Tarnished Angels

La luz de la víspera es una comedia dramática escrita por José María Pemán en 1953 libremente inspirada (desde una perspectiva católica y redentorista con lieto fine añadido) en Carta de una desconocida, la memorable novela de Stefan Zweig que en 1948 Max Ophuls convirtiera en un film no menos memorable. Dos de las múltiples modificaciones introducidas por Gonzalo Torrente Ballester y José Antonio Nieves Conde en su, mucho más libre, recreación fílmica de la obra teatral[1] (y que la hacen casi irreconocible) resultan cruciales: la primera es la creación de un personaje, Federico Lanuza (Fernando Fernán Gómez), amigo y secretario del escritor Carlos Moragas (Volker von Collande), entregado no ya a la corrección estilística y gramatical de sus vacilantes párrafos, sino también al paralelo e incansable ejercicio de una áspera crítica moral sobre la temática de sus libros, tan combativamente impíos que ―y esta es la segunda y decisiva aportación de los guionistas― han sido condenados por el Vaticano, lo que redunda decisivamente en su éxito de ventas y en la celebridad mundial de su autor[2]. La crítica se muestra ferozmente adversa con la obra de Carlos Moragues: pero toda vez que la revista de que proceden tales vituperios es Indice, ligada a sectores del falangismo “izquierdista”, el espectador avisado puede establecer sus propias conclusiones.

Jose Antonio Nieves Conde

La dialéctica entre creencia y ateísmo y sus implicaciones sacramentales en el matrimonio, entendido como tránsito escatológico hacia la salvación, se instala así como el nudo central del film, desplazando la primacía de la, mucho más convencional, intriga amorosa melodramática del original pemaniano. El personaje que completa el triángulo es una hermosa mujer (Delia Garcés) que vive entregada a las obras de caridad y cuyo nombre, Margarita, remite de inmediato a la protagonista goethiana: elección onomástica que procede de Pemán, pero que en Rebeldía alcanza implicación mucho más honda. Al trasladar la tensión amorosa a un segundo término relativo, Rebeldía pone el acento sobre el conflicto teológico creado por los guionistas, invirtiendo la perspectiva de la pieza teatral, en donde la cuestión religiosa es un mero artificio narrativo que permite articular el relato como una suerte de confesión general, dramatizada por el protagonista ante una de las monjas de la clínica donde será operado a vida o muerte al día siguiente (de ahí el título de la obra).

Semejante desplazamiento argumental parece tener su origen en el hecho de que Rebeldía fuese parcialmente sufragada por la Orden de los Agustinos a través de Osa Films, la productora de Manuel Torres Larrodé[3]: de hecho, el P.Félix García aparece acreditado como asesor religioso en el genérico. El resultado es que el film, al inscribir la trama teológica en un contexto dominado por el brillo de un mediterráneo ardiente y sensual (los exteriores están rodados en la, entonces, bellísima localidad de Altea), alimenta un hiato llamativo y contradictorio (y sumamente productivo: comparemos la luminosa exaltación del comienzo con la lúgubre imagen de la clínica, teatro del segundo encuentro entre los protagonistas y con la oscuridad de la iglesia en que tomarán estado) que resalta la separación entre lo narrado y el espacio escénico en el que esa narración se desenvuelve, trasmitiendo un hálito de irrealidad que, como bien ha señalado Santos Zunzunegui[4], convierte el film casi en un Auto Sacramental.

