Los nombres del padre. Presencia de J.S.B. en la música del S.XX

Desde cualquier punto de vista que se considere, Johann Sebastian Bach es la presencia más viva y universal de cuantas, proviniendo del pasado, hayan podido utilizarse en nuestro siglo para legitimar el presente. Bach es invocado, homenajeado, reivindicado o parafraseado por los expresionistas vieneses pero también por los objetualistas parisinos, por procapitalistas como Strawinsky y prosoviéticos como Shostakovich, por católicos (Reger), judíos (Schönberg) y agnósticos (Hindemith), nacionalistas (Villa-Lobos) y cosmopolitas (Britten), ancestralistas (Bartok) y visionarios (Busoni), dodecafonistas ortodoxos (Searle) y vanguardistas asilvestrados (Bussotti), inclasificables (Kagel) y previsibles (Honegger), con un grado de unaninimidad admirable y paradójico, habida cuenta de la oposición entre las diferentes tendencias y las opiniones ocasionalmente encontradas de quienes se reclaman como sus herederos, exégetas, nostálgicos o simples entusiastas. Son muy pocos los que, como Puccini o Strauss (por poner sólo un par de ejemplos entre los autores de primera fila), permanecen impermeables a su influjo, pero ello debe entenderse más bien como un signo de pertenencia a cierta práctica concreta (el operismo) y ciertas tradiciones específicas (lo que podemos denominar de modo convencional como el melodismo italiano en el primer caso y el wagnerianismo tardío en el segundo) y en modo alguno como una defección. De pasada, y ya que se nombra a Wagner, no cabe dejar de reflexionar en la relativa brevedad de su vigencia, habida cuenta de su pretensión de constituirse, nada menos, que en la música del porvenir: claro que también Schönberg creó un método de composición que asegurará la primacía de la música alemana durante otros cien años, según escribió a Matthias Hauer a comienzos de los veinte, y apenas tres décadas más tarde ya publicaba Pierre Boulez un célebre artículo titulado, precisamente Schönberg ha muerto: lo que es la vida.

La letras B-A-C-H transcritas musicalmente forman una célula que el propio autor fue pionero en utilizar como firma, sugiriendo un empleo temático ampliamente recreado desde sus propios hijos y discípulos (Johann Christian Bach y Johann Ludwig Krebs) hasta autores de tan diversa orientación estética como Schumann, Liszt o Rimsky y, ya en nuestro siglo, los citados Max Reger y Ferruccio Busoni, que han escrito respectivas obras maestras tomando como base semejante motivo de fascinadora ambigüedad tonal: dos intervalos descendentes de medio tono separados por uno ascendente de tercera menor.

De la simple inspección de la figura se deduce que transportar la célula una tercera mayor dos veces consecutivas agota el espacio cromático, mientras que la inversión retrogadada restituye la forma inicial traspuesta un semitono. ¿Cabría afirmar, a partir de tan obvias (pero significativas) constataciones, que ese modo de escribir el Nombre del Padre puede considerarse como el germen del dodecafonismo? Algo así debía de tener Schönberg en la cabeza a la hora de construir la serie de la primera obra de gran formato nacida de su nuevo método, las impresionantes Variaciones para orquesta Op.31:

