Pequeñeces (Juan de Orduña, 1950)

En la fiesta de su triunfo escolar, Paquito, el hijo de Currita, Duquesa de Albornoz, es olvidado por su madre: su condiscípulo Alfonsito presencia junto a la suya la decepción de su amigo. Curra, por su parte, intriga para lograr el título de camarera de la esposa del rey Amadeo de Saboya, desdeñándolo una vez obtenido. En represalia, el Ministro de la Gobernación ordena registrar su palacio, hallando cartas comprometedoras que dá a la prensa: Juan, amante de Currita y secretario de su esposo, desafía al publicista, quien le hiere de muerte. La aristocracia isabelina salda el lance con un baile de desagravio a Curra. Voces de fronda hacen huir a la nobleza camino de París: allí, Curra encuentra nuevo amante en su primo Jacobo, padre de Alfonsito y embajador en Constantinopla, de donde regresa portando documentos confiados por una sociedad secreta que revelan una conjura contra Don Amadeo: retenido por la pasión, viola el secreto de los informes, extorsionando con su contenido al Marqués de Butrón. De regreso a Madrid tras la Restauración, intenta reconciliarse con su esposa Elvira, lo que no logra, al comprender ésta que solamente ansía su fortuna: Paquito, al sorprender el adulterio de su madre, escribe al colegio solicitando regresar al internado. Jacobo, entretanto, emprende una nueva relación con la casquivana Monique, ocultándose en su casa de la persecución de un asesino a sueldo de la misteriosa secta. Finalmente, busca el encuentro con Curra aprovechando un baile de disfraces, pero muere apuñalado junto a la mujer que, en su huida, pierde una valiosa estola. Al conocerse el nuevo escándalo, la sociedad abandona a Curra que, en el culmen de su orgullo, convoca un banquete multitudinario al que nadie asiste. Despechada, arroja al fuego las notas de disculpa, sin advertir que entre ellas hay una carta de Paquito. Este, ya en el colegio y creyendo que han injuriado a su madre, lucha con Alfonsito, que cae al mar: al ver que no sabe nadar, se echa al agua tratando de salvarle, ahogándose ambos. Curra y Elvira se encuentran ante el doble catafalco: en un último gesto de perdón, ésta ofrece agua bendita a aquélla.

Décimonoveno largometraje sonoro de Juan de Orduña, Pequeñeces marca el cénit del, así llamado, “segundo periodo” de la productora Cifesa (1947-1951). El crédito obtenido por el cineasta tras el triunfo de Locura de amor le permitió imponer reparto y tema, eligiendo la novela del jesuíta Luis Coloma, hacia cuya obra sentía una deuda de gratitud, ya que la adaptación cinematográfica de su novela Boy realizada por Benito Perojo en 1925, que protagonizó durante su etapa de actor, le había deparado su primer triunfo. La película se centra en el conflicto deseo/ soberbia/ transgresión, reduciendo al mínimo el aspecto moral de la novela, suprimiendo una inverosímil algarada popular antiamadeísta y silenciando el carácter masónico de la sociedad secreta.

Pequeñeces supuso una de las máximas inversiones fílmicas de la época, casi siete millones de pesetas (Fanés, 1982), de las que más de cuatrocientas mil fueron para los 19 vestidos (de Pedro Rodríguez) de la protagonista, que ocultaban enaguas de legítima seda natural. Más allá de su valor propagandístico, tales cifras evidencian la excepcionalidad de un empeño al que la inmensidad de los decorados (que, amén de fastuosos interiores palaciegos, reproducían varias calles del Madrid de los Austrias) y un considerable grupo de primeros actores y acreditadísimos secundarios conviertieron en un objeto de insólita envergadura industrial. Empero, el éxito no permitió mucho más que recuperar costes, en parte, por la magnitud de la operación comercial (se tiraron cuarente copias para posiblitar el estreno casi simultáneo en toda España) y pese a la ferviente acogida popular (107 días en local de estreno en Madrid).