Al afrontar un asunto que se nutre del enfrentamiento entre el bien y el mal, las simetrías y las relaciones formales cobran especial significación y Rebeldía exhibe un trabajo fílmico particularmente cuidado en tal sentido: Margarita es presentada por una cámara a la altura del ojo de los habitantes del pueblo, que la saludan respetuosamente cuando transita por la calle, auriga de un humilde carro que avanza de derecha a izquierda paralelamente a la cámara, mientras Carlos (visto inicialmente junto a Federico en el camino desde el punto de vista de Margarita) será luego mostrado en su propio territorio (un lujoso chalet en un lugar elevado desde donde se divisa el pueblo como un decorado) a partir de un movimiento de cámara en sentido contrario y desde el punto de vista de Federico, que oficia como un introductor de embajadores ante los representantes de tres diarios de la prensa internacional interesados en conocer la opinión del escritor acerca del interdicto clerical dictado sobre su obra. Margarita, figura popular, frente a Carlos, aureolado por la lejanía, la fama y la impiedad, retirado de los hombres, salvo de aquellos que, como el secretario o el cocinero, están a su servicio: el mar y la colina, el movimiento y la inmovilidad, el exterior y el interior, la altura del objetivo, el movimiento de la cámara, todo se halla al servicio de caracterizar con la máxima nitidez la función respectiva de cada personaje en el futuro drama.  

Pero estéril fuera el trabajo formal de no hallarse habitado por figuras de la adecuada consistencia. Los personajes de Rebeldía son (o mas bien creen ser) portadores o encarnaciones de ideas abstractas (Margarita, Carlos, Federico: la Caridad, la Impiedad, la Moralidad) que se enfrentan en un terreno referencial no menos abstracto, pero esa cualidad no sólo no les priva de energía enunciativa sino que, antes bien, constituye su médula y su razón de ser, y es en este registro donde el nombre de la protagonista cobra su entera dimensión: esa luz del título de la pieza pemaniana que ha desparecido en el del film, se recupera implícitamente de modo simbólico a través de las palabras finales declamadas por su figura homónima en la conclusión de la segunda parte del drama de Goethe: vergönne mir ihn zu erlehren, noch blendet ihn der neue Tag (concédeme guiarle, que aún le deslumbra el nuevo día), que constituyen el vértice atractivo de la relación que la protagonista establece (o quisiera establecer) con Carlos Moragues, al que pretende iluminar, redimiéndole de su irreligiosidad y redundando en la función simbólica que la oposición luz/tiniebla asume a todo lo largo del film y que se invertirá justamente en la conclusión de éste, poniendo en entredicho de modo radical toda la operación ideológica que le ha precedido y que le justifica y le sustancia.

Páginas del folleto publicitario de la película de Nieves Conde Rebeldía, 1953

Margarita vive (o cree vivir) para la caridad, de la que es especial beneficiario el pescador Miguel (Rafael Arcos), para el que cocina los alimentos que ella misma compra y cuya humilde barca, empeñada, rescata vendiendo a su vez el carro en el que, tirado por un caballo, se desplaza por el pueblo, carro que adquirirá (y restituirá posteriormente) el escritor, cuya conversión es el objetivo último de la mujer. El personaje es inicialmente presentado con un atuendo masculinizado (según el sentir del momento), con pantalón, zapato bajo y carente de adornos y afeites: buscando una mayor atención por parte de Carlos, transforma su adeliño al modo femenino convencional, lo que trae por resultado que la mirada (de Carlos primero y de Miguel después) la descubra como pregnante objeto de deseo a través de una planificación idéntica (plano subjetivo del hombre en panorámica ascendente hacia el rostro desde los zapatos, ahora ya de femenino tacón) que se repite tres veces y que, como ha sido amplia y pertinentemente analizado tanto por Zunzunegui como por José Luis Castro de Paz[5] procede directamente de la escena del lavatorio de pies en El, el magistral  film buñuelesco protagonizado por la misma actriz un año atrás. Deseo que es violentamente rechazado en el caso del pescador (en una escena, por cierto, de denso atrezzo metafórico de índole sexual: el hombre pela patatas con un cuchillo de incuestionable impronta fálica mientras la mujer maja con denuedo en un mortero), pero al que, finalmente, sucumbre en brazos del literato, no sin antes haberse resistido por el drástico procedimiento de arrojarse al mar desde el velero en que navega con éste y llegar a la playa a nado ante la despechada contemplación del pescador, sentado en la arena junto a su recobrada (y ociosa) barca, a la que ha puesto el nombre de Margarita, y cuya pintura ha sido, a su vez, mancillada por mano de Carlos, borrajeando sobre ella un signo indiscernible que, a su decir, es el de los vikingos, atribución que, viniendo de semejante rival, sólo cabe entender como escarnecedora.