El tetracordio formados por las 4 últimas notas de la serie no contiene otra interválica sino la correspondiente a tal motivo (una tercera menor flanqueada por dos semitonos), mientras las notas 2,3,4 y 5, si se permutan agrupando pares e impares (2,4,3,5), generan una transposición del nombre a tritono de distancia. Reiteración llamativa por afectar a ambos hexacordos dada la tendencia a emplearlos de modo independiente (deduciendo de uno de ellos la armonía o el contrapunto del otro, por ejemplo), con lo que dicha interválica queda muy fijada en la escucha, coloreando de un modo particular todo el cuerpo de la obra que, por así decir, tiende asintóticamente al enunciado del nombre. El propio Schönberg da la clave de sus intenciones, al comenzar la serie, precisamente, con una cuarta aumentada que arranca además de la primera letra (si bemol=B), y finalizarla (es decir: iniciar la retrogradación) con las dos últimas en orden inverso (si natural=H y do natural=C). Como no podía menos de suceder, el la natural, la letra que falta, sirve para finalizar el primer hexacordio, con lo que el Nombre no sólo impregna la totalidad de la serie, sino también cada segmento de ella, haciendo inviable toda operación motívica que pretendiera escamotearlo, aunque sin enunciarlo de un modo directo para, con ese rigor constructivo y esa nitidez didáctica típica del maestro, reservarlo para la última sección del monumental finale, es decir, como lógico corolario más allá de las variaciones mismas, pero presentándolo allí de modo compacto. La página 71 de la partitura (en total son 80), reproducida en la ilustración, muestra diversas variantes directas y retrógadas de la idea. Burla burlando, el propio Schönberg ya dijo en alguna ocasión que Bach fue el primer dodecafonista, en razón de que el sujeto de la última fuga del primer libro del Wohltemperierte Klavier contenía el total cromático en los tres primeros compases.

Ciertos ejemplos están destinados naturalmente a cundir, y así Anton Webern retomaría la idea en su magistral Cuarteto Op.28, construido a partir de una serie dividida en tres tetracordios que son otras tantas formas del Nombre:

El primero y el último son simples trasposiciones (a tercera menor y a la cuarta respectivamente), mientras el central es, precisamente, la retrogadación invertida (o sea…). Aquí las cosas funcionan al revés: la forma B-A-C-H no se escucha, pero el Nombre atraviesa, literalmente, cada compás de la obra que, por cierto, concluye con una de las elaboraciones más densamente contrapuntísticas del autor, en forma de canon doble por movimiento contrario (una construcción que estará presente igualmente en el movimiento final de su Segunda Cantata). Aquí hace acto de presencia otra forma de modular el Nombre sin pronunciarlo: la fascinación polifónica, verdadera marca de fábrica de todo amante de Bach que se precie. Por cierto, que esa misma forma utilizada por Webern sería también empleada por Schönberg en El nuevo clasicismo, última de sus Tres sátiras para coro mixto, para zaherir a Strawinsky (a quien llama Modernsky) y sus (¡maravillosos!) pastiches bachianos: de esa misma época y, concretamente, la Sonata para piano presentada en Donaueschingen en 1924 (Strawinsky ha comentado en alguna parte que la insolencia de Schönberg solamente podía perdonarse por su maestría técnica). En todo caso, quedaba ya muy claro que en ésto de ser hijo de Bach no hay peor cuña que la de la misma madera.

Tercero en discordia, Alban Berg invoca al Padre penetrando directamente en su música, apropiándose de ella para vivificar la suya. La insólita serie del Concierto para violín consta de cuatro arpegios ascendentes alternativamente mayores y menores, que concluyen con un tetracordio por tonos enteros:

Pero esas cuatro últimas notas son la transposición a un tono de distancia del inicio del coral Es ist genug (BWV 60), con el que Berg realiza unas sublimes variaciones contrapuntísticas que, al tiempo que clausuran la obra dotándola de sentido retrospectivo, inscriben su propio modo de afirmarse en la común genealogía. Por lo demás, lo del coral variado, citado o remedado, es socorridísimo: un ejemplo célebre se encuentra en el final de la Segunda Sinfonía del precitado Honnegger, previamente convertido al Bach verdadero desde que, con 15 años, escuchara en Le Havre algunas cantatas dirigidas por André Caplet, con un impacto que le llevaría a emular el oratorio barroco en su serie de frescos religioso-patrióticos iniciados con Le roi David (más o menos en esa época Bartok hacía lo propio desde presupuestos políticos rigurosamente opuestos en su Cantata profana, la más neobarroca de sus obras). No por azar, Honneger fué uno de los que, en 1932 (junto a Casella, Roussel, Poulenc y Malipiero), escribirá un Preludio, arioso y fughetta sobre el anagrama BACH para la Révue musicale de Prunières. Expresionismo, postmodernismo, neorromanticismo y objetualismo neoclásico coincidían así en fascinaciones idénticas.

