), único film dirigido por el actor Martin Gabel, es una inquietante indagación sobre el sentido narrativo del flashback:  los créditos se insertan en un plano secuencia que describe un abigarrado interior decimonónico partiendo de un escritorio sobre el que hay una carpeta cerrada, plano que al comenzar el relato propiamente dicho se prolonga sobre los estantes de una biblioteca en uno de los cuales falta un libro, cerrándose luego sobre la imagen de una miniatura, el retrato de Jeffrey Ashton, el autor de las cartas de amor nunca editadas que hubiera debido contener ese volumen ausente. Al tiempo, una voz en off enuncia la síntesis poética del film: the glory of the world is its gathered beauty, its tragedy, the beauty that has been lost, palabras que corresponden al protagonista y narrador, Lewis Venable (Robert Cummings), a quien no vemos: cabe pues entender ese opaco plano inicial (y el inmediatamente posterior) como subjetivos del personaje.  El sucesivo desarrollo del relato (que se inicia tras abrirse el libro de los poemas de Ashton, como si de su contenido se tratase) permite comprender que esa secuencia inicial debería regresar (o prolongarse) en un tiempo más allá del final de la cinta, cuando los diferentes elementos presentes en el plano posterior que finaliza el prólogo (el retrato, el libro, la rosa seca que alberga entre sus páginas), se hayan integrado paulatinamente en la diégesis y se regrese al tiempo inicial.

Pero ésto no sucede. La cinta implica así una narración retrospectiva cuya clausura se nos hurta: ¿en que instante temporal se inscribe la reflexión que abre el film, cuál es el momento perdido nombrado en el título? El sentido pareciera cifrarse en ese hueco que no podrá ocuparse, en ese significante ausente: pero el film no habla tanto del objeto desaparecido como de su inexistencia o, más bien, de su imposibilidad.

¿Cuál es el contenido de esas cartas? Casi al final, el protagonista, logra hacerse con el estuche que las guarda, leyéndolas a lo largo de una noche atormentada: sin embargo, ni una frase, ni un recuerdo, ni el menor comentario acerca de lo escrito en ellas. Se afirma que se trata de las cartas dirigidas por el poeta, en un pasado ya remoto, a su amante, Juliana Bordereau (Agnes Moorehead), la mujer hoy centenaria que habita un siniestro palacio veneciano junto con su sobrina Tina (Susan Hayward), pero el protagonista no pronunciará una sola palabra acerca de lo que le hemos visto leer: ¿se trata realmente de las sublimes misivas amorosas tan ansiosamente buscadas o son una simple superchería, una ficción urdida por esas dos mujeres enajenadas? De hecho, Tina se desmaya al comprender que Lewis las ha leído. Al comienzo, en su breve monólogo en off, Lewis así lo había asegurado: ¿es él mismo, también, una figura de delirio? ¿A quién o a qué pertenece realmente el punto de vista del relato?

Tina se ofrece como una mujer de doble personalidad, una de cuyas manifestaciones corresponde a la juventud de la propia Juliana Bordereau, intérprete al piano de la música que una invisible orquesta glosará en la banda sonora: diegetizada, será esa misma música el hilo que permita a Lewis descubrir el luminoso misterio que se oculta tras la enlutada y severa apariencia de la otra Tina, cuya hipotética unidad posible con aquélla jamás acabará de franquearse. A su vez, Juliana reconocerá en su última hora haber sido ella quien segó la vida de Jeffrey Ashton cuando supo que iba a abandonarla, enterrándole luego en el jardín (lo que confiere sentido retrospectivo a la observación del jardinero según la cual existe un área donde la hierba se niega a crecer): todo ello daría pié a la turbadora posibilidad de que las cartas hayan sido escritas por ella misma para realizar fantasmáticamente un amor perdido (o tal vez no vivido), del mismo modo que Tina usurpa su personaje para, a través del anillo simbólico que ella misma sustrae de la mano de su tía, vivir vicariamente la vida que jamás viviera, la realidad de un Deseo todavía ignorado que sólo alcanzará a materializar en la medida en que pueda convertirse en otra persona. De ser así, y de acuerdo con la hipótesis formulada por el Padre Rinaldo —especie de confesor familiar que encarna también una suerte de metáfora del Destino o de un doméstico deus ex machina— Tina sólo podrá liberarse del delirio en la medida en que ese deseo pretérito se haga realidad presente: el objeto perdido no es otra cosa sino un instante del tiempo (o por mejor decir: una nueva posiblidad de ese mismo instante), un destello posible del ayer que ansía encarnarse en un hoy improbable y difuso: de ahí la ambigüedad de ese final en que, junto al cadáver de Juliana, Tina y Lewis permanezcan inmovilizados en una especie de estupor ante el que la narración solamente puede inscribir la letra de un adiós, la que sirve también como título de esta nota, únicas palabras supervivientes del incendio. Las cartas, como tales, no existen fílmicamente.

The lost moment se apoya en una imaginería exasperadamente romántica: el viejo caserón, la rosa marchita, los emisarios del mundo invisible (los gatos y el pájaro perdido en la habitación de las cartas), la propia música de resonancias inequívocamente chopinianas. Pero también el espacio en que se opera la transfiguración de Tina, la sala al otro extermo del palacio, ese ala deshabitada que, mágicamente, no ha sufrido el menor deterioro, espacio mítico en que el pasado se hace presente con ilusoria lozanía. Film romántico donde los haya, The lost moment interpela el propio sentido de la linealidad narrativa clásica mostrando sus posibles ramificaciones en un tiempo fuera del tiempo o, más bien, fuera de su carácter sucesivo. La naturaleza irremediable del pasado se pone así en primer término a la vez que se refuta: Lewis y Tina jamás vivirán esa historia de amor que nunca fue vivida y que, justamente por ello, es tan desesperadamente evocada. De ahí el incendio final, la purificación de un pasado imposible simbolizado por unas cartas de las que tan sólo podrá sobrevivir la fórmula convencional de una inexorable despedida: el nombre del poeta. Para siempre.

José Luis Téllez