Música de vanguardia en España

Antes de comenzar me parece necesario definir la amplitud y el sentido que pretendo dar al concepto de vanguardia musical en los próximos minutos. Pretendo emplear el término vanguardia en un sentido restringido. En lo sucesivo utilizaré la palabra vanguardia para designar un tipo de arte (de música, en concreto) que pretendió hacer tabula rasa con el lenguaje heredado, es decir, que pretendía marcar una ruptura absoluta con el pasado reciente, y no ser ni su continuación ni su consecuencia como evolución gradual, por así decir.

En el caso concreto de España, y por razones que seguidamente expondré, entiendo que el periodo estrictamente vanguardista de la música reciente abarca desde comienzos de la década de los cincuenta hasta, más o menos, comienzos de los ochenta, es decir, desde la aparición de las primeras obras seriales hasta la reconsideración de las dimensiones históricas de la música planteadas desde nuevos supuestos. En otros términos: la recuperación de la gramática, modificada y enriquecida con la incorporación de las conquistas de la etapa experimental.

En tal sentido, la periodización podría iniciarse con la segunda versión de Coral, de Luis de Pablo (escrito en 1954 pero decisivamente revisado en 1958, que sería su fecha definitiva) y concluir con el Segundo Concierto para violonchelo y orquesta de Cristóbal Halffter, de 1985, una obra espléndida encargada (y estrenada) por Rostropovich en la que hay referencias musicales a Federico García Lorca.

Francisco guerrero Marín

Quedaría una excepción por nombrar: Francisco Guerrero, desdichadamente fallecido en 1997 a los 46 años, que fue pionero en emplear fractales para definir superficies sonoras, desarrollando de un modo muy personal tanto los algoritmos matemáticos de Xenakis como la microplifonía de Ligeti, obteniendo resultados absolutamente originales.

Es obvio que la música contemporánea ha seguido produciéndose en España con excelentes resultados, y que la generación que hoy frisa con los cincuenta años tiene nombres que gozan ya de una merecida proyección internacional, como José Manuel López López, profesor de composición actualmente en la Universidad París VII, o José María Sánchez Verdú, que lo es en Düsseldorf.

Pero creo que no tiene sentido emplear con ellos la denominación de vanguardistas, y no porque su lenguaje no lo sea, sino porque la recepción y ejecución de sus obras ya es, afortunadamente, un hecho más o menos normal entre nosotros y, venturosamente, carece del carácter rupturista y provocador que, de modo involuntario, trasmitía la música de los autores pertenecientes a las generaciones anteriores. 

En términos generales, hablar hoy en Europa de vanguardia musical (la segunda vanguardia histórica, por decirlo de algún modo: la primera sería la de la primera década del S.XX) es sinónimo de hacerlo de los compositores que, en los años posteriores a la Segunda Gran Guerra, se plantearon la ruptura con el lenguaje estético heredado: compositores como Karlheinz Stockhausen, Pierre Boulez, Luciano Berio, Luigi Nono, Iannis Xenakis o György Ligeti, que en un momento dado (principio de los años 50) se agruparon en torno a los Internationale Ferienkurse für neue Musik fundados por Wolfgang Steinecke en Darmstadt en 1948.

Pero la situación en la España de esa misma época era completamente diferente de la del resto de Europa: por eso, y para entender el significado profundo de la vanguardia musical española de ese momento, es preciso hacer algo de arqueología (histórica y estética).

La primera música no tonal compuesta en España data de 1922: dos breves piezas para piano (Dos apuntes) escritas por el catalán Roberto Gerhard en el mismo “estilo aforístico” de las Sechs kleine Klavierstücke Op.19 de Schönberg, con quien estudiará en Viena y en Berlín (donde llegará a ser su asistente) entre 1923 y 1928: Gerhard logrará organizar un festival de música nueva en Barcelona en 1925 en el que participará el propio Schönberg, del que se interpretarán varias obras, entre ellas Pierrot Lunaire dirigida por el propio autor con Mayra Freund como solista.

En 1932 Gerhard invitará a su casa a Shönberg y a su esposa, que se quedarán allí durante seis meses: la opera Moses und Aron se acabará en Barcelona, y allí nacerá su hija, a la que pondrá un nombre catalán, Nuria (la palabra procede del arabe nur  y significa claridad, luminosidad).

Nuria Schönberg y Luigi Nono,

(Luego, Nuria Schönberg se casará con Luigi Nono, a quien conocerá precisamente en el estreno de la Danza del becerro de oro del Acto II de Moses und Aron en Darmstadt en 1951, dirigida por Hermann Scherchen. La ópera completa se estrenará aquí, en Hamburgo, en 1954, en una interpretación en concierto  dirigida por Hans Rosbaud).

Durante la II República Española, Gerhard será miembro del Consejo de la Música de la Generalitat Catalana: sus contactos internacionales le permitirán organizar en Barcelona el 16º Festival de la SIMC en abril de 1936, donde se realizará el estreno mundial del Concierto para violín y orquesta de Alban Berg, presentándose además obras de autores como Hindemith, Bartok, Stravinsky o Ernst Krének. La obra de Berg debía ser dirigida por Anton Webern, pero será finalmente Hermann Scherchen quien lo haga (muchos años más tarde —en 1961— Scherchen dirigirá en Madrid el estreno español de las Variaciones para orquesta Op.31 de Schönberg). Como se sabe, ese mismo año, el 18 de julio, se producirá la sublevación militar que acabará con la República.

