Principio y fin

Munich siempre fue especialmente wagneriana: cinco de las trece óperas del autor de Rienzi se estrenaron allí y la capital bávara es el único lugar donde puede encontrarse un monumento a las Tres Nornas erigido antes de la Gran Guerra. La fuente a ellas dedicada (La Nornenbrunnen) se yergue desde 1965 en la Maximilianplatz, si bien originalmente estuvo en la Stachus, la Karlplatz. Diseñada en 1907 por Huber Netzer (autor, igualmente, del monumento a Siegfried de Duisburg) supone un metafórico homenaje a estas misteriosas divinidades que interpelan al viandante acerca del enigma del tiempo. De un gran cáliz casi plano mana el agua que cae a tres pequeños estanques inferiores de forma igualmente circular: las efigies de las deidades flanquean y sostienen el vaso superior. El trazo de las figuras evoca el Jugendstil, pero anuncia ya el neoclasicismo de los años treinta: Netzer fue el maestro de Arno Brecker y su impronta se anticipa en el hieratismo monumental de las imágenes.

Las Nornas son el equivalente nórdico de las Moiras griegas y las Parcas latinas pero, a diferencia de ellas, no se asocian tanto a las efemérides concretas de la vida como al misterio de su temporalidad. Urd (El Pasado), Verdandel (El Presente) y Skuld (El Porvenir) son más genéricas y abstractas que Cloto, Láquesis y Átropo y resulta significativo que aquellos nombres protogermánicos estén emparentados con el alemán werden  y el should inglés, que implican justamente la idea del devenir (Ur, por su parte, es el prefijo que señala la forma primordial de algo: Urfassug, versión original). Que Wagner inicie con ellas la última jornada del Ring des Nibelungen constituye, no ya un obvio recurso narrativo para informar al espectador del acontecer de las precedentes sino, y sobre todo, una reflexión acerca del sentido cíclico de la peripecia: tanto Das Rheingold como Götterdämmerung finalizan en un Re bemol mayor que, en uno y en otro caso, asume significaciones diametrales. Por lo demás, el tono de Mi bemol marca el inicio de ambas óperas, bien que sea en modalidades enfrentadas.

La escena de las Nornas es uno de los puntos culminantes de toda la Tetralogia. La escena constituye un pórtico henchido de la más desolada melancolía que se articula a través de una muchedumbre de temas ya escuchados: no contiene tanto augurios como adioses, y las Nornas no pueden hacer otra cosa sino deplorar el pretérito. Iniciada con la repetición de los enérgicos acordes que en la jornada anterior habían señalado el despertar de Brünhilde, a la altura del décimo octavo compás la partitura regresa sobre un tema que había aparecido en el segundo acto de Die Walküre: una brevísima e inquietante célula presentada por las tubas que, partiendo de la tónica inicial de la escena (Mi bemol menor), y cuando aguardamos oír la dominante de dicho tono, desemboca en un inesperado acorde de séptima de dominante que no se resuelve. No se trata de una figura melódica, sino de un bloque puramente armónico: su sentido, musicalmente hablando, se cifra en su carácter irresuelto, en su inquietante ambigüedad. La nueva tonalidad sugerida (Sol) queda en suspenso, abriendo una interrogación que se reiterará al menos en una docena de ocasiones: la figura volverá a reiterarse, formando ahora parte del tema con el que Brünhilde había anunciado a Siegmund su viaje al Walhalla. A lo largo de la escena y con instrumentaciones cambiantes, pero siempre con una tímbrica oscura, su inesquivable retorno genera una emoción cuya inquietud se basa en su carencia de resolución: es una emoción pura y estrictamente musical consecuencia de las reglas del código (la tonalidad) y que es independiente de cualquier asociación conceptual. Se sugieren diversos tonos que nunca se materializan: Do, Re, Do sostenido, La bemol, Fa, Si, Re sostenido… Éste último se anuncia en dos ocasiones, y resulta significativo, no ya por la reiteración, sino por tratarse del tono enarmónico de Mi bemol, el inicial de la obra, pero también de Das Rheingold, asociado por tanto al Gran Rio y, por ende, a la Naturaleza. Se trata de emociones puramente abstractas, pero su obstinada insistencia y su situación estratégica como final de los diferentes episodios rememorativos provoca el espejismo de un significado conceptual: es sabido que los wagnerianos lo denomina Motivo del Destino (Schicksalsmotiv), pero esa idea destruye, más que construye, la profunda inquietud que provoca: se trata de un enigma que, como el propio del Tiempo, es, en sí mismo, irresoluble. Nunca se habrá logrado materializar una significación más honda con medios más restringidos. Significación musical, se entiende.   

Das Rheingold y Die Walküre se habían estrenado en Munich por orden directa de Ludwig II. Tristan und Isolde y Die Meistersinger von Nürnberg también habían subido a escena allí por primera vez: el primer lugar en que pudieron verse Siegfried y Götterdämmerung desgajadas de la Tetralogía tras de su estreno en Bayreuth en 1876 fue, igualmente, la capital de Baviera dos años más tarde. El círculo se cerraba: Die Feen celebraría su première en la misma ciudad en 1888, cinco años después del fallecimiento del compositor (que nunca llegó a verla representada), pero que había regalado el autógrafo al inolvidable Märchenkönig, muerto a su vez dos años y cuatro meses después que Wagner. El misterio del tiempo regresaba sobre sí, y la primera contribución escénica wagneriana abrochaba a orillas del Isar la definitiva clausura del itinerario operístico más trascendente de toda la historia.

José Luis Téllez (febrero 2022)

Intérpretes: Daniela Denschlag, Pilar Vázquez y Eugenia Bethencourt. Director: Zubin Mehta. Orquestra de la Comunitat Valenciana