Imagen de la película

La pérdida de la virginidad será una experiencia irreparable para Margarita que, al verse amenazada por Carlos con convertirla en protagonista de su nueva novela, negándose además a casarse con ella, se ofusca hasta un extremo tal que le dispara con el revólver que él guarda en un cajón de su escritorio. La novela en cuestión se titula Caridad y en ella, al decir de su autor, se pretende demostrar cómo el amor humano, incluída la sensualida entre sus elementos, destruye la aparente perfección cristiana: la fé no es más que un proceso imaginativo; la caridad, una sublimación del instinto sexual. La demostracción resulta convincente: Margarita alcanza a comprender, muy a su pesar, que su caridad no era sino una manifestación del narcisismo, y ya se sabe que es en ese lugar donde duelen verdaderamente las heridas. Narcisismo que, con metáfora perfectamente explícita, había sido enunciado como tal en las tres secuencias en que nos asomamos a la intimidad de su dormitorio en el momento de mudar su atuendo (contemplándose con pantalones primero, con un vestido más tarde y, finalmente, tras cambiarse de ropa después de haberse arrojado al agua), siempre reflejada en un espejo simbólicamente inequívoco en cuya superficie aparece igualmente acompañada por la imagen de su criada Marcela (Társila Criado), trasunto proyectivo del propio espectador puesto en escena en un brillante juego metalingüístico que une campo y contracampo en un plano único. Un narcisismo, por cierto, al que tampoco es ajeno el comportamiento de Carlos: su amenaza de convertir a Margarita en personaje tras haberla convertido en amante, su desafiante pregunta si yo quiero condenarme ¿quién eres tú para impedírmelo?, más que otra cosa, se dirían bravatas de niño maleducado en plena exaltación de la fase fálico-narcisista, la etapa de la sexualidad más arcaica, la del control de los esfínteres.

Pero el triunfador Carlos no guarda relación alguna con el valetudinario y pesimista doctor epónimo del drama de Goethe: el error de Margarita-Gretchen ha sido tomar por Faust a Mephistopheles. Porque ésa es la entidad real del novelista, única figura económicamente productiva del film (soy el único escritor español que gana dinero, afirmará en cierto instante con jactancia), dotado de palabra lenguaraz, exacta y brillante como la del diablo, que a un tiempo hiere y seduce, como demuestra en su conversación con el escandalizado Federico: ―¿Qué piensas hacer con ella?, pregunta, inquisitivo, éste ―Convertirla, y cuando sea como yo… ―replica aquél para indignación de su vehemente censor. Y es en este punto donde Carlos revela la profundidad de su naturaleza luciferina. Él también persigue un objetivo que trasciende la fugacidad del deseo: revelar ante los ojos de Margarita la verdadera índole de los sentimientos que ella alberga hacia su persona, la oscuridad agazapara tras su apariencia abnegada y benefactora. Lo que no impide que sus propios sentimientos no sean equivalentes a los de la mujer, como confesará sin la menor ironía al afirmar ante Federico estar enamorado de ella. Carlos es der Geist, der stets verneint, el espíritu que niega, ein Teil von jener Kraft, die stets das Böse, und stets das Gute schafft, una parte de esa fuerza que crea siempre el mal y el bien, según reza la fascinante ambigüedad goethiana, ein Teil des Teils, der Anfang alles war, ein Teil des Finsternis, die sich das Licht gebar, una parte de esa Parte que fue principio de todo, una parte de la tiniebla de la que se hizo la luz. Capacidad atestiguada en el demoledor análisis de la personalidad de Federico que corona esa misma escena: tú también estás enamorado de ella, le espeta Carlos ante su reconvención, temes que yo la engañe y no te atreves a decírselo: ¿por qué no te juegas el pan que te doy y le dices todo lo que piensas?. Tienes más miedo a la miseria que a la maldad […], eres un tipo ruin que cree en la moral y no la pone en práctica por miedo al hambre. Y es que Federico es el perfecto trasunto de otro modelo germánico: el Sixtus Beckmesser de los wagnerianos Meistersinger von Nurenberg, siempre dispuesto a señalar las deficiencias académicas de los maestros cantores con precisión maníaca, pero incapaz de crear una canción propia, incapaz de ejercer siquiera una brizna de esa seducción que Carlos ejerce con incuestionable éxito sobre los lectores y sobre las mujeres, como se comprobará cuando lo intente de modo infructoso con la propia Margarita. Su persistente crítica, su defensa a ultranza de la Iglesia y la constante reprobación a que somete la persona y la obra de Carlos no son sino la vestimenta con que disfraza su absoluta esterilidad creadora. Margarita es un ángel ―de tal modo se verá retratada, no sin sarcasmo, por Germaine (Dina Sten), la pintora francesa amante de Carlos que simboliza el amor profano frente al amor sagrado representado por Margarita― pero Carlos, en tanto que personalidad demoníaca, es igualmente angélico (es decir: igualmente infantil).

