Schumann, el lied sinfónico
«La gente se queja a menudo de que la música es demasiado ambigua, mientras que todo el mundo comprende las palabras. Para mí sucede exactamente lo contrario: también éstas me parecen igualmente ambiguas, igualmente vagas, igualmente sujetas a equívocos respecto a la música genuina, que llena el espíritu de millares de cosas mejor que las palabras. Los pensamientos que expresa la música que yo amo no son demasiado indefinidos para expresarlos con palabras sino, por el contario, demasiado definidos para poder expresarlos de cualquier otro modo. Sólo la música puede significar lo mismo y suscitar los mismos sentimientos en una persona o en otra: unos sentimientos que, sea como fuere, no son expresados por las palabras mismas.»
F. Mendelssohn
Robert Schumann ocupa un lugar absolutamente propio en la historia de la canción de concierto en lengua alemana, un lugar que, comúnmente, se describe como intermedio entre la vertiente más visionaria de Franz Schubert y el ya casi declarado expresionismo de Hugo Wolf. Empero, para entender las implicaciones textuales de ese espacio conviene precisar ese enunciado, y hacerlo en dos sentidos. Primeramente, cumple recordar que el tratamiento de la armonía, la melodía o el ritmo pareciera ofrecerse en muchos ejemplos de Schubert como más paradójicamente experimentales y vanguardistas que en Schumann, en cuyos Lieder sería vano buscar soluciones tan insólitas como las exhibidas en Der Leiermann o en Der Doppelgänger; y en segundo lugar, reflexionar en que la más llamativa singularidad presente en éste, la aspiración a la autonomía de la música instrumental en el interior de la canción, se enraíza en un propósito de más largo alcance, de naturaleza estrictamente constructiva. Hablando estadísticamente: si en Schubert el teclado acompaña la voz, en Schumann ésta forma un todo inseparable con él, al extremo de que, en no pocos casos, la integridad de la parte cantada podría escucharse sin necesidad de efectuar retoques de escritura sino, simplemente, matizando la ejecución de un modo adecuado. Escritura pianística de terminación exquisitamente cincelada y precisa, de una nitidez que se diría como bruñida y una autosuficiencia que bien podría resistir la prueba de su ejecución independiente, como otro canto instrumental liberado de toda prosodia que prolongase esa gloriosa serie de pequeñas microformas de que el autor de las Kinderszenen fuese artífice cimero. Supremacía nuevamente puesta de manifiesto en esos majestuosos postludios que dilatan la Stimmung de las canciones como una suerte de reflexión del compositor (o tal vez del oyente) más allá de las palabras mismas; no es extraño que la fórmula melódica cadencial se produzca en la voz antes que en el piano, que necesita aún varios compases para alcanzar el reposo, cual sucede por ejemplo en Mondnacht: el teclado llega a la tónica con cuatro compases de demora, y ese hiato crea una nueva tensión que justifica formalmente los ocho compases del postludio. Postludios (y preludios: ahí está el fascinante de Zwielicht, de una languidez casi debussiana) en los que no hay que ver únicamente unas codas más o menos bellamente meditativas, sino que proclaman la independencia última de la música instrumental y su abstracción sintáctica, y que parecieran rendir tributo a las mendelssohnianas Lieder ohne Worte y a la famosa reflexión de su autor (dedicatario, por cierto de la primera versión del Dichterliebe) colocada como frontispicio de esta nota y que constituye una de las más acabadas expresiones del idealismo (del irrealismo) romántico: supremacía teórica de la música pura, ideal de una música absoluta que es uno de los puntos medulares de ese romanticismo septentrional plausiblemente anclado en un imaginario en que la gran tradición de la polifonía instrumental -la de los Pachelbel, Bruhns, Sweelink, Thunder, Reinken y Buxtehude que culmina en J.S.Bach- ocupa el sitial de honor (la tradición reclamada por