Personalidad

Desde la primera ojeada es reconocible una pintura de Picasso, de Fra Angelico, de Piero della Francesca, de Esteban Vicente. La torturada deformación del espacio, la luminosidad de los rostros, la estatuaria monumentalidad de las figuras o la evanescente armonía entre color y forma son cualidades que, en cada caso, manifiestan la personalidad particular del correspondiente artista. No es preciso entrar en detalles técnicos: en cualquiera de ellos hay una cualidad inconfundible que los identifica de un simple golpe de vista y los distingue frente a cualquier otro.

Esteban Vicente. Untitled nº 8. 1997. Óleo sobre lienzo. 106,5 x 132,5 cm

¿En que medida existe un parangón posible con la música? Al tratarse de un arte del tiempo no cabe establecer correspondencias con la naturaleza inmediata y totalizadora de la mirada, pero no cabe duda de que algunos compositores han sido capaces (al menos en una parte significativa de su obra) de interpelar el oído casi con la misma celeridad que si de pintura se tratase: basta escuchar dos compases de Chopin para determinar sin la menor vacilación la autoría de la pieza. Otro tanto cabe decir de Mendelssohn: el arranque de Fingalshöhle o del Trio en Re menor trasmiten ya una personalidad absolutamente arrolladora, la del romanticismo clasicista en su vértice más señero. En un registro diferente, hay una cualidad similar en Chaikovsky: cualquiera de sus melodías es inconfundible y característica. Es muy común acusar de facilidad al autor de Eugene Oniegin: pero la realidad es que no está al alcance de cualquiera conseguir que, en el momento en que se escucha alguna de tales melodías por primera vez, resulte ya imposible olvidarla o confundirla con cualquier otra, y de muy pocos compositores puede afirmarse cosa parecida.

En sus conversaciones con Claude Rostand, Daruis Milhaud hablaba de Berlioz en los siguientes términos: son orchestration est d’une personalité telle qu’on reconnaît l’auteur à deux seules mesures. Y líneas más abajo ponderaba la asombrosa originalidad de determinado pasaje del Requiem en el que se escuchan los trombones en el grave y las flautas en el agudo (¡y nada en medio!) describiéndolo como une des trouvailles les plus saissantes de l’oeuvre.

Berlioz dirigiendo según Anton Elfinge

La idea de identificar a un compositor por su forma de instrumentar es realmente inesperada, pero el autor de La création du monde acertaba de pleno: la realidad es que Berlioz, lo mismo que Mendelssohn, es el otro incuestionable creador de la orquesta moderna, y en su forma de pensarla como una dialéctica entre masas y colores instrumentales diferenciados hay una originalidad que carece de parangón con nada de lo que, previamente, se hubiera hecho en la música francesa, del mismo modo que el inicio de la obertura del mendelssohniano Sommersnachtstraum carece de precedentes en la alemana. El alígero pianissimo de la masa de violines en divisa se enfrenta con el bloque introductorio de las maderas (¡que se ha formado por acumulación!) separando campos armónicos y tímbricos que asumen funciones enunciativas claramente diferenciadas: la tradicional duplicación propia de lo sinfónico se ha difractado de un modo irreversible. No estamos ante una música compuesta y posteriormente instrumentada: es algo pensado directamente para la orquesta, que se diría concebida como un organismo propio con registros diferenciados y complementarios. 

En lo que concierne a Berlioz, y sin desdeñar el pertinente ejemplo señalado por Milhaud, la novedad en la concepción orquestal puede señalarse ya en esa obra augural que es la Symphonie Fantastique. El movimiento central (Scène aux champs) se inicia con una breve frase del corno inglés respondida por un oboe fuera de escena sobre una base de silencio y se cierra con el retorno de esa misma idea temática que, ahora, es respondida por cuatro timbales que mantienen un acorde que cabría entender como una inversión de Fa menor con un Si bemol añadido (la tonalidad del movimiento es Fa mayor). La idea es de una originalidad sin parangón ni equivalentes: emplear los timbales con una función armónica contrastante (la idea aparecerá, mucho más elaborada, en el Requiem), pero con la particularidad de que ese Si bemol se halla en el bajo junto al La bemol y el Do formando una suerte de cluster en el extremo grave para mejor oscurecer la tonalidad. Puede hablarse del diálogo de los caramillos de dos pastores y de la representación final de una tormenta lejana (como en Mendelssohn podría hablarse del ingrávido movimiento de los elfos), pero esas ideas no pasan de ser vergonzantes justificaciones argumentales para hechos acústicos autosuficientes que, musicalmente, están abriendo caminos nuevos en la historia de la orquesta. En todo caso, la autonomía de los colores orquestales (en el primer caso) y la valoración del silencio como elemento temático en el segundo son hallazgos que han transformado para siempre la idea misma de lo que entendemos por música.

Tres breves y una larga: el grupo formado por tres corcheas en anacrusa (sin tresillo) y una negra en parte fuerte aparece con función temática en media docena de sinfonías de Haydn (cantidad que aumenta hasta 18 si consideramos también el tresillo y sus derivaciones), pero al pensar en esa célula lo que de inmediato viene a la memoria es el arranque de la Quinta beethoveniana. La enérgica obstinación con que ese motivo recorre la integridad de obra es de tal naturaleza que no sólo ha llevado el monotematismo a sus últimos límites: es que también se ha adueñado de sus propios precedentes. Cuestión de personalidad.

José Luis Téllez (noviembre 2020)