Más allá de la música

La música concreta y la música electrónica nacieron en los años inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial: hacia 1950 Pierre Schaeffer y Pierre Henri comenzaron a desarrollar la primera en los estudios parisinos de la ORF, y casi simultáneamente Herbert Eimert y Karlheinz Stockhausen materializaban los ejemplos pioneros de la segunda en los de la WDR de Colonia. En ambos casos se asistía a lo que Enrico Fubini ha denominado lúcidamente como el acto revolucionario más radical que se haya acometido jamás en la tradición musical de occidente. No se trata de medir el alcance directo de ambas proposiciones, sino de reflexionar cómo los conceptos de ritmo, de escala o de armonía quedaban totalmente subvertidos, y hasta qué extremo la idea misma de música experimentaba una expansión nueva y trascendente de alcance inicialmente desconocido. En todo caso, lo esencial para el nacimiento de estas nuevas formas fue la aparición de aparatos que permitiesen la grabación y manipulación del sonido: la tecnología generaba soluciones estéticas originales e inesperadas. A partir de ahí, toda la música posterior ha experimentado la influencia directa de la electrónica, bien de modo directo, bien mediante la síntesis entre el universo electroacústico y el tradicional, como sucede con la manipulación del sonido en vivo: Répons, la monumental obra de Boulez, o el delicadísimo trabajo de la parte instrumental en Only the sound remains, la exquisita ópera de Kaija Saariaho, constituyen ejemplos de belleza privilegiada.

Las diferencias de realización y de concepto entre  la musique concrète y la elektronische Musik era abismales: los autores franceses, sin plantearlo de modo explícito, proyectaban la iconografía surrealista sobre el ámbito de lo musical, mientras los alemanes trataban de llevar a sus últimas consecuencias el serialismo integral postweberniano (en 1907 Busoni ya había tenido una intuición decisiva al afirmar el futuro protagonismo del tercio y el cuarto de tono) persiguiendo un control absoluto de todos los parámetros sonoros. Utilizar sonidos reconocibles mezclándolos, fragmentándolos y combinándolos al margen del contexto particular de cada uno de ellos generaba un paisaje auditivo inquietante y altamente evocador, mientras las piezas construidas mediante generadores de frecuencias sinusoidales y de ruido blanco posteriormente filtrado producían otras sonoridades carentes de armónicos que pulverizaban el concepto mismo de intervalo, sonoridades que se dirían desencarnadas o despersonalizadas, pero no menos subyugantes.  En uno y otro caso había nacido una suerte de lirismo acusmático fronterizo con lo que hasta entonces se había considerado como estrictamente musical: resulta significativo considerar cómo las realizaciones  de estos pioneros, escuchadas hoy, siguen poseyendo una fuerza poética incuestionable. La tosquedad de los procedimientos técnicos ha trabajado, paradójicamente, en su favor.

El camino concreto y el camino electrónico parecían diametrales. Como en tantas otras cosas, sería Stockhausen el primero en traspasar  una frontera que se antojaba impenetrable: en 1956, el Canto de los Adolescentes (Gesang der Jünglinge) aportó la síntesis entre ambos universos. La base es una voz infantil que, superpuesta a sí misma, genera polifonías y bloques armónicos que, fragmentados, acelerados o difractados se mezclan con los sonidos sinusoidales y el ruido blanco filtrado de modo que ambos materiales se encuentran y se complementan, generando una ambigüedad en la audición que sólo se despeja en momentos concretos. La idea poética parte del canto de los macabeos en el horno ardiente, y la alabanza a la divinidad nutre los enunciados lingüísticamente reconocibles: Preist den Herrn, Jubelt dem Herrn, wir schauden alles, Himmel son algunas de las pocas palabras y expresiones íntegramente inteligibles. Las vocales corresponden  a los tonos sinusoidales puros, las consonantes y diptongos al filtrado del ruido blanco y las “nubes sonoras” ocasionales a fluctuaciones estadísticas de los microintervalos fonéticos: existe una continuidad entre lo real y lo electrónico equivalente a la existente entre el sonido y el ruido a través de doce categorías, desde los complejos sinusoidales puros a los acordes cantados y afinados. El sonido concreto de las voces infantiles, casi desencarnadas, se prolonga en las sonoridades electrónicas genéricas, que se humanizan (por decirlo de algún modo), de modo que uno de los campos referenciales y expresivos se desborda constantemente sobre el otro para generar una emotividad nueva. El trabajo de índole serial realizado por el compositor es de una complejidad vertiginosa (la reciente publicación de los cuadernos de apuntes por parte de la Fundación Stockhausen aporta un testimonio abrumador), pero lo que gobierna la escucha es la asombrosa musicalidad del resultado: todo cuanto sucede en la obra está realizado a través del oído de un músico cuyo control sonoro del resultado es incuestionable.

Resulta profundamente revelador recordar el origen de esta pieza maestra: un par de años atrás, Stockhausen pretendía realizar una Misa electroacústica eclesiásticamente utilizable, pero la jerarquía católica prohibió su empleo anticipándose al proyecto del compositor, que no llegó a realizar trabajo alguno en semejante dirección. Fue entonces cuando Stockhausen se dirigió hacia el texto de los Apócrifos que narra el suplicio de Shadrach, Mesiah y Abdenego que constituye la base de su obra: pocas veces un interdicto habrá tenido consecuencias más felices.

José Luis Téllez (febrero 2021)