Una de las orquestas que actuaron en tal ocasión fue la que Pau Casals había fundado en 1919, que había realizado una labor importantísima como vehículo de difusión musical para la Asociación de Conciertos Obreros en Barcelona: con esa formación, Casals estrenó en Barcelona 230 obras, 35 de ellas, de autores catalanes modernos.

Previamente, en 1930, se habían fundado dos agrupaciones de compositores ligados de un modo más o menos radical con las nuevas corrientes musicales: el grupo denominado Compositores Independientes de Cataluña (donde estaban Mompou, Baltasar Samper, Manuel Blancafort, además del propio Gerhard) y el llamado Grupo de los Ocho en Madrid, donde estaban, entre otros, Ernesto y Rodolfo Halffter, Fernando Remacha y Salvador Bacarisse. Remacha, por cierto, sería un pionero de la música cinematográfica en España.

Roberto Gerhard

Son autores de formación, sobre todo, francesa e italiana: es revelador considerar que, pese a la presencia de Schönberg en Barcelona, la influencia dominante en estos músicos no es la germana, expresionista y posteriormente neoclásico-dodecafónica, sino, sobre todo, la francesa de autores como Debussy, Ravel y los posteriores como Milhaud, amén de Bartok y Stravinsky.

El mismo Gerhard practicará el serialismo de un modo sumamente libre, mezclándolo tanto con la politonalidad como con la música popular española (y catalana), en una síntesis muy personal: en su ópera La Dueña, sobre The Duenna de Richard Sheridan, obra tardía de 1947, ya escrita en su exilio londinense, hay tanta música serial como materiales tomados directamente del flamenco.

Si se me permite un símil pictórico, puede decirse que, en términos generales, el arte español del momento miraba hacia París, hacia el cubismo y el posterior neoclasicismo de Braque o de Picasso, y no hacia el expresionismo de Kandinsky y Franz Marc o la Neue Sachlichkeit de George Grosz y Otto Dix. Era una arte (una música) de orientación, por así decir, mediterránea, mucho más influída por la politonalidad de la escuela de París que por el atonalismo alemán.

Toda esta rememoración, quizá ya demasiado larga, permite comprender que la Segunda República Española estaba en plena sintonía con la vanguardia europea contemporánea: pero el triunfo de la insurrección fascista dejaría a España culturalmente al margen durante casi dos décadas. Francia tuvo a Olivier Messiaen entre Debussy y Boulez, Italia a Luigi Dallapicola (y a Goffredo Petrassi) entre Puccini y Berio, pero esa continuidad no fue posible en España.

Todos, o casi todos, los compositores antes citados, que hubieran debido ser la generación de maestros de los músicos nacidos en torno a 1930, emprendieron el camino del exilio y alguno, como Antono José Martínez Palacios, fue fusilado por los falangistas acusándole de espía republicano: habían tomado sus partituras por escritura cifrada (!!!).

Culturalmente, lo peor del franquismo no fue tanto la censura  como la ausencia de información: conseguir los libros de Juan Carlos Paz, Herbert Eimer, René Leibowitz o Jean Etienne Marie o una partitura de la Segunda Escuela de Viena en los años 50 implicaba hacerlo a través de amigos que viajasen al extranjero. Cuando por fin comenzaron a importarse partituras de Webern, Schönberg o Alban Berg a mediados de los 60, los precios eran prohibitivos. Por lo demás, las grabaciones de obras de estos u otros autores contemporáneos escaseaban en todas partes, y en España eran inencontrables.

Corrado del Campo

La enseñanza musical estaba en manos de compositores muy competentes (Conrado del Campo, Victorino Echevarría o Jesús Guridi, en Madrid, por ejemplo), pero que desconocían o no se interesaban por lo relacionado con la atonalidad y sus consecuencias: la enseñanza era absolutamente académica y decimonónica, sin otra excepción que Gerardo Gombau, de quien hablaré más adelante.

Cuando en 1951 y 1952 Pablo Garrido, un compositor chileno relacionado con el grupo de los futuristas, dio conferencias sobre el dodecafonismo en el Conservatorio de Madrid, muchos de los profesores lo tomaron a broma, burlándose públicamente.

Las infraestructuras habían retrocedido, pero también los gustos del público: el Teatro Real de Madrid se había cerrado en 1925 y la ciudad no tuvo temporada regular de ópera (y éso, dentro del repertorio más trillado) hasta 1964, y en los conciertos sinfónicos, obras ya clásicas del S.XX eran violentamente rechazadas.

Al no existir intercambio con el exterior, la música se había instalado en una especie de “nacionalismo casticista”, una especie de post-Falla sin Falla, de muy corto vuelo. Por otra parte hay que decir que el franquismo no tuvo, musicalmente, una estética oficial, más allá del más obvio “españolismo”. Joaquín Rodrigo hubiera podido ser esa especie de compositor oficial, pero la realidad es que no pasó de ser la encarnación del gusto dominante entre el público sinfónico. El resultado es que cualquier novedad era objeto de enfrentamientos.

Si se me permite hablar en primera persona, puedo atestiguar el escándalo que siguió al estreno en Madrid de la suite de El Mandarín Maravilloso de Bartok (dirigida por Antal Dorati, un discípulo de Bartok), o el de la Suite Scita de Prokofieff (dirigida por Scherchen). Y más asombrosos aún, los abucheos a Jeux de Debussy. Todo esto en 1960 y 1961. Y puestos a recordar efemérides, cabe anotar que el referido Concierto de Alban Berg no volvió a los atriles de una orquesta española hasta 1955, con Christian Ferras como solista, siendo recibido ahora con una mezcla de rechazo e indiferencia.