Wagner en Meistersinger, no por azar la ópera de escritura más polifónica de la historia), como cuidadosamente polifónicos son los acompañamientos schumanianos: a tres voces la mayor parte del tiempo en el ejemplo precitado, cuyo bajo dialoga con el canto con efusión no inferior (otro caso aún más admirable está constituído por el referido Zwielicht, cuya polifonía, también tripartita, sustenta una inconcreción armónica maravilosmante expresiva del título). Ejemplo que, y puestos a decirlo todo, constituye también un soberbio modelo de dilatación armónica: el primer acorde de tónica -mi mayor- en posición directa no se presenta hasta el décimo compás (hasta allí, la pieza pareciera desenvolverse en lo que únicamente más tarde se revela como dominante), lo que no resulta menos llamativo que las soluciones schubertianas arriba señaladas, pero que aborda el problema armónico desde una perspectiva por entero diferente, menos expresionista y más francamente arquitectónica. No es tampoco un azar que el Lied, como género mixto músico-poemático (dialéctica que es otra de las claves románticas por excelencia) nazca precisamente en Austria, y precisamente con Schubert, su autor romántico más significativo, por augural: de ahí el intento de Schumann de recuperar la nueva forma desde unas coordenadas de lenguaje esencialmente germánicas -nórdicas- en lo que en tal palabra se contiene de reivindicación del contrapunto y, con él, de una música instrumental exenta y ubicua.
Por ello, lo que salta de inmediato a primer término cuando examinamos sus Lieder no es tanto su tendencia a agruparse en ciclos o colecciones, sino la naturaleza profundamente orgánica de ellas a través de una multiplicidad de relaciones textuales, propósito a cuya logro se orientan todos los vectores compositivos y que se percibe con la más plena nitidez: si para Schubert la armonía es, ante todo, una posibilidad metafórica explotada con deslumbrante imaginación, en Schumann implica una voluntad formal del mayor alcance, constituyendo un factor estructural al que se confía buena parte de la unidad del conjunto. La consecuencia de estas premisas es que, sin desdeñar el enunciado inicialmente expuesto, éste debe completarse señalando que la deuda liederística del autor de Myrten se establece mucho más con el Beethoven de An die Ferne geliebte -el primer ciclo de la historia articulado como una unidad formal deliberada- que con el Schubert del Winterreise, cuya robustez estructural dimana, ante todo, de su unidad argumental y su incuestionable élan poético. Por lo demás, esa voluntad totalizadora es una constante en los grandes textos schumanianos, desde el Concierto para piano, derivado en su totalidad de la melodía inicial (cuyo ámbito característico de tercera menor, el motivo de Clara C-A-A, Do-La-La y sus transposiciones y transformaciones, está presente de manera obsesiva tanto en los ya citados Liederkreis como en el Dichterliebe), al Concierto para violonchelo o la Konzertstück para cuatro trompas, pasando por la Sinfonia en Re menor, obras que, sobre sus obvias interrelaciones temáticas (que en el Dichterliebe se materializan, por ejemplo, en la recurrencia de figuras rítmicas comunes o en el modo singularmente conmovedor en que la coda del último Lied, coda igualmente de todo el ciclo, alude al Num.12, Am leuchtenden Sommermorgen, con una emotividad en la que hay tanta melancólica ironía como desesperanzada liberación), aparecen diseñadas para interpretarse en continuidad y sin cesuras intermedias. De un modo diferente -una canción, por su propia índole, viene obligada a sustentar una cierta forma de independencia, aunque justo es reconocer en su alabanza que Schumann se atreve casi a franquear este límite, como en esa audacísima idea de no acabar el primero de los Dichterliebe dejándolo suspendido sobre una acorde de séptima de dominante para forzar su enlace con el segundo- la idea preside también la concepción de sus grandes ciclos vocales.