La bala quedará alojada en  un lugar de difícil acceso quirúrgico, y Carlos, que ha hecho pasar el disparo por un accidente evitando perjudicar a Margarita, parte para Hispanoamérica donde imparte ciclos de conferencias durante largos meses. Pero el terror a esa muerte agazapada en su cráneo le hace regresar a la clínica del Doctor Sánchez (Félix Dafauce) para someterse a la operación que en el pasado rechazase. Ahora, sus libros ya no se venden como antes y Caridad, la novela iniciada, nunca pasó de los primeros párrafos. Carlos se ha convertido en un cadáver en vida que rechaza el amor de Germaine y que se halla en una total postración literaria. Pero Margarita no ha corrido mejor suerte: atenazada por la conciencia de su debilidad, vive el recuerdo de su antigua pasión como un ultraje a su pureza que no admite lenitivo, habiendo tomado los hábitos religiosos (aunque no haya realizado todavía los votos perpetuos) y trabajando como enfermera, precisamente, en la misma clínica donde Carlos será operado, descrita con la gelidez y soledad propias de un panteón o un cenotafio. Como Carlos, Margarita también ha muerto, y la conclusión de la película es el relato del encuentro definitivo de estos dos cadáveres separados por una misma derrota y que, reducidos, él al silencio y a la impotencia y ella a un rencor que le imposiblita volver a amarle ―de hecho, llega a afirmar que desearía que su antiguo seductor no sobreviviese a la operación― han perdido su aureola y su vuelo, su condición angélica. Margarita debe abandonar el quirófano, trastornada al extremo de equivocarse por dos veces  en su cometido durante la operación, cuyos preparativos han sido descritos con una meticulosidad casi ceremonial que exhibe los instrumentos médicos con una frialdad hiriente que los hace aparecer casi como herramientas de tortura y que, en estrecha colaboración con la música, sugiere más bien una secuencia de cine de terror que el poder curativo propio de un acto quirúrgico al que, en definitiva, el antiguo escritor logrará sobrevivir. Finalmente, Margarita aceptará entregarse en matrimonio a Carlos, pero tan sólo en la medida en que, inducida por el capellán (Fernando Rey), cree que obrando así podra colaborar a redimirle. La boda, en una iglesia oscura y vacía y con ambos contrayentes vestidos de negro, se asemeja más bien a un rito fúnebre carente de toda alegría, prolongando el sentido de la frase con que el sacerdote puso término  a su entrevista con la mujer para convencerla de que acceda a la demanda de matrimonio formulada por Carlos: ¿Quien le ha dicho, hermana, que ha venido al mundo para ser feliz? Dejad que los muertos entierren a sus muertos, cabría añadir.