Era un tiempo en que, por citar una frase de Carlos Castilla del Pino (escritor, memorialista y médico que revolucionó la psiquiatría en España y fue toda su vida un referente de la izquierda), realizar una actividad cultural en España —la que fuese: una lectura poética, un cine-club parroquial…— era ya hacer antifranquismo.

No quiero con todo esto decir que los compositores jóvenes, los que en 1950 tenían en torno a los veinte años, es decir, los que renovarían el panorama de la creación musical en las siguientes décadas, fuesen deliberadamente antifranquistas. Lo que sí digo es que la música que empezaron a practicar y que, con mayor o menor dificultad conseguían estrenar, resultaba subversiva para los oídos del público sinfónico habitual: sin que existiese semejante propósito, sí que se daba ahí una especie de actitud contestaria que, dadas las circunstacias, adquiría inevitablemente una cierta connotación política.

Y tampoco cabe ignorar que autores de esa misma generación han compuesto obras cuya motivación política o humanística en un sentido progresista era evidente: cabe pensar en Invitación a la memoria, obra de Luis de Pablo escrita en homenaje a los últimos fusilados por el franquismo en septiembre de 1975 estrenada en el Festival de Saintes en 1978 o Gaudium et Spes-Beunza, obra de Cristóbal Halffter estrenada en Köln en 1973, en que textos litúrgicos coexisten con fragmentos de la declaración de José Luis Beúnza, primer objetor de conciencia español agnóstico ante el tribunal militar que le condenó a prisión y a un batallón de castigo por negarse a hacer el servicio militar, entonces obligatorio. Ninguna de las dos obras se estrenaron en España hasta después de la muerte de Franco.

Una situación grotesca se vivió con el estreno español de Yes, spek out, yes (1968), cantata de Cristóbal Halffter, que había sido encargada por U. Thant, secretario de las Naciones Unidas, para conmemorar el vigésimo aniversario de la Declaración de los Derechos Humanos: estrenada en Nueva York, la primera interpretación española se realizó en el Teatro Real, rodeado por un despliegue policial desmesurado. (Conviene señalar que, en ocasión del asalto al congreso perpetrado el 23 de febrero de 1981, el semanario ACTUAL publicó, bajo el título de LISTAS DE SANGRE PARA EL 24-F, un artículo que recogía las listas negras confeccionadas por unas sedicentes “Milicias Populares Patrióticas” en que se señalaban los nombres de quienes debían ser ejecutados si el golpe de Tejero triunfaba. Entre los numerosísimos nombres de intelectuales y artistas señalados se encontraban los de Cristóbal Halffter y Luis de Pablo). 

La situación en Barcelona era diferente: la actividad orquestal era menor, pero el Teatro del Liceo reabrió tras la guerra (en condiciones espartanas, con una orquesta reducida, escenografías sucintas…) pero ofreció numerosas obras infrecuentes del repertorio italiano moderno, como Respigi, Malipero, Refice, Wolf Ferrari, Tosati o Menotti. El camino de la vanguardia musical se abrió allí casi simultáneamente con Madrid, capitaneado por compositores catalanes como Josep Soler, Josep Cercòs (discípulo de Scherchen), Joaquin Homs (que fue discípulo de Gerhard) o Joan Guinjoan, el más internacional de todos, de quien hablaré para concluir.

Suele denominarse Generación del 51 al conjunto de compositores a los que me refiero, aunque el término es una generalización abusiva: se trata del año en que Cristóbal Halffter se graduó en el Conservatorio de Madrid, y esa rúbrica se ha extendido a otros nombres que, o bien acabaron sus estudios en otro momento o (como Luis de Pablo) eran autodidactas. Pero lo empleo porque ya está completamente asentado en la historiografía.

La primera obra serial posterior a la guerra escrita por un español fue Ukanga (el nombre es el una llanura al pié del Teide, la montaña española más alta, en la isla de Tenerife), de Juan Hidalgo, estrenada en Damstadt en 1957. Hidalgo era por entonces alumno de Bruno Maderna en Milan, tras haber estudiado con Nadia Boulanger en Paris. Hidalgo había tenido noticia del dodecafonismo en las conferencias de Pablo Garrido de 1952 de las que hablé antes.

Un año más tarde se funda en Madrid el Grupo Nueva Musica, en el que, entre otros, están Luis de Pablo, Cristóbal Halffter, Ramón Barce y Anton García Abril. Éste último ha desarrollado después una obra de muy buena factura (y de gran difusión internacional) aunque más conservadora, en la línea de lo que hoy se llama “tonalidad ampliada”, que ha evolucionado hacia una especie de pantonalidad: puede decirse que los padres de la vanguardia musical en los años 50 son, sobre todo, los tres primeros autores nombrados.

Resulta muy significativo considerar que el grupo de compositores antedicho se crea más o menos el mismo año que los grupos pictóricos que provocaron la renovación de la plástica en España, grupos como El Paso, en el que estaban Manolo Millares, Antonio Saura, Rafael Canogar, Manuel Viola y el escultor Martín Chirino, entre otros: hay en ellos influencias que van del expresionismo abstracto a los tachistas, pero sin una estética común.