Igor Strawinsky

El caso de Strawinsky, sin duda más pertinaz, sitúa al menos dos formas diferentes de asentarse en la estirpe (dos escrituras del Nombre). Por una parte, está lo que cabría llamar reivindicación de la retórica genérica (punto en el que coincide con cierta práctica de los dodecafonistas): rememorar a Bach a través de una formalística que interpela, no las formas del clasicismo (lied, sonata, rondo, sinfonía, variaciones, etc.), sino las anteriores, las procedentes del barroco o del preclásico: giga, zarabanda, coral variado, fuga, passacaglia y así sucesivamente. Este segundo aspecto está tan hondamente inscrito en su obra que sería preciso destacar buena parte del catálogo, desde el Septeto hasta Agon, pasando por el Concierto en re o ese provocadora contrafacta brandemburguesa que se llama Dumbarton Oaks. Por otra, la rememoración directa que, en una obra como la Sinfonía de los Salmos se manifiesta tanto por la articulación formal (la obra comienza con un díptico preludio y fuga) como por la referencia inequívoca que el tema arpegiado de la primera fuga (pese a su séptima ascendente, su ausencia de quinto grado y su quebrada sexta descendente: algo así como un negativo interválico), traza respecto al de la Ofrenda Musical. 

Y a propósito de passacaglias: una decena podemos encontrar en la obra de Benjamin Britten entre la Serenata y el último cuarteto, sin contar con el interludio de Peter Grimes ni con The turn of the screw, que toda ella es una especie de chacona (que incluye otra en la escena final) sobre un tema dodecafónico. Y ya que hablamos de ópera, recordemos que todo el último acto de The bassarids, la sobrecogedora tragedia de Werner Henze, es igualmente una suerte de passacaglia sobre un tema de 41 notas: adecuado final para una obra que cita (breve pero perceptiblemente) el inicio de la Partita BWV 828 en la narración del viaje de Dyonisus e, incluso, el et incarnatus de la Misa en si menor en el pavoroso instante en que Agave comprende que la cabeza, esa Haupt voll Blut und Wunden que porta con aire triunfante, es en realidad la de su propio hijo Pentheus.

De modo menos explícito, pero no menos evidente, se escribe así el Nombre de los nombres al recuperar una de las ideas barrocas de mayor abolengo: consideración extensible al Bartok de la Sonata para violín solo, a Reger, al Berg de Wozzeck, a los propios Schönberg y Webern y a otros autores como Niels Viggo Bentzon, Carl Nielsen o Frank Martin, autores de passacaglias de notable prestancia. Aunque los máximos cultivadores contemporáneos de semejante forma serían Hindemith (Das Marienleben, Cuarto Cuarteto, Sonata para violonchelo y piano…) y Shostakovitch (Octava sinfonía, Primer Concierto para violín…). No por azar: ambos músicos concibieron y realizaron sendas paráfrasis particularmente geniales del Wohltemperierte Klavier. Hindemith, el Ludus tonalis (1942), serie de fugas e intermedios sobre la ordenación de su propia serie armónica (do-sol-fa-la-mi-mi bemol-la bemol-re-si bemol-re bemol-si natural-fa sostenido) y Shostakovich, de un modo todavía más literal, su propia colección de 24 preludios y fugas (1950) en todas las tonalidades (ordenadas por el círculo de quintas). Si en tales ejemplos el homenaje es directo y literal, también es obvia la alusión en otros intentos de revitalizar las formas antiguas: pueden ustedes apostar lo que quieran a que el número de obras de gran aliento escritas en este siglo para violonchelo solo (Kodaly, Britten, Zimmermann, el mismísimo Xenakis de Nomos alpha…) hubiera sido mucho menor de no haber mediado la recuperación de las suites bachianas gracias al nunca suficientemente alabado Casals. Y semejante riqueza es también una forma implícita de articular el Nombre.

