Paradojas

La orquesta nació con voluntad de espectáculo: las obras tardías de Haydn y de Mozart o las primeras sinfonías de Beethoven poséen ya una cierta impronta teatral, y el concierto pianístico con el propio compositor al teclado ocupó un lugar cimero en esa nueva forma de dramaturgia. Los precedentes más notorios están en las obras abstractas de autores como Telemann o Bach, escritas para las sesiones vespertinas del Collegium Musicum. Los conciertos públicos londinenses o los de la Logia Olimpica de Paris, ya en la ultima década del siglo, articularon el vértice decisivo de un proceso cuyo resultado material más tangible está en las últimas obras orquestales de Haydn, que suponen la culminación formal del edificio sinfónico.

Adrian LaRue, en su Catalogo de las sinfonías del XVIII, publicado en 1988, recoge 16.558 obras tituladas de ese modo: de semejante monto, no llegan a ni a una docena las que han entrado en el repertorio actual de las orquestas, de las que la mitad pertenecen a Haydn y otras tantas a Mozart. Sin embargo, Beethoven, Schubert, Schumann, Mendelssohn, Brahms, Dvorak, Bruckner, Chaikovsky, Mahler, Sibelius o Carl Nielsen inundan las temporadas actuales, provocando el espejismo de que el XIX y las primeras décadas del XX parecieran constituir la época dorada de la forma, pero la realidad histórica es, justamente, la contraria. La frecuencia en la interpretación de sinfonías crecía en la misma medida en que disminuía su cultivo: solamente 122 se compusieron entre 1810 y 1860, y la totalidad de las escritas en el XIX no alcanza los dos centenares. Y aún así, no llegan ni siquiera a cincuenta las incluidas en el corpus actualmente normalizado.

En la consideración de la época, la sinfonía aspiraba a asumir un contenido simbólico, una suerte de tragicidad abstracta de índole monumental: la proyección de las creencias y aspiraciones de compositores, intérpretes y público, como tan lúcidamente lo señalase Mark Evan Bonds. En semejante estado de cosas, el poema sinfónico supuso el anhelo de una música orquestal emancipada de la forma: la narración de lo concreto substituía la dramaturgia de lo genérico. En 1835 Wagner ya afirmaba que era imposible escribir más sinfonías después de la Novena beethoveniana, y el sentimiento historicista es un fenómeno casi coetáneo: cuatro años más tarde, Ludwig Spohr escribe una obra orquestal titulada Hystorische Symphonie im Stil und Geschmack der verschiedenen Zeitabschnitte (que en la edición francesa se simplificó como Symphonie historique Op.116) cada uno de cuyos movimientos supone un pastiche iniciado con Händel y Bach (citando el tema de la fuga en Do menor de Das Wohltemperierte Klavier) que parafrasea a Mozart y Haydn en el segundo movimiento, a Beethoven en el tercero, y no sin malicia, a los autores contemporáneos en el cuarto, donde parodia a Adam y Auber.

El número de obras descriptivistas o narrativas compuestas en la segunda mitad del XIX y primera década del XX es incontable. Partiendo de precedentes como Die Hebriden de Mendelssohn o Ce qu’on entend sur la Montaigne de César Frank (amén de la Symphonie Fantastique de Berlioz, soberbia síntesis de lo sinfónico y lo novelístico escrita antes pero estrenada después de las precitadas), el  poema sinfónico en cuanto tal nace con Liszt, autor igualmente de la rúbrica definitoria del nuevo género (Tondichtung), pretendida alternativa al sinfonismo: pero muchos compositores cultivaron ambos (como Dvorak o Sibelius, amén de los citados) con igual fortuna. Tan sólo Brahms o Bruckner se negaron a ello (junto a Wagner, bien que por razones diferentes), lo que resultó determinante. Fue justamente en el mundo germánico donde el poema sinfónico gozó de menor acogida: la cultura que creó el romanticismo resultó, paradójicamente, la más refractaria a su consecuencia orquestal más cualificada y solamente con Richard Strauss se invirtió la situación, bien que fuera fugazmente.

Pierre Boulez

Casi desde el inicio del S.XX el poema sinfónico desapareció, de acuerdo con une liquidation de toute trace d’heritage (como afirmase Pierre Boulez) que concernía igualmente a la tonalidad: el drama sinfónico que durante el siglo anterior se había visto sustituido por la épica poemática regresaba tratando de mantener un equilibrio imposible entre el carácter disgregador de las primeras vanguardias y su vocación inequívocamente conservadora en la obra de autores como Prokofiev, Roussel, Hindemith o Honegger (lo que para nada excluye la calidad musical de las sinfonías correspondientes), mientras la vanguardia perseguía un nuevo horizonte que, en realidad, era puramente lírico, en lo que este término implica de abstracción: en la disgregación formal de los expresionistas o los cubistas es posible percibir un hálito poético de la máxima intensidad que nace, justamente, de su negativa tanto a lo argumental como al formalismo.

Y es que el sentido conservador -o innovador- del lenguaje resulta independiente de la calidad de la música. En España tenemos ejemplos de obras poemáticas de la máxima categoría enteramente ajenas a los violentos vaivenes estéticos propios tanto de la primera como de la segunda vanguardia, como los poemas sinfónicos sobre Dante de Conrado del Campo, los de Esplá o Gombau sobre Cervantes u otros aún más tardíos, como los de Facundo de la Viña: imágenes de una época y un lugar también, paradójicamente, ajenos al espacio y al tiempo.

José Luis Téllez (octubre 2021)