Aurora Bautista y Jorge Mistral

La elección de la historia y la búsqueda de apoyo jesuítico por parte de Orduña (que leyó el guión ante un tribunal de la orden formado ex-profeso en Bilbao) fue una hábil maniobra destinada a hacer asumible por la censura un argumento cuya protagonista es doblemente adúltera (lo que no deja de resultar lógico, habida cuenta de la catadura beocia e hipocondríaca de su cónyuge) y en el que el duro retrato, no ya de los protagonistas, sino de todo su grupo social, ganoso de un golpe militar que les devuelva sus privilegios, no deja de ofrecer similitudes con el de las clases que apoyaron la insurrección franquista. Sumamente acortadas con respecto al original literario, las conminatorias intervenciones eclesiásticas, aún conservando un inevitable moralismo, se inscriben en la estrategia narrativa según una función distinta, característica de la articulación melodramática: encarnar la Voz del Destino, haciéndose presente en aquellos instantes en que el relato experimenta inflexiones de largo alcance -cual sucede con el retorno al internado de Paquito- o glosando aspectos metalingüísticos del acontecer. Tal es el sentido de las últimas palabras del Padre Cifuentes, previas a la reconciliación de ambas mujeres ante los féretros: Dios sabe poner punto a las cosas mejor que los hombres que, con independencia de las opiniones del personaje, constituye una reivindicación de la suprema autoría fílmica asumida por el realizador (y coguionista), cuyo empeño por cincelar el rotundo carácter de su protagonista se enuncia así en el límite mismo que inscribirá su perfil definitivo. Currita de Albornoz, como ya lo fuera la reina Doña Juana (y lo serán en la futura obra de Orduña, y siempre en la encarnación insuperable de Aurora Bautista, Agustina Saragossa y Teresa de Cepeda, esta última a lo divino) vuelve a simbolizar esa mujer deseante, característica del cineasta madrileño, que contradice el concepto de feminidad inherente a la convención sexual de la época, la vehemencia de cuya demanda la empuja hacia una frustración trágica o hacia una sublimación delirante. O hacia ambas cosas: la conclusión del film nos muestra un primerísimo plano de la mujer, cuyo rostro se anega en la palabra de ultratumba del hijo muerto antes de disolverse en un inabarcable paisaje crepuscular. Final necrofílico antes que religioso: pero también reivindicación última de Orduña sobre la aspiración irrenunciablemente poética de su texto.

Obra maestra incuestionable y melodrama ejemplar, Pequeñeces ofrece una excepcional trabazón metafórica que se inscribe en ámbitos simultáneos y complementarios. De una parte, en la infraestructura de la representación, a través de la grandilocuencia asfixiante de unos decorados que impregnan el discurso de un hálito onírico, próximo a la alucinación expresionista en la inquietante secuencia de la huída de Jacobo por los vericuetos de un Madrid de pesadilla, cuyo vértice se sitúa en la secuencia del teatro, en que el juego de la seducción se refleja invertido en la serenata del acto I de Il barbiere di Siviglia de Rossini, modelo de la totalidad de un relato cuyos componentes se desdoblan (dos amantes, dos muertes, dos fiestas de desagravio, dos encuentros infantiles enmarcando el discurso) haciendo retornar como desolación el significante pretérito del esplendor. Por su parte, el sistema enunciativo culmina en la escena del asesinato: allí, el gesto del ejecutor, levantando su máscara antes de asestar la cuchillada homicida, se inscribe paralelamente al de la propia puesta en escena (se trata de uno de los contados exteriores de un film rodado casi íntegramente en estudio), alcanzando una cúspide poética en que el disfraz que oculta al criminal sirve de alegoría a un entramado social que basa su equilibrio en la simulación, con la farándula y el carnaval como emblemas privilegiados (con lo que el texto no deja de remitirse al doble uso teatral y circense asumido por muchos locales madrileños a mediados del S.XIX). Por lo demás, la presencia del exterior se liga a la dialéctica delito/expiación: el duelo en que fallece Juan, el paseo en coche por el parque donde Currita exhibe a Jacobo se ofrecen, a la postre, como episodios premonitorios de esa irrupción final de la Naturaleza Vindicadora que reclamará el doble sacrificio de los inocentes.

Aurora Bautista

La cadena narrativa, por su parte, hace circular dos imágenes que retornan como ominosos heraldos: el reloj y el medallón con el retrato de Currita. El primero indica la hora del duelo pero también la espera infructuosa de los invitados, y el segundo otorga la muerte a sus poseedores (Juan primero y el propio Jacobo después), regresando a la mujer como significante del triste fin de su propio hijo. Por último, la metáfora exenta, pura reflexión textual ligada al punto de vista del cineasta (que es el del espectador o el de dios), genera instantes de intensidad privilegiada, sea como escolio moral (Jacobo enterrando el retrato de su esposa bajo los billetes de banco) sea como anticipación del desastre: el fuego y el agua fundidos en una única imagen de dimensión cósmica, ambiciosa charnela entre secuencias que condensa la integridad temática. De modo análogo, la partitura de Juan Quintero, de suntuosidad sinfónico-coral, hace dialogar dos grupos de motivos que brotan de una célula única y cuyos desarrollos se aplican a situaciones emblemáticas y no a personajes concretos.

El film obtuvo la calificación de interés nacional, pero sólo en segunda votación y por mayoría simple, pues algún miembro de la junta de censura desaprobó la adaptación de la novela, opinión compartida por sectores de la prensa integrista pese al general coro de aclamaciones. Así, Manuel Iribarren, en Arriba España deplora que se pretenda hacer pasar por aristócratas a zafios horteras con chaqué y a divertidas comadres de barrio, mientras las únicas damas de porte señoril que desfilan ante nuestros ojos son unas mujeres del pueblo. No cabe hacer mejor elogio.

José Luis Téllez