Abramos un paréntesis para recordar como éstos brotan en una suerte de proceso eruptivo que abarca el año 1840, el de su matrimonio con Clara, obvia dedicataria y presencia que recorre, de un modo u otro, las 138 piezas para canto y piano, casi la mitad de la obra liederística de toda su vida, que de manera compulsiva e incesante produce entre febrero y octubre agrupándolas en quince series entre las que se hallan sus mas grandes ciclos (es decir: algunos de los más grandes de toda la historia) escritos sin pausas, titubeos ni debilidades en la inspiración, en una oleada fulgurante y arrebatada: los dos Liederkreis, Myrten, Dichterliebe, Frauen- Liebe und Leben. Durante los diez años que han precedido a este súbito estallido no ha escrito sino música para piano: y es como si, repentinamente, el teclado experimentase la urgencia de un denotatum que, pese a todo, la música misma no puede ofrecerle, rebuscando en la poesía, de la que Schumann es copioso y sapiente lector, el vértice significante necesario para articular un sentido más preciso -es decir: escorado hacia otras ambigüedades semánticas y connotativas diferentes- a un itinerario estético que, en ese instante en que el Deseo casi alcanza un Objeto que, pese a todo, aún se demora desesperada y deliciosamente, aparece ahora como excesivamente abstracto y especulativo.
Surge así una nueva síntesis palabra-música en que la aspiración esencial no es representar las imágenes poéticas ni (mucho menos) escarbar en las posibilidades fonéticas o rítmicas del lenguaje, sino abismarse en el fondo textual para rescatar una solución en que ese mismo texto aparezca, casi, como ensimismado o ausente o, si se prefiere, subordinado a la autonomía de la música que afirma encarnarlo. Todos los poemas de Heine y de Eichendorff seleccionados y reordenados por Schumann son estróficos, disposición que el músico respeta -y nunca de modo literal- en menos de la mitad de los casos (por ejemplo, en los dos primeros números del Dichterliebe, irremediablemente ligados por la suspensión armónica citada, y cuya distancia interválica, Fa sotenido menor/la mayor recrea desde la dimensión vertical del discurso la tercera menor del referido motivo femenino) recurriendo, no ya a utilizar una melodía nueva (como en esa especie de escena teatral en miniatura que es la subyugante Waldesgespräch, teatro épico, narrado al tiempo que dialogado) o una derivación parcial de la inicialmente expuesta (como en Wehmuth: un modelo repetidamente imitado por Brahms), sino repitiendo palabras o versos hasta generar verdaderas unidades poéticas distintas de las originales cuya forma dimana, en exclusiva, de la propia dinámica melódica (el caso de Ich grolle nicht es famoso y paradigmático).
El resultado aparenta una fluidez y una libertad que enmascaran la considerable trabazón estructural que, con pequeñas diferencias, corre pareja en ambos ciclos, derivada del propósito de resaltar, por medios puramente musicales, la unidad interna (unidad poética, unidad no narrativa) del relato. Tanto Liederkreis como Dichterliebe recrean un mismo itinerario amoroso, idéntico movimiento centrípeto primero, centrífugo después (bien que con conclusiones en apariencia opuestas) que, arrancando con el primer chispazo del deseo, se sumerge en la lejanía primero, en la desesperación y el abandono más tarde, para reconquistar finalmente una nueva exaltación fantasmática (Liederkreis) o una forma de resignación sarcástica (Dichterliebe). En el primer caso, el movimiento es concéntrico, de fa sostenido menor a fa sostenido mayor, del extrañamiento de la propia tierra natal (es kennt mich dort nicht keiner mehr, allí ya nadie me conoce, dice el cuarto verso) al regreso y a la proximidad de una posesión ilusoria (Sie ist deine, sie ist dein, ella es tuya, afirma la última línea, bien que tan rotundo aserto proceda de fuentes tan inverificables como el canto de los ruiseñores, el murmullo de los bosques o la palabra de las estrellas), aunque no por ello menos jubilosamente presentida, atravesando idénticos espacios de desasosigo, abandono y soledad.