Al tiempo, nacía también el Equipo 57, con Agustín Ibarrola, José Duarte, Néstor Bastarrechea y Jorge de Oteyza, orientados inicialmente hacia la abstracción geométrica. Y en Cataluña, por su parte, la revista Dau al Set fue un importante fermento vanguardista entre 1948 y 1956: dedicada inicialmente a la plástica, llegó a dedicar un número monográfico a Schönberg. Algunos de sus miembros crearon a comienzos de los 60 la asociación Musica Abierta, que sería igualmente un germen de las nuevas corrientes.

Teniendo en cuenta la situación, todos estos empeños tenían un carácter casi heroico: fueron posibles gracias a mecenas locales, socios y patrocinadores privados, entre los cuales hay que nombrar al Instituto Francés, el Italiano y el Goethe Institut de Barcelona. Entre los fundadores de Dau al Set estuvieron Antoni Tapies, Joan Brossa, Modest Cuixart y Joan Josep Tharrats. Ni que decir tiene, la crítica oficialista los atacaba enérgicamente.

Es importante señalar estas coincidencias, porque todos los compositores de la Generación del 51 han escrito obras basadas en pinturas de varios de los artistas citados: aunque trabajaban en ámbitos distintos, hubo siempre una fructífera relación estética (y amistosa) entre todos ellos.    

Juan Hidalgo no regresa a España hasta 1961, siendo precisamente uno de los fundadores de Musica Abierta, junto a Josep Maria Mestres Quadreny. Para entonces ha realizado un giro espectacular en su estética: había conocido a John Cage en Darmstadt y su concepto del arte se había transformado por completo. Un año después de Ukanga escribe Caurga: una parte de la obra está escrita según procedimientos del serialismo integral más estricto, pero otra parte está compuesta de modo puramente intuitivo y en total libertad.

Lo revelador de la cuestión es que, en la escucha, es absolutamente imposible determinar donde empieza una cosa y donde acaba la otra: a partir de ese momento, para Juan Hidalgo la música estructural perdió todo interés. La cuestión es llamativa: Hidalgo había salido de España antes que nadie y había practicado y rechazado el serialismo antes de que los autores que iniciaban su carrera en España hubiesen comenzado a practicarlo. Poco después, Hidalgo se establecerá en Paris, y no regresará a España hasta 1964.

Las influencias dominantes en los autores del 51 durante sus primeros años siguen siendo las ya históricas de Bartok, Hindemith y Stravinsky es decir, de lo que, con todos los matices que se quiera, cabría describir como postcubismo, pero a finales de la década, con las primeras visitas a Darmstadt, llega también la influencia de Webern. Las primeras obras seriales escritas en España son de Luis de Pablo (el ya citado Coral o las sucesivas Invenciones para orquesta), y casi de inmediato, Cristóbal Halffter se incorpora a semejante estética.

Pilar Lorengar, con el compositor Igor Stravinsky, el director de orquesta Ataúlfo Argenta y el compositor Cristóbal Halffter en Madrid en 1955.

Halffter es un figura singular: sobrino de Ernesto y de Rodolfo Halffter, su apellido es especialmente reconocido e ilustre lo que, junto a su propio talento, le hace ser el primero cuya música es presentada por la Orquesta Nacional (única en Madrid con temporada regular y estatalmente subvencionada): obras como el Primer concierto para piano, la Partita para violonchelo y orquesta o los Dos movimientos para timbal y orquesta de cuerda son estrenados a finales de los cincuenta con buena acogida. Estos y otros estrenos de los músicos del 51 se producen por el interés personal de ciertos directores, como Odon Alonso, Rafael Frühbeck, Benito Lauret o José Maria Franco Gil.

1961 es una fecha histórica, porque corresponde a la presentación por esa orquesta de una composición de Halffter que, junto a las Invenciones de Luis de Pablo ya había sido estrenada el año anterior en un breve festival dedicado a la música viva (que no tuvo continuidad) y recibida con gran interés. Se trata de las Microformas, una de las más bellas  composiciones seriales españolas (y de mayor expresividad): cuando la obra es “reestrenada” por la ONE pocos meses más tarde se produce un escándalo de proporciones insólitas que dura más de veinte minutos (es decir, un 25% más que la propia obra) y que divide al público en facciones enfrentadas que están a punto de llegar a las manos: cada vez que el tumulto parecía aquietarse alguien gritaba ¡Fuera! (o ¡Bravo!, dependiendo de su posición estética), y la tempestad se recrudecía. Fue uno de los episodios más estimulantes y vitales de la música española reciente.

Halffter era ya un autor conocido y respetado por el público de Orquesta Nacional: el escándalo es el testimonio de que Microformas transgredía la expectativa de los oyentes, de que Halffter, por así decir, había rebasado el límite de lo musicalmente decible. Meses después, la propia orquesta ofrecerá las Invenciones de Luis de Pablo, y la tormenta se repetirá casi en los mismos términos. A partir de ese instante los conciertos sinfónicos madrileños dejan de ser un plácido recreo sin tensiones, y cada nuevo estreno español conlleva los correspondientes enfrentamientos.

El periodo serial de la música española fue tan fructífero como breve: se trataba, sobre todo, de ponerse al corriente de lo que en Europa se estaba haciendo en la década anterior, y ha dejado un grupo de obras relativamente reducido, aunque de gran calidad. Es llamativo que en esa etapa la influencia dominante de la música española ya no viene de Paris o de Italia, sino de Alemania: cabría decir que el franquismo bloqueó no ya un tiempo, sino también una geografía. Se ha pasado del antirromanticismo cubista al postexpresionismo germánico.

