Ópera y cine
Descontando las insuperables invenciones de Méliès, que con más de un siglo de existencia siguen manteniendo una inmarchitable lozanía (ahí están las dos versiones de Faust, en la primera de las cuales Mephistophélès actúa como trujamán de paisajes oníricos que albergan insinuantes gineceos de danzarinas: cinta que, al parecer, se acompañaba al piano con fragmentos de La damnation de Faust de Berlioz), la presencia de la ópera en el texto cinematográfico no ha ido mucho más allá de su ridiculización (como sucede en las hilarantes parodias de los Marx Brothers en A nigth at the opera), la crítica, más densa y más sutil, de Fellini en E la nave va (con secuencias memorables, como la de la competición canora ofrecida por los divos a los maquinistas del trasatlántico), la ramplona obviedad de la presencia de La traviata en films como Pretty woman o el acaramelado convencionalismo de las muchas citas de La bohéme en Moontruck.
Bien es cierto que caben excepciones: la magnífica secuencia inicial de The age of innocence de Martin Scorsese en que la inauguración de la temporada en el MET (con el obligado Faust, lo que constituye casi una referencia erudita: es bien sabido que durante muchos años la temporada del coliseo neoyorquino se abría tradicionalmente con la obra de Gounod) sirve de telón descriptivo para presentar a los personajes y las relaciones existentes entre ellos, o la representación de Cavalleria Rusticana brillantemente montada en paralelo con la trágica conclusión de The Godfather III. Cabría igualmente recordar que Lisa Berndle (Joan Fontaine) revive su amor por Stefan Brand (Luis Jourdan) durante una representación vienesa de Die Zauberflöte en la inolvidable Letter from an unknown woman de Max Ophüls: excepciones que confirman la regla del empleo anecdótico y convencional del teatro cantado dentro de la cinematografía (por cierto, que la obra de Mozart ha sustanciado la música de no menos de cuatro films de Bergman, amén de su magnífica adaptación cinematográfica de la propia ópera). Y en cuanto la Die Zauberflöte también cabría recordar, a sensu contrario, su utilización (siempre diegética, como una suerte de salvoconducto cultural) en Il portiere di notte, la detestable película de Liliana Cavani.
Otro ejemplo llamativo, pero ahora por incongruente: la representación de La traviata a la que asisten los personajes de Match Point mientras la banda sonora corresponde a una grabación fonográfica acompañada con piano, vulnerando las normas más elementales de la puesta en escena naturalista, que es la del resto del notable film de Woody Allen (en el que otras grabaciones juegan un destacado y oportuno papel metafórico y no diegético, como el fragmento de Otello durante la escena de los asesinatos).
En tal sentido, habría que romper una lanza ante las dos magníficas cintas de Jacques Demy: tanto Les parapluies de Cherbourg como Les demoiselles de Rochefort constituyen intentos pioneros de configurar sendas óperas fílmicas populares, cuya audacia se cifra en trascender sus propios referentes, toda vez que el texto está íntegramente cantado (a diferencia de lo que sucede en el musical americano) sobre eficaces partituras de corte pop debidas a Michel Legrand. Se trata de dos piezas magistrales que interpelan el significado actual del melodramma decimonónico y del buffo sentimental nello stile donizettiano a partir de nuevos elementos iconográficos y argumentales trabajados con refinadísima inventiva visual que exacerba su artificio para hacer asumible su irrealidad (que es la propia del hecho operístico, pero totalmente inédita en la cinematografía): se trata de genuíno teatro fílmico, por decirlo de algún modo, que inscribe un nuevo modelo de verosimilitud a través de una articulación derivada del operismo tradicional de pezzi chiusi. Y habría que reivindicar en este punto la figura de Max Bodard, el productor de ambas cintas que, a su vez, lo fue de otros films no menos arriesgados, como Un soir, un train y Rendez-vous à Bray, de André Delvaux o Je t’aime, je t’aime, de Alain Resnais, además de tres obras de Robert Bresson.
Un caso excepcional lo constituye una cinta española: el Parsifal de Carlos Serrano de Osma y Daniel Mangrané aporta una revisión del mito original absolutamente insólita en la cinematografía de 1951. Film redentorista, penetrado por el sentido de lo intemporal y de lo místico, arranca durante una sedicente tercera guerra mundial: rodado en gran medida en el macizo de Montserrat, se abre con dos soldados que buscan refugio, encontrando allí un códice que narra la historia. Se trata de una cinta de fascinadora imaginería gracias al talento fotográfico de Cecilio Paniagua en que, con una visión casi pionera en el operismo de la época, Kundry se identifica con Herzeleide (con la doble encarnación de la muy sensual Ludmilla Tchérina, rubia en el primer personaje y morena en el segundo) y en donde los fragmentos instrumentales de la ópera, oportunamente elegidos y adaptados por Ricardo Lamote de Grignon y dirigidos por Enrique Ribó, impregnan el discurso con una expresividad poderosísima para articular un conmovedor homenaje a la Cataluña que propició la primera representación legal de la última obra de Wagner fuera de Bayreuth: la desmesura de la ópera rebasa así su propia ficción para trasmutarse en historia.
José Luis Téllez (julio 2020)