Leopold Stokowsky 

Anagrama, paráfrasis textual, cita directa, inspiración formal…Más obvias, pero no menos pertinentes, las tentativas de releer ciertas músicas de Bach a través del deslumbrante tornasol de la orquesta constituyen una forma igualmente llamativa de extender el parentesco, toda vez que la configuración sinfónica actual era inexistente (e inimaginable) en los días del Padre. Han florecido así realizaciones instrumentales de obras abstractas como el Arte de la Fuga materializadas, no desde los siempre soporíferos planteamientos supuestamente filológicos, sino desde la desbordada sensibilidad tímbrica actual, a través de orquestaciones tan imaginativas como, por ejemplo, la de Roger Vuataz (Hermann Scherchen la presentó en Madrid en 1962). Una de los más famosos arreglos orquestales (y también el más cinematográfico) es el realizado en 1952 por Leopold Stokowsky de la ya célebre BWV 565 para su orquesta de Filadelfia, convirtiendo la obra organística en un robusto poema orquestal a través de una escritura exuberante, desinhibida y sustancialmente sinfónica, basada en duplicaciones y oposiciones de grandes masas homogéneas que juegan eficazmente con el contraste de registros. Otras experiencias, como la autodenominada interpretación orquestal de la Chacona de la BWV 1004 realizada por Casella en 1932 para la Orquesta de Boston, abordan con brillantez el problema de convertir en textura homogénea y continua, tanto polifónica como armónicamente, lo que en el original violinístico se presenta, lógicamente, más insinuado que explícito (bien que sea con un sentido de la economía textual de asombrosa eficacia), reconstruyendo el progreso discursivo mediante un proceso de acumulación que, ocasionalmente, añade bloques sin otra función que el color (los grupettos de semicorcheas de las maderas o las dobles cuerdas de los primeros violines en la variación 27), resalta la escansión interna de cada variación mediante cambios de registro, y recrea retóricas que, como la oposición concertino/ripieno, remiten al universo barroco. Dentro de ese mundo orquestal masivo, Schönberg ha aportado ejemplos magistrales: el más glorioso corresponde al BWV 532, realizado en 1928, que es de una grandeza y pujanza sonora solamente comparable a su soberana transparencia contrapuntística, pese a los considerables medios puestos en juego.

Un caso excepcional es el de la versión strawinskyana de 1956 de las Canonische veränderungen BWV 769 que, pese a la limpieza con la que son transcritas y a la exquisita eleción de los timbre individuales, incurre en aisladas pero notorias deformaciones de las líneas al trasplantarlas a su equivalencia instrumental, pervirtiendo la continuidad de ciertas soluciones polifónicas (lo que se incrementa al añadir aquí y allá contrapuntos de propia cosecha) y, sobre todo, transformando el sentido especulativo y sistemático del original al cambiar, de forma que se antoja caprichosa, la tonalidad de varias variaciones (inicialmente, están todas en do mayor) y superponer el coral cantado en otras. Hay que hablar, más bien, de una obra de Strawinsky, en la misma medida en que cabe afirmarlo de la interpretación picassianas de las velazqueñas Meninas.

Pero el ejemplo más singular está constituido por el celebérrimo Ricercare a seis de la Ofrenda musical en la versión casi camerística (seis maderas y tres metales a solo, con arpa, timbales y cuerda) realizada por Webern en 1935. Webern separa instrumentalmente la parte diatónica de la cromática del tema, dividiéndolo en siete motivos y asignando un color específico a cada uno, dentro de grupos más o menos homogéneos y manteniendo la idea a todo lo largo de la pieza: la instrumentación está pensada para estudiar el desarrollo de tales motivos con independencia de la voz en que aparezcan. Los contrasujetos también se fragmentan, pero dada su mayor homogeneidad diatónica, la división afecta, grosso modo, a semifrases completas: el resultado es que las aristas del tema se agudizan y resaltan, mientras los contrasujetos incrementan su plasticidad. Según progresa el desarrollo, instrumentos utilizados inicialmente para articular los motivos cromáticos van sucesivamente asumiendo la cabeza diatónica, pero con cada cesura el sistema se transforma. Tal sucede tras la primera exposición, (Cp.80), donde las voces segunda y tercera aparecen fragmentadas, pese a que ésta sea cromática y aquélla diatónica. El resultado de la fascinante lectura weberniana (que cabría describir como diagonal con respecto al texto de partida) es que, por así decir, a la fuga contrapuntística se le superpone una segunda fuga de naturaleza puramente tímbrica: el efecto es, en la audición, que la polifonía se desvanece o, más bien, se difracta enteramente en el color hasta llegar a la última entrada temática (los nueve últimos compases), en que la sexta voz regresa al tono principal. Con un golpe maestro, Webern hace coincidir entonces la distribución instrumental y la distribución polifónica por primera y última vez: alcanzado este punto, la obra finaliza.

