Miseria y esplendor 

La República de Weimar fue uno de los periodos más sombríos de la historia reciente: Mutter Krausens Fährt ins Glück (El viaje a la felicidad de Mamá Krausen), el escalofriante film que Piel Jutzi realizó en 1929, muestra la vida cotidiana en el barrio berlinés de Wedding con una exactitud terrorífica, esa Alemania en que la inflación alcanzó extremos astronómicos que arrojaban al arroyo a los más desposeídos para enriquecer aún más a quienes ya eran monstruosamente ricos con anterioridad: veinticinco millones de marcos equivalían a tres centavos de dólar en 1923 y un vaso de cerveza llegó a costar cuatro mil millones en 1925. Esos años, iniciados con múltiples asesinatos de izquierdistas (Rosa Luxemburgo y Karl Liebnecht entre ellos), a cargo de los Freikorps, las bandas paramilitares apoyadas por el gobierno de Friedrich Ebert, fueron también aquéllos en que se desarrolló una actividad cultural de una riqueza absolutamente fuera de lo común. Fueron los años en que iniciaron su trayectoria cineastas como Murnau, Robert Wiene, Pabst o Fritz Lang, se produjeron movimientos pictóricos como la Neue Schlichkeit (en que artistas como George Grosz y Otto Dix expresaron una durísima crítica social), se crearon escuelas como la Bauhaus, que perseguía la unificación de las artes tradicionales y el universo industrial y que, en literatura, produjo nombres como Alfred Döblin, Gottfried Benn, Franz Kafka o Bertold Brecht.

Como cabía esperar, fueron también los años de una creatividad operística desbordada: casi dos centenares de obras se estrenaron entre 1918 y 1933, y la variedad de estéticas musicales contrapuestas ofrece un balance excepcional; en 1926 se presentaron 40 títulos, 43 al año siguiente y nada menos que 60 sólo en 1928. Las estéticas variaban entre el postromanticismo de las siete obras presentadas por Strauss y el crítico y penetrante objetualismo de Hindemith, que ofreció otras siete (entre ellas, Cardillac, su trabajo más significativo). Krének, por su parte, presentó no menos de trece obras (incluyendo operetas y revistas), pero solamente la mitad pudieron verse en Alemania, mientras Kurt Weill estrenó allí no menos de nueve (Mahagonny y Die Dreigroschenoper entre ellas). Franz Schrecker, Erwin Schulhoff y Manfred Gurlitt son algunos de los nombres que iniciaron su carrera en esos años.

La ruptura de fronteras entre los géneros tradicionales fue la característica más señera del periodo (junto con la reivindicación de lo vulgar y lo comúnmente considerado como Geschmaklosigket, mal gusto): la canción de cabaret y el bailable de actualidad coexistía con la pieza de bravura, y la trascendental influencia del jazz desencadenó una atracción por lo estadounidense que en el horror alcanzó su más acrisolado vértice: Lotte Lenya destacaba la fotografía de la ejecución en la silla eléctrica de Ruth Snyder como cúspide de esa fascinación.

En todo caso, la ópera actuó como la cara más visible de semejante desbordamiento estético: las obras de Schönberg se estrenaron en ese periodo, aunque solamente una (Von heute auf morgen) vio la luz en Alemania, en febrero de 1930 en la Opernhaus de Frankfurt. Se trata de un verdadero manifiesto que denuncia la trivialidad auspiciada bajo la rúbrica de Zeitoper (ópera del tiempo, ópera de actualidad): para el autor de Pierrot lunaire el arte tiene una componente de sublimidad que debe situarse más allá de la moda. Sin expresarlo de modo tan tajante, esa misma concepción se encuentra en otros autores del momento: Busoni presentó su Doktor Faust en Dresde en 1925, el mismo año en que Berg hacía lo propio con Wozzeck en Berlin. Que esta última obra es una piedra miliar en la historia del género es algo que está fuera de toda discusión, del mismo modo que cualquiera de las obras ya señaladas ocupa un lugar trascendente en el operismo del pasado siglo. 

La famosa escena del baño en la premiere de la ópera Hin und Zurúck de Paul Hindemith en la Kroll Opera de Berlin en 1929.

Algunas de las óperas que más éxito alcanzaron han desaparecido sin apenas dejar huella, uno de tantos culpables absurdos como menudean en la historia del teatro cantado: es el caso de Maschinist Hopkins (que se estrenó en Duisburg en abril de 1929), primera ópera de Max Brand (autor igualmente del libreto), que mezcla el jazz con el dodecafonismo de modo especialmente eficaz. La influencia de Metropolis, el film de Fritz Lang dos años anterior, resulta evidente: la fascinación por las máquinas y la pregunta acerca de su aptitud para sustituir al hombre es elemento común a ambas obras. Si de Wozzeck se hicieron hasta 17 producciones diferentes hasta 1932, Maschinist Hopkins gozó de 25, que se representaron en 41 teatros. Resulta bien significativo que la obra fuera seleccionada para un festival por un jurado en el que se encontraba Alban Berg: la influencia de la obra de Brand en la futura Lulu resulta evidente.

Max Brand era judío, como Schönberg: con la llegada de Hitler al poder, la mayor parte de los autores citados (con la excepción de Richard Strauss, que asumió el cargo de Generalmusikdirektor) acabó en el exilio o en el silencio y su música, etiquetada como entartete Kunst, arte degenerado: se clausuraba así una de las etapas más ricas y complejas de la historia de la belleza. Por cierto: Piel Jutzi se afilió al partido comunista en 1928 para abandonarlo al año siguiente y asociarse al nacionalsocialismo en 1933, rodando gran cantidad de cortometrajes a partir de ese momento (no se le permitió rodar largometrajes debido a su pasado como realizador para productoras comunistas como Film-Kartell o Welt-Film). Cosas de la vida.

José Luis Téllez (noviembre 2022)