El esquema, en Dichterliebe no es más complejo, pero sí más claramente escandido en cuatro etapas: el nacimiento del amor, correlativo de la primavera, abarca los cuatro primeros números, articulados según un desplazamiento armónico ya anunciado en Im wunderschöne Monat mai, modulante a los tonos de la mayor, re mayor y sol mayor que anticipan las tónicas respectivas de las tres canciones siguientes, la última de las cuales vuelve a recordar el intervalo de tercera, mayor ahora correlativamente con el primer contacto amoroso: acorde de fa mayor sobre la palabra Mund, la boca besada, morosa frase cadencial sobre el tono de la mayor deleitablemente expandida sobre las palabras ich liebe dich (te amo), inscribiendo nuevamente el recuerdo de la amada justamente en los dos vértices musicales, argumentales y emotivos (y casi icónicos) de la pieza. Los dos números sucesivos se entregan a evocar esa presencia en la lejanía, y con ellos regresamos a las tonalidades menores (si/mi) antes de alcanzar, tras un nuevo salto de tercera (mayor y ascendente) la máxima separación en las cinco canciones sucesivas, comenzando con ese ich grolle nicht ya citado que tanta tinta ha hecho correr (y que ha sustanciado una arrebatadora secuencia de la última obra de Carl Theodor Dreyer, Gertrud, quizá el más bello film de toda la historia del cine). El tono rotundo de do mayor aparece ahora como una forma de ese modo menor en segundo grado a que tan pertinentemente se ha referido Brigitte Massin con respecto a Schubert (es el mismo caso de ein Jüngling liebt ein’ Mädchen en su desesperado Mi bemol), desbordando ya toda la energía torrencial de la precedente evocación del Gran Río, del Vater Rhein y sus robustos ritmos de puntillos en que naufraga el reflejo de la catedral inmensa, testigo del perjurio. La sucesión de evocaciones desesperadas adquiere a partir de ahí el espesor de la pesadilla, recomenzando con otro salto de tercera descendente hacia el tono de la, nuevamente menor para, pasando por un vals paralelo del ya citado en Waldesgespräch, vals también particularmente afantasmado (y que, por cierto, no revela su tonalidad definitiva de re mayor casi hasta el último compás), abocar a dos visiones oníricas. La primera, la imagen de la amada muerta, es una visión de pesadilla cuya elocuencia se cifra en sus silencios: silencios alternos del teclado y de la voz, suspensión del sentido que nos arrastra a la tonalidad más remota de toda la obra, mi bemol menor, suerte de emisario de un universo inaprensible y espectral (la canción tiene su correlato en la escalofriante auf einer Burg en que la visión del guerrero petrificado, suerte de coral polifónico, arranca también con inquietante inconcreción tonal), sirviendo la segunda como charnela (enarmónicamente: mi bemol de re sostenido, y de ahí, por un nevo movimiento de tercera, al si mayor de allnächtig im Träume, donde la amada le ofrece una rama de ciprés funeral antes de que el despertar disuelva el sentido de sus palabras) para alcanzar esa conclusión a un tiempo desesperanzada y liberadora en que los recuerdos se sumergen en el fondo de la Heilige Strome, la Sagrada Corriente de la vida, de la realidad y de la memoria. Y no es la grandeza de esta conclusión (en ese inesperado y profético Re bemol, enarmónico mayor del Do sostenido menor fundamental de la pieza, huída hacia un nuevo horizonte que se abre a una quinta del comienzo, como aspirando a girar la cabeza alejándose definitivamente sin volver la vista), no es su dimensión y su amplitud sonora casi orquestal lo que nos sitúa ante el incuestionable sinfonismo de su concepción, sino la coherencia unitaria de su articulación interna en que cada parte es a un tiempo autosuficiente pero también cifra y resumen de las demás y de la totalidad del texto en su conjunto, provocando la maravillada conciencia de hallarnos ante una genuina sinfonía de canciones, tal y como Mahler escribiese como título para su última obra. Más aforístico, más esencial (pero poseído de un aliento formal de equivalente envergadura), Schumann plantea el problema en el registro expresivo más intimista, el de la miniatura, la voz y el piano, la música de salón más simple y aparentemente convencional: pero es únicamente para descubrirnos –Perlentränentröpfchen, como en el soñar de cada noche- que todo el universo cabe también en la dimensión de una lágrima.
José Luis Téllez