Pero ya en 1959 Luis de Pablo escribe Móvil I  y Halffter, en 1961, Formantes, dos obras para dos pianos basadas en la idea de combinar las páginas sueltas de la partitura, de acuerdo con ciertas reglas, pero a elección de los ejecutantes. El aleatorismo controlado y las diferentes corrientes del postserialismo se abren paso así con gran rapidez. La idea será ampliamente desarrollada por De Pablo en una serie de seis obras tituladas Modulos. De Pablo es autor de la primera obra orquestal de escritura flexible escrita e España, Iniciativas, estrenada por Ernst Bour en 1966 el Festival de Donaueschingen.

No cabe desarrollar aquí una biografía musical de ninguna de estas figuras pero, al menos, hay que dejar constancia de que tanto De Pablo como Halffter siguen siendo aún hoy los nombres más internacionales de la música española, pero que en los años en que inician su trayectoria no empiezan a tener cierta presencia regular en los conciertos españoles hasta que no son conocidos en el extranjero: las primeras obras de Luis de Pablo están editadas en Tonos (Darmstadt), firmando luego un contrato de exclusividad con Salabert (actualmente edita con Suvini-Zerboni). La obra de Cristóbal Halffter, por su parte, está editada por Universal Edition.

De Pablo exploró posteriormente numerosas líneas de trabajo, desdeñando deliberadamente toda posibilidad de inclusión en una estética determinada y utilizando toda suerte de conjuntos instrumentales, a veces insólitos (por ejemplo, Comentarios a dos poemas de Gerardo Diego, de 1956, está escrita para soprano flautín, contrabajo y vibráfono, probablemente, la primera aparición de este instrumento en la música española).

Luis de Pablo

Luis de Pablo ha desarrollado un catálogo en el que hay  desde la música electroacús­tica (Tamaño natural, 1970) al histo­ri­cismo (Quasi una fantasía, 1969, que integra en su interior la Verklärte Nacht de Arnold Schönberg), desde los folklores exóticos, como el movimiento central de Las  Orillas su “segunda sinfonía” (Luis de Pablo es una autori­dad en músicas extraeu­ropeas) a la música concertante -tres conciertos para piano, otro para flauta(s) otro para guitarra, otro para violonchelo, otro para arpa y otro para violín- desde las piezas para ejecu­tantes no profesionales (Visto de cerca, 1974) a la música más erudi­ta y espe­cula­tiva de la tradición recien­te.

Es una música espe­cial­mente permea­ble a otras disci­plinas como el cine, la plástica (en Soledad Interrumpida la música, transformada electrónicamente, se convertía en impulsos eléctricos de permitían el desarrollo de figuras hinchables). Es importante en su obra la música vocal: el catálogo de poetas puestos en música por De Pablo comprendería medio centenar de nombres, que abarcan desde George Santayana hasta Omar Kayyam, pasando por Juan Larrea, Carlo Porta, Mateo Alemán o el Eclesiastés.

(Y también cabría destacar que el tratamiento de la voz se ha mantenido en su obra muy al margen de la experiencia fonemática, tan divulgada en los años sesenta: el compositor ha dicho que cuando elijo un texto es porque me interesa lo que ese texto dice y me parece esencial que el oyente lo comprenda).

 El lenguaje musical de Luis de Pablo no ha desarrollado unas constantes estilísticas concretas hasta los últimos veinte años, en que ha reelaborado ciertas formas históricas desde perspectivas actuales: la gran cantata sinfónico coral, la sinfonía (aunque se niega a emplear ese término), la ópera (6 obras), el concierto, el trío con piano (Klaviertrio), el quinteto con clarinete, etc.   

Halffter, por su parte, ha escrito un importante corpus cuartetístico (6 obras) y ha actualizado de un modo muy personal el universo del poema sinfónico y de la escritura para voz y orquesta (amén de aportar dos óperas recientes): a partir de 1981, con Variaciones sobre una sonoridad de Händel, ha trabajado con gran riqueza el diálogo entre la música actual y la barroca o renacentista, empleando la cita histórica con una inventiva formal deslumbrante. A diferencia de De Pablo, Halffter ha encontrado su propio lenguaje muy pronto, escribiendo su música con un grandísimo dominio orquestal y empleando una escritura algo menos experimental, pero de excepcional brillantez y eficacia.

Es importante señalar que un aspecto sustancial de su música consiste en el modo en que esas citas pretéritas se inscriben en su propia obra: Halffter toma un fragmento de una pieza histórica concreta y lo descompone hasta el extremo de la irreconocibilidad, organizando a partir de esos elementos básicos grandes masas sonoras de las que, súbitamente, emerge la música que la ha originado y que, hasta entonces no se hace patente.

Hay ejemplos de una brillantez especialísima, cual sucede con el villancico Oy comamos y bebamos, de Juan del Enzina, poeta y compositor español del S.XV, en el primer acto de su ópera Don Quijote. En otras ocasiones, como en Turbas, Halffter construye una especie de gran collage en que el material propio convive con material heterogéneo, como las marchas procesionales de la Semana Santa de Cuenca, en este caso concreto. En alguna otra ocasión, como en Variaciones sobre la resonancia de un grito, la materia sonora procede del análisis epectral de la voz humana.