Más explícto aún, el breve epílogo nos remite al exterior del templo, del que Federico sale completamente solo para dirigirse hacia el carro y, tras acariciar la cabeza del caballo, perderse por la derecha dejando el plano momentáneamente vacío frente al paisaje deshabitado: por corte directo, la repetición de la misma imagen que iniciase el relato y que ahora lo clausura ―la bahía en todo su esplendor, en un inmenso plano general sobre el que campea la palabra Fin― nos remite circularmente a la mirada perenne e impasible de una naturaleza deslumbradora e indiferente. Diríase que Margarita y Carlos, a quienes ya no volvemos a ver, hubieran sido enterrados y que la iglesia no fuese sino el túmulo de sus restos: final abrupto y desolador, de una energía enunciativa y poética singulares que contradice con violencia toda escatología consoladora mediante la ablación lapidaria del punto de vista de los protagonistas, sustituido por el del personaje superviviente, disuelto a su vez en un ámbito cósmico que le rebasa, inabarcable y, en definitiva y pese a su magnificencia, inhumano. En este punto, la banda sonora (primer encuentro, por cierto, de Miguel Asins Arbó con la música cinematográfica[6]) regresa también sobre sí misma para pronunciar la última palabra, más allá de la palabra misma: la repetición del plano inicial corresponde con el retorno de la melancólica tonada que, inmediatamente después de los créditos, abriese el film y que, con idéntica simetría que lo hace la imagen, lo cierra ahora  (el otro motivo principal, el que abre la obertura con su característica caída inicial de cuarta descendente y su desinencia rítmica femenina, se asociará a la zozobra de Margarita ante la paulatina evidencia de su propio deseo). Esa doble reminiscencia adquiere así una función significante particular que, como sucede con el tratamiento del leitmotiv en ciertos momentos de las óperas de Wagner, equivale a la enunciación del punto de vista del autor que se inscribe en el texto desde el interior del propio texto. En este caso se trata de una especie de vals-musette en estilo francés[7]  que ha impregnado ampliamente el film desde todos los rincones sintagmáticos posibles: como música diegética emanada de un disco o de una radio (en el instante crucial en que Carlos besa a Margarita por vez primera a bordo de su barca), como evocación metafórica de esa misma mujer perdida (cuando Germaine muestra el retrato a Carlos, con el ángel que la representa en el ángulo superior) o asociada a otros momentos en los que reaparece revestida con diferentes ropajes instrumentales, desde la suntuosidad de la orquesta hasta el popular y más humilde acordeón. Pero, y toda vez que ese regreso se efectúa siempre en fa sostenido menor, la melodía, amén de establecer la directriz de la mirada que el propio film, como objeto cerrado, dirige sobre sí mismo, implica una metáfora y, con ella, una impregnación emotiva que se remite a su propio código interno: la música sobrenada y clausura la cadena significante para configurarla como resonancia de una insatisfacción y una nostalgia soterradas e inconjurables que se dirían consustanciales con esa condición angélica destinada, como la infancia, a ser dolorosa e inevitablemente vulnerada y que, más allá de la reflexión doctrinal y teológica que distribuye la geografía ideológica del texto, es la verdadera protagonista de este film enigmático y admirable.

José Luis Téllez (2000)


[1] Que se había estrenado en el Teatro Eslava de Valencia el 3 de diciembre con Amparo Rivelles y Francisco Piquer, sustituido por Ricardo Canales cuando se presentó en Madrid el 29 de enero de 1954. Como en Carta de una desconocida, la mujer se cruza por dos veces en la vida del protagonista (que no la reconoce), pero en la segunda de ellas se ha convertido en una prostituta de lujo, lo que está bien lejos de suceder en la obra de Zweig.

