Del cine como música

Cabría establecer una hipotética escala de las formas tradicionales de la música en relación con su estatismo o su dinamismo  relativo, es decir, de acuerdo con la capacidad de su discurso para integrar acontecimientos armónicos distantes en escalas sucesivamente más amplias y diversificadas: una passacaglia sería más estática que  una chacona y ésta más que un aria da capo que, por su parte, ofrecería menor dinamismo relativo que un coral variado que, a su vez, estaría por debajo de un ricercar. A simple vista, es obvio que estructuras basadas en la repetición de secuencias como la suite o las variaciones ocuparían el extremo opuesto al correspondiente a la sinfonía o el cuarteto: sería posible entender el proceso evolutivo del lenguaje musical como un movimiento hacia la formalización de estructuras habitadas por un dinamismo interno cada vez más acusado, cuyo límite vendría definido más o menos asintóticamente por configuraciones tan lábiles y refractarias a la sistematización como la rapsodia o el poema sinfónico. La figura por tantas razones impar de Beethoven es la de un creador en la encrucijada, empeñado en dotar del máximo dinamismo a las formas más estáticas, integrándolas como materia sustancial en el interior de las más dinámicas  para someterlas a su economía organizativa. De este modo, y partiendo de formas instrumentales puramente asemánticas, es posible desembocar en formas híbridas, argumentalmente contaminadas: desplazarse desde una forma lírica hasta alcanzar una suerte de forma narrativa.

En el término más radical se hallaría el acto operístico wagneriano: pero éste se articula como un bloque significante de una naturaleza tal que, paradójicamente, puede llegar a prescindir de su soporte literario intrínseco: el primer acto de Tristan (o el de Parsifal) produce su arrebato emotivo al margen, incluso, de su mismo libreto (y en el segundo ejemplo, a pesar de él). Así, la abstracción propia de lo musical reaparece en el centro mismo del relato como su justificación última, secreta y definitiva.

¿Podrían aplicarse estas reflexiones a un arte discursivo y argumental ajeno a la música, como la cinematografía?. Es obvio que el tratamiento de los leitmotive manifiesta en determinadas escenas wagnerianas una configuración significante que prefigura el juego de alternancia de los puntos de vista característico de lo fílmico, pero en determinados cineastas, como Godard, Dreyer, Bresson y, sobre todo, Yasujiro Ozu (¡pero también en John Ford o Jean Renoir!), es posible entrever estructuras narrativas complejas que guardan similitud con las musicales en el sentido de su autonomía con respecto al argumento que en ellas se inscribe, como si el proceso discursivo se emancipase de su anclaje referencial.

Un film como Ohayô (Buenos días), realizado en 1959 por el gran director nipón, ofrece un primer bloque que contiene todo el periodo expositivo (presentación de los niños, sus madres y el resto de las mujeres) nítidamente articulado de un segundo en que el inicio del conflicto (la exigencia de la compra de la televisión y las acciones reivindicativas infantiles ante la negativa paterna) se encabalga con la presentación de otros temas secundarios (los padres, los vendedores, los maestros) que cobran paulatina importancia al tiempo que se desarrollan los inicialmente expuestos (el choque entre lo antiguo y lo moderno, el problema de las cuotas de la asociación femenina, los varones en paro), culminando con la mudanza de la hermana de la maestra con que se inicia el bloque resolutivo para desembocar en un final en el que la denuncia del lenguaje estereotipado de los adultos por parte de los niños se transfigura en la sublime escena  de la estación en la que los tópicos de la conversación (el saludo que sirve de título al film, los comentarios sobre el tiempo…) revelan su más profundo significado metafórico,  ritual y sagrado  ―el tren: el viaje de la vida―  merced al que los personajes más jóvenes (la señorita Hayashi y el profesor de inglés) recrean en toda su lozanía una ceremonia amorosa siempre idéntica y siempre renovada, coda de un bloque recapitulatorio en que todos los temas presentes en el film han hecho acto de presencia para reverdecer una significación tanto más nueva cuanto más fielmente reproducen (por planificación, encuadre, etc.) su apariencia inicial. El tono ascético y carente de emocionalismo, la planificación y realización mecánicas y desprovistas de todo énfasis (no existen movimientos de cámara, los encuadres son frontales y fijos, la planificación es obstinadamente ortogonal, la cámara se sitúa siempre a la misma altura…) se alían con un tratamiento discursivo escandido por esas secuencias de enlace y puntuación entre cada uno de los tres grandes bloques (y de las subsecciones en el interior de ellos) características del cine de Ozu, esos amplios planos en que  la inmovilidad de los edificios dialoga con el contrapunto de una figura lejana que cruza el cuadro, un tren que pasa, el flamear de una prenda tendida al viento. La rigidez de la puesta en escena es la verdadera protagonista del relato, autosuficiente abstracción que sobrenada por encima de la historia que afirma narrarse a través suyo: es la música (la disposición discursiva) y no la palabra (el argumento), lo que dota de coherencia al texto y se manifiesta como el eje irreductible de su escritura, esa escritura que es, en definitiva, su única realidad trascendente. Esa recurrencia geométrica, cuya similitud dinámica con una forma sonata resulta obvia, es lo que posibilita la realidad fílmica y la dota de legibilidad: a la postre el cine es, también, música.

José Luis Téllez