Ramón Barce (fallecido hace tres años) es una figura sumamemente singular: redactor del manifiesto del grupo Nueva Música, catedrático de literatura, traductor de los tratados de armonía de Schönberg, Hába y Schenker, crítico, musicólogo y ensayista, trabajó todos los registros de la experimentación desde el objetualismo estructuralista hasta el aleatorismo absoluto, centrándose a partir de mediados de los sesenta en la formulación de un sistema armónico que le permitiese recuperar las formas antiguas conservando incluso el concepto de modulación, pero manteniéndose dentro de la atonalidad, el que denominó sistema de niveles.

Lógicamente, no puedo entrar aquí a detallar la idea, muy simple y eficaz, que es una especie de modalismo no tonal.  Utilizando este sistema Barce ha compuesto, entre otras obras, tres sonatas para piano, seis sinfonías y once cuartetos de cuerda, la mayor contribución española a semejante forma. Mucho menos divulgada de lo que merece, la música de Barce es tan transparente, tan radical, tan austera, tan poco complaciente con el efectismo, tan coherente y tan discreta, que corre el riesgo de pasar inadvertida. Recuérdese que, en su día, fueron Schönberg y Berg quienes cosecharon los mayores escándalos, mientras Webern era acogido con indiferencia gélida y cortés. 

Otros nombres de esta misma generación —la nacida en torno a 1930— se incorporan de inmediato al panorama renovador. Es imposible nombrarlos a todos, ni mucho menos describir sus obras: es un momento de excepcional creatividad, a pesar de la penuria de las circunstancias, o quizá gracias a ellas.

Recordemos a Carmelo Bernaola, músico de formación solidísima (cuyos Espacios variados provocaron en 1961 una pintoresca controversia periodística), Agustín Gonzalez Acilu (que realizó una importante serie de obras instrumentales basadas en la fonética), Claudio Prieto, cuyo cuarteto Sonidos (1968) es una magnífica investigación tímbrica, Gonzalo de Olavide (gran parte de cuya carrera desarrolló en Ginebra), cuya fascinante obra Índices (1964) es el primer ejemplo de música orquestal de alturas y duraciones libres escrito en España, José Luis de Delás (afincado en Köln desde 1958) que mezcla cierto expresionismo con las citas distorsionadas de música histórica o Anton Larrauri, cuya obra une lo experimental con música euskalduna de tradición oral.

Gerardo Gombáu

Anteriormente cité a Gerardo Gombau, catedrático de acompañamiento del Conservatorio madrileño desde 1945, de cuya muerte se cumplieron cuarenta años el pasado diciembre. Gombau, por nacimiento (1906) pertenecía a la generación de la República, pero no estuvo implicado en los movimientos vanguardistas de los años treinta. Lo fascinante de su biografía musical es que su acercamiento al dodecafonismo se produce en los años sesenta, interesándose por estas técnicas compositivas a partir de la relación con sus propios alumnos.

Músico completo, pianista, director de orquesta, músico cinematográfico, autor de partituras para ballet, y para publicidad, de piezas de música ligera y de obras sinfónicas en estilo nacionalista avanzado, transformó su cátedra en un verdadero foro de discusión de la música más reciente. A partir de 1959 (con el  Scherzo para orquesta) adopta un serialismo de raíz weberniana a la que imprime un sello esencialista muy personal.

Obras como Música para voces e instrumentos (1961) o Grupos tímbricos para gran orquesta, diez años posterior, están entre lo más radical, pero también más perfecto y refinado, que la música española haya producido jamás. Como director, estrenó en España obras como Los holas, de Juan hidalgo (obra vandálica para la sensibilidad de la época), pero también la segunda versión de Coral, la primera composición serial de Luis de Pablo (cuya primera versión, por cierto, había sido estrenada en la BBC por Roberto Gerhard en su exilio londinense).

Para Gombau no existían géneros menores, sino buena y mala música, lo mismo si se trataba de un pasodoble que de una obra experimental. Él mismo llegó a trabajar el aleatorismo y la electrónica, provocando considerable incompresión entre sus compañeros de claustro, a los que resultaba incómodo ya que, por supuesto, no podían discutir ni su sabiduría ni su profesionalidad.

(Digamos entre paréntesis que Cristóbal Halffter llegó a ser director del Conservatorio madrileños en 1964, dimitiendo al año siguiente por la obvia incompatibilidad con la mayor parte del estamento docente).

Juan Hidalgo regresa a España en 1964. Para entonces ha colaborado con Jonn Cage y con David Tudor y ha escrito obras con diferentes procedimientos de aleatoriedad en que las dimensiones del azar se encuentran, al tiempo, sometidas a una planificación precisa. En ciertas obras (como Ciu-Music quartet o Offenes Trio, ambas de 1959) desarrolla superficies sonoras al superponer y yuxtaponer ritmos y materiales heterogéneos, creando una especie de micropolifonías que solo pueden percibirse como un resultado global. Además, había realizado música electrónica en el Estudio de la Radiodifusión francesa con Pierre Schaeffer, algo que en la España de la época era imposible.

La principal actividad de Hidalgo a su llegada España es fundar, junto con Walter Marchetti y Ramon Barce (que escribe el manifiesto y elige el nombre), un grupo de “Música de Acción” llamado ZAJ (palabra que no tiene ni significado), que se presenta en Madrid a finales de 1964. ZAJ cumple en España una función revulsiva similar la asumida por FLUXUS en esa misma época y realiza manifestaciones similares de descontextualización de acciones cotidianas, incorporando poemas visuales, músicas visibles y libros objetualistas y estrenando obras de John Cage (como el hoy legendario 4’33”), Dick Higgins, Earle Brown y otros.