Dibujo de Sylvano Bussotti

Concluyamos nosotros también: ya en las últimas décadas, dos autores tan disímiles y, al tiempo, de planteamientos interdisciplinares tan conexos como Mauricio Kagel y Silvano Bussotti se han comprometido con la inscripción del Nombre de un modo particularmente original y llamativo que, además, implica otra forma diferente de transcribirlo: utilizando el concepto y la idea de la Pasion para construír dos obras que, sin relación alguna entre sí, interpelan el más universal y glorioso de los textos bachianos. Bussotti (que ya había compuesto Tre divertimenti sul nome BACH en 1948), homenajea simultáneamente al Cantor de Leipzig y al Divino Marqués en su misterio de cámarade 1966 titulado La Pasion según Sade, a través de una escritura teatral, vocal e instrumental de sensual preciosimo y de la exasperada belleza de su grafía, llena de sugestiones visuales que, junto a las propias notas, deben materializarse musicalmente. Las tres páginas que se incluyen como ilustración presentan un doble anagrama SADE-BACH en la que contiene el texto cantado y dos citas del Nombre escrito en notas: en el ángulo inferior izquierdo a cargo de la sierra musical (pág.11, letra P.) y cantado por la mezzosoprano que encarna el doble papel simultáneo Justine/Juliette (pag.15, letra J.) sobre el verso «En tant d’endrois d’iceus mon coeur tatant», que procede de un soneto de Louise Labé ampliamente utilizado en la obra.

Mauricio Kagel

Por su parte, Mauricio Kagel, que ya había utilizado la música de Bach en obras como Die MutationBasso continuo (1972) o Chorbuch (1978), ha compuesto su monumental Passion según San Bach (1981-85) como un oratorio serial de casi dos horas de duración, con evangelista (tenor), arias de soprano y barítono que introducen episodios meditativos y corales. Un oratorio de 33 números cuyo protagonista es el propio Bach (personaje hablado), crucificado por la infamia de los príncipes, humillado por la mezquindad de los funcionarios y víctima paciente de la mediocridad de políticos y eclesiásticos para que nosotros podamos conocer bellezas eternas. Un oratorio que, si en su libreto emplea fuentes contemporáneas (la necrológica de C.Ph.E.Bach y F.Agricola, la biografía de Forkel, textos de Genesius, Lutero y Picander en los que las palabras Dios o Jesus se han sustituido por Bach, pero también actas, registros notariales y reclamaciones del propio músico dirigidas a sus diferentes patronos), construye toda su música partiendo en exclusiva del anagrama BACH, del que deduce, por permutaciones y combinaciones, todas las formas de series, figuras melódicas, armónicas y contrapuntísticas sobre las que aplica proporciones rítmicas (pero también estructuras formales) derivadas de los números extraídos del nombre del ciudadano Johann Sebastian Bach, sus letras vocales y consonantes, sílabas y acentos.

De este modo, cincuenta y siete años más tarde de la obra schönbergiana cuya mención abría esta nota, la música cercana regresa nuevamente sobre la base misma de aquélla música pretérita. Pasado y presente se enlazan para cerrar un círculo que abraza todas las músicas especulativas y proféticas de nuestro tiempo, trazando el homenaje más conmovedor y enciclopedico al impulsor inequívoco de todas las vanguardias: Johann Sebastian Bach, Padre, Maestro, Redentor y Luminaria que abre y clausura un siglo vivificado por la ubicua inscripción de su Nombre, principio y fin de todas las músicas.

José Luis Téllez