[2] En la comedia, el novelista exhibe un apellido germánico ―Mauricio Thör: ¿un guiño hacia la memoria del autor austriaco, con quien el propio Pemán reconoce su deuda en el exordio de su pieza (el apellido nórdico Thör está implantado en Austria al menos desde comienzos del XVIII), o un mero intento de descontextualizarla geográficamente?― que en Rebeldía se ha metamorfoseado en español lo que, aunque lógico (se trata de una coproducción hispanoalemana con el doble título de Duell der Herzens, duelo de corazones), no deja de resultar pintoresco, ya que el actor que lo encarna es, precisamente, alemán. Es llamativo que Llegada de noche, el primero de los cinco trabajos cinematográficos de Torrente Ballester (y también su primera colaboración con Nieves Conde, 1949), esté basado en un autor alemán, Hans Rothe, cuyo drama, titulado inicialmente Verwehte Spüren (Huellas borradas, un radioteatro en su versión original de 1935) fué convertido posteriormente en novela por el propio Rothe con aquél mismo título (Ankunft bei Nacht). Hans Rothe (Meissen 1984 – Berlín 1963) es famoso como traductor de Shakespeare y dirigió la Schauspielhaus de Leipzig y el Deutsche Theater de Berlín. Huyó de Alemania hacia París en 1934 y entre 1940 y 1947 residió en España, donde publicó la versión castellana de la novela (Ed. Hymsa, Barcelona, 1946), utilizada como base para el film de Nieves Conde situándola en Sevilla (el original se desarrolla en la Exposición Universal parisina de 1867, la misma para la que fue escrita Don Carlo, la ópera de Verdi). Rothe vivió después en EEUU y en Italia, regresando definitivamente a Berlín en 1954. Verwehte Spüren ya había sido llevada a la pantalla en 1938 por Veit Harlan (coguionista junto a Thea von Harbou) y con Kristina Söderbaum como protagonista: el film se estrenó en España en 1941 con el título Huellas borradas y la temporada siguiente la obra teatral de partida subió al escenario del madrileño teatro María Guerrero con ese mismo título cuatro años antes de la edición española de la novela, ya con el posterior de Llegada de noche, adoptado también en el film.

[3] Declaraciones recogidas por Francisco Llinás en José Antonio Nieves Conde: el oficio de cineasta (40ª Semana Internacional de cine de Valladolid, 1995). Sobre Manuel Torres, consúltese la pertinente entrada, escrita por J.Pérz Perucha, en José Luis Borau (dir.): Diccionario del Cine Español. Alianza Editorial, 1998.

[4] Véase Un cinedrama sentimental en José Luis Castro de Paz y Julio Pérez Perucha: Gonzalo Torrente Ballester y el cine español. Festival internacional de Cine de Orense, 2000 Pg.59-62.

[5] Véase Viridiana Invertida en Op.cit.Pg.67-71

[6] La filmografía completa de Asins Arbó (cuarenta títulos, entre los que hay obras tan memorables como Los chicos, El cochecito, Plácido o El verdugo) está recogida en Yolanda Acker y Javier Suárez-Pajares: Miguel Asins Arbó. Catálogos de compositores. Sociedad General de Autores Españoles, Madrid 1995. La colaboración con Nieves Conde comprende (además de Rebeldía) Los peces rojos, Todos somos necesarios y El inquilino. Asins Arbó firma igualmente la música de tres films de Torres Larrodé: La escalada (1965), Aventura en el viejo palacio (1967) y Huída en la frontera (1967). La última música fílmica del maestro barcelonés, para Las gallinas de Cervantes, de Alberto Castellón, fué galardonada con el Premio Especial en el Certamente de Música Cinematográfica de Berlín de 1988.

[7] Editado más tarde como pieza independiente para piano con el mismo título del film.