Pronto se incorporan a ZAJ artistas que proceden de otros ámbitos, como Esther Ferrer, José Luis Castillejo, Eugenio de Vicente o compositores como Tomás Marco. Los inclasificables espectáculos de ZAJ convocaron un público muy numeroso e interesado, sembraron el desconcierto de la crítica y se convirtieron en un referente del momento, que en alguna ocasión estuvo casi a punto de chocar con la policía. ZAJ alcanzó considerable proyección internacional, actuando en Paris, Düsseldorf, Milan, Venecia y numerosas ciudades de Canada y Estados Unidos. Todo ello en la segunda mitad de los años 60 y principio de los 70.

Algunas de las piezas de Juan Hidalgo escritas para ZAJ son de un ascetismo sorprendente, consistiendo en simpes instrucciones. Por ejemplo, un etcétera (era el nombre que Hidalgo da a sus obras para ZAJ) titulado 1,2,3,4,5,6,7,8,9,10,11,12 y13 consiste en que:

“Un hombre realizará 13 acciones con 13 pañuelos sobre 13 sillas: a cada silla corresponderá un pañuelo, que el hombre llevará oculto sobre sí”

Pero otros no son siquiera acciones públicas: por ejemplo, ésta:

       “Enviar durante 30 días 30 palabras a 30 mujeres de la ciudad”

La escasa, nula o esporádica aportación de los organismos públicos a las actividades de la vanguardia se vio compensada por el apoyo desinteresado de diferentes mecenas. Fue de especial trascendencia la aportación de Juan Huarte Beaumont, industrial navarro que apoyó a artistas plásticos como Oteyza, Chillida, Pablo Palazuelo, Rafael Ruiz Balerdi, o José Antonio Sistiaga.

Huarte abre una galería en Madrid donde expone obras de estos artistas, crea la revista FORMA NUEVA y apoya a Luis de Pablo de dos modos: creando el primer laboratorio de música electrónica español en 1965 y destinando fondos a una especie de asociación de conciertos (gratuítos) dirigida por el propio Luis de Pablo con el nombre de ALEA.

Entre 1965 y mediados de los setenta, ALEA estrenó en España obras de Webern, Strawinsky, Ives, Varèse o Bou­lez (las Improvisa­tions sur Mallarmé se escucharon en Madrid antes que en Pa­ris), Cage, Berio, Bussot­ti, Messiaen, Pous­seur, Denisov, Donatoni, Nono, Kagel, Xenakis o Stockhau­sen (que actuó con su propio grupo presentando HimnenKontakteMikrop­honie I y II así como la prime­ra versión de Stimmung). Especial relevancia tiene destacar que Erwartung, la ópera de Arnold Schönberg, se escuchó en Madrid, en el Teatro Real (que entonces era una sala de conciertos) en un concierto organizado por ALEA.

 ALEA ofreció sus primeras oportunida­des, no ya a los del 51, sino a músi­cos de las genera­ciones sucesi­vas, como Arturo Tamayo, Miguel Angel Coria, Tomás Marco, Eduardo Polonio u Horacio Vag­gione: con los dos últimos formará más tarde un grupo de improvisación electrónica en vivo, también bajo la denominación de ALEA.

De Pablo gobernó este proyec­to, el más importan­te esfuerzo divulgador de su época, que culminó en junio de 1972 con las En­cuentros de Pamplo­na, la máxima manifesta­ción interdisciplinar jamás realizada en España, en cuya organización colaboró José Luis Alexanco, artista plástico posterior a la generación del grupo El Paso. En los Encuentros se dieron cita más de 300 creadores de todas las disciplinas artísticas, con fuerte presencia, además de la música, de los artistas plásticos.

En los Encuentros se interpretaron obras de Xena­kis, Bussotti, Steve Reich o Carlos Santos, pero también estuvo presente el flamenco o la txala­parta (ins­trumen­to de percu­sión popular vasco que requie­re dos ejecutan­tes, y para el que el propio De Pablo compuso Zulezko Olerkia en 1975), el Teatro Kathakaly y los espec­táculos audio­visuales de Luc Ferrari y de ZAJ,   impro­vi­saciones de John Cage y David Tudor junto a los prime­ros expe­ri­mentos de genera­ción automáti­ca de formas hasta muestras de plás­tica en las que participa­ron, entre muchos otros, Chi­lli­da, Oteiza, Iba­rrola, Sempere, Alexanco, Artigas o el Equipo Crónica, junto a la poesía fonética de Lily Green­ham y a proyecciones de films de Fass­binder y Buñuel (muchas de cuyas obras eran desconocidas o estaban prohibidas), Iones­co, Léger, Ray, Melies o Kagel.

Se pre­sentaron allí tam­bién alguna de las primeras composi­ciones del que, de no ser por su prema­tura y recientí­sima desapari­ción, estaba destinado a ser el músico más original y de mayor trascenden­cia de su gene­ra­ción: Francis­co Guerrero.

