Mapas del universo

Sea un conjunto de 72 dos instrumentos de cuerda repartidos según la proporción habitual en una orquesta. Partiendo de un unísono sobre el Sol de la segunda línea de dicha clave, imaginemos un glissando muldireccional de modo que, desde esa situación de entropía cero, pasamos por estados de entropía creciente que despliegan el unísono inicial hasta alcanzar una distribución de puntos sonoros que ocupan de manera compacta una extensión de, digamos, seis octavas, de modo que a cada instrumento le corresponda una y solo una de las notas de la escala temperada de tal ámbito acústico. Llegamos así a una configuración uniforme, una especie de cluster isótropo de entropía estacionaria que no se modifica aunque cada instrumento ejecute “melodías” desplazándose de una nota a otra, siempre y cuando el conjunto de alturas resuene en su integridad y a cada instrumento le corresponda una nota diferente en cada instante: como si, partiendo del episodio inflacionario, se llegase a un estado similar al que originó ese residuo que hoy denominamos fondo de microondas (obsérvese que en tal configuración, las unidades temporales y espaciales son intercambiables: al no modificarse la envolvente sonora el tiempo no transcurre, ya que cualquier instante de la música equivale a cualquier otro, lo que no contradice la existencia de múltiples movimientos internos). Naturalmente, se trata de un ejemplo teórico: en la realidad orquestal, la entropía aumentaría, es decir, que sería necesario introducir energía constantemente ―la correspondiente al esfuerzo de los respectivos instrumentistas― para mantener invariable la estructura espacial. 

Pero imaginemos que tras esa expansión casi instantánea gobernada por una fuerza repulsiva apareciera una fuerza atractiva lo suficientemente débil como para no colapsar el espacio pero lo suficientemente fuerte como para sensibilizar, digamos, todos los Fa sostenido, de manera que cada instrumento que en un instante dado ejecute esa nota se desplace hacia el Sol vecino en el siguiente, con lo que, a partir de ese instante, dicha nota correspondería no a 7 sino a 13 instrumentos, creando puntos de acumulación o regruesamientos locales de la textura y esponjamientos o vacíos en los lugares ocupados por la sensible en el instante anterior. La consecuencia inmediata es que tal modificación acarrearía un incremento en las componentes de la resonancia de esos Sol, con lo que el Re y, en menor grado, el Si natural resaltarían sobre el fondo acústico: en la gradación de resonancias (y de acuerdo con la descripción convencional), la siguiente nota afectada sería el Fa natural, con lo que se crearía un acorde de séptima de dominante por efecto de la atracción gravitatoria, acorde que podemos concebir como ejecutado por 31 instrumentos en la octava central sobre un fondo de 8 notas ejecutado por los restantes 41, que ocuparían todos los semitonos vacíos, pero no en todas las octavas, produciendo una anisotropia aleatoria como la que hoy se aprecia en el fondo de microondas. Prolongar el razonamiento llevaría a la conclusión de que ese acorde, dada su inestabilidad relativa, tendería a resolver sobre el de Do mayor: pero ésta última posición (que ya sólo afectaría a 25 instrumentos frente a 47 para un fondo de 9 notas) implicaría un ámbito local más ordenado que el anterior (eso sí, con ese fondo más entrópico), ya que está provocado por una resonancia que produce una configuración enteramente estable (por supuesto, esa resonancia es tan teórica como el temperamento igual elegido al comienzo).

Así, partiendo de una posición de entropía nula y pasando por una fase estacionaria, la aparición de la gravedad ha desembocado, a través de una cadencia perfecta, en un mínimo entrópico relativo, un ámbito local más ordenado que el de partida: ese proceso de formación del acorde perfecto mayor equivaldría al del nacimiento de una galaxia. Por supuesto, se podría suponer que la resonancia del Re, el armónico más sonoro después de las propias octavas del Sol, intensificaría la dinámica relativa de su quinta, añadiéndose el La a la séptima inicial, generando sucesivamente una novena, una undécima (etc), pero las cosas no cambiarían sustancialmente por ello: en el límite, estaríamos describiendo la formación de estrellas dentro de una gran nebulosa primordial, puntos resplandecientes que se llamarían Fa mayor, La menor y así sucesivamente.

Pero este símil cosmológico tiene un paralelo musical: como si el arranque de Metástasis, pasando por el famoso episodio del canon a 53 partes de Atmósferas, desembocase en ese compás de Die Schöpfung en que, según el mito bíblico, la Palabra crea la luz (y la tonalidad: Do mayor, naturalmente) a partir de un magma oscuro y difuso: es werde Licht!und es war Licht. Y tampoco es casual que esa primera etapa sólo sea descriptible mediante dos obras del S.XX, del mismo modo que la música de Haydn representa, por así decir, la apoteosis del espacio newtoniano, que nuestro tiempo ha expandido hacia perspectivas insólitas (la relatividad, la mecánica cuántica): la concepción del universo imperante en 1799 jamás hubiera podido producir los textos de Xenakis y Ligeti.

Hablemos, pues, de música. Es decir: de cosmología (o de la mecánica de las partículas subatómicas que, según la teoría de cuerdas, son armónicos de otras entidades aún más elementales). El universo es música y las muchas obras que dilatan su historia no son sino sus mapas, sus representaciones fragmentarias.

José Luis Téllez