Guerrero es, cronológicamente, el último representante de escritura musical genuínamente especulativa. En sus últimas obras orquestales (SaharaOleadaComa Berenices…), pero también en su grandioso cuarteto titulado Zayin, Guerrero lleva hasta sus últimas consecuencias la superposición de estratos buscando una resultante que subsume todas las líneas individuales. Es una música de extrema dificultad de ejecución desarrollada a partir de cálculos basado en la geometría fractal de Mandelbrot: pero Guerrero, que era ante todo un músico, retocaba luego el resultado final buscando precisamente una lógica musical y acústica por encima del resultado puramente algebraico.

Políticamente, los Encuentros chocaron absolutamente con todo lo existente en España en aquella época: el Partido Comunista, con su habitual estrechez de miras estéticas, lo rechazó como “arte oligarca y elitista”, y como una manifestación de imperialismo, los sectores nacionalistas denunciaron su “españolismo” (y éso que había muchos artistas vascos en la muestra), ETA llegó a poner dos bombas de pequeña potencia (que, afortunadamente, no causaron daños personales) y, tras los primeros días, la policía, por orden de la delegación de gobierno (que había alertado a la ciudadanía diciendo que los Encuentros pretendían llenar la ciudad de putas y maricones (sic) durante diez días), prohibió su continuación.

Numerosas actividades quedaron suspendidas o fueron saboteadas (por ejemplo, la cúpula hinchable del ingeniero Prada Poole, donde se realizaban muchas manifestaciones, fue rajada a punta de navaja).

Pero, como trabajo de agitación cultural, los Encuentros supusieron, tanto la coronación del vanguardismo español como el punto de arranque de una nueva etapa. Volviendo la vista atrás, resulta asombrosa la extraordinaria variedad, riqueza y vitalidad de aquella etapa de la cultura española, así como el apoyo creciente de un sector de público extraordinariamente interesado y receptivo. Por supuesto, los actos que pudieron realizarse en los Encuentrosgozaron de una presencia de espectadores verdaderamente excepcional.

El trabajo de ALEA fue coetáneo con la creación en Barcelona de Diabolus in Musica, grupo musical creado y dirigido por Joan Guinjoan también en 1965, que presentó igualmente numerosas obras de autores extranjeros y españoles: estrenó en España la Serenata Op.24 y la Segunda Sinfonía de Cámara de Arnold Schönberg y realizó la primera grabación de L’histoire du soldat editada en España.

Artista hecho a sí mismo, Joan Guinjoan (Riudoms, Tarragona, 1931) es una persona digna de admiración y un creador de oficio inatacable. Guinjoan pertenece a la estirpe de aquéllos para quienes el arte es una profesión y no la expresión, supuestamente sublime, de una presunta “subjetividad trascendente”. Precisamente por ello, su música es una de las más personales y características de la Generación del 51.

Joan Guinjoan

Guinjoan, que ha trabajado el campo con sus propias manos antes de comenzar su carrera musical con 21 años, no se decidió a abordar la composición hasta 1960, cuando disponía ya de un amplio bagaje como pianista, con más de 250 conciertos en España, Italia y Francia y estrenando obras obras Île de Feu de Messiaen en españa.

En sus años de estudio en Paris, Guinjoan tocó en cafés y brasseries,  compuso tangos, javas y cha-cha-chas, ejerció la dirección orquestal, fue crítico musical durante muchos años en el Diario de Barcelona, ha sido enseñante y divulgador en Radio y en Televisión y, por supuesto, ha desarrollado un catálogo compositivo en el que hay música de todos los géneros, formaciones y tamaños.

Resulta imprescindible señalar que, si ALEA existió gracias al patrocinio privado de Huarte, DIABOLUS IN MUSICA no recibió tampoco ninguna subvención oficial, manteniéndose con las aportaciones de sus socios y el importe de las entradas. Por supuesto, y como antes dije, la colaboración desinteresada de instituciones como el Goethe Institut, o los institutos Francés e Italiano fue decisiva para el desarrollo y el afianzamiento del arte de vanguardia en España.

Concluyamos: en 1983, con el primer gobierno de Felipe González, se crea en Madrid el CDMC (Centro para la Difusión de la Música Contemporánea), cuya dirección se ofrece a Luis de Pablo, que estuvo a su frente menos de dos años, a causa de un infarto, venturosamente sin mayores consecuencias. En términos políticos, se ha empleado con gran frecuencia la expresión normalización democrática para referirse al establecimiento del parlamentarismo en España y su definitivo afianzamiento. Que artistas como buena parte de los nombrados pertenezcan hoy a la Academia de Bellas Artes, o que el referido CDMC continúe realizando una labor ininterrumpida a favor de la música actual y que los mejores grupos musicales extranjeros dedicados a la música viva visiten España regularmente es, sin lugar a dudas, la otra cara de esa misma normalización.

La vanguardia musical (y artística en general) desempeñó una función esencial en ese proceso: potenciar el desarrollo de una nueva sensibilidad y, por tanto, de una nueva conciencia estética más libre y de más amplios horizontes. La función educativa del arte nunca habrá tenido un papel más destacado del que tuvo en la España de los años oscuros.

Carmelo Bernaola falleció en 2002, Gonzalo de Olavide, en 2005 y Ramón Barce en 2008, como ya quedó dicho. Todos los demás compositores citados siguen hoy en día desarrollando su trabajo e, incluso, cabría afirmar que están haciendo ahora alguna de su mejor música: nuestro recuerdo para los ausentes, nuestra admiración y nuestra gratitud para todos ellos.

Conferencia pronunciada en el Instituto Cervantes de Hamburgo el 1 de junio de 2012

José Luis Téllez