Los límites del teatro

En su estudio sobre los libretos operísticos (Wesen, Aufbau und Wirkung des Opernbuchs, 1914), Edgar Istel propuso la categoría de Literatur Oper para describir aquellas obras construidas sobre la literalidad de una pieza dramática preexistente. Los primeros ejemplos señalados corresponden a Dargomynsky (El convidado de piedra, 1869, sobre la obra homónima de Pushkin) y Mussorgsky (El matrimonio, 1868, sobre Gogol), y la rúbrica se prolonga con Debussy  (Pelléas et Melisande) y Richard Strauss (Salomé, Elektra). Obras posteriores, como Wozzeck, dilatan una nómina que actualmente excede de los sesenta títulos, alemanes en su mayoría: especialmente significativo es Lear, de Aribert Reimann, y aún más si cabe la escalofriante Fin de partie, un trabajo excepcional de Gÿorgy Kurtag sobre la obra homónima de Samuel Beckett.

Por obvias razones cronológicas, Istel no señala El retablo de Maese Pedro que Don Manuel de Falla estrenase 1923 en el palacio de la Princesa de Polignac, pero tampoco (y esto sí resulta significativo) Il combatimento di Tancredi e Clorinda, estrenada por Monteverdi en el de Girolamo Mocenigo (que hoy es el Hotel Danieli)  en el Carnaval de 1624. Son dos obras muy diferentes, pero lo que las enlaza es que sus libretos respectivos proceden del género narrativo (el capítulo XXVI de la segunda parte del Quijote) y del lírico (el Canto XII de la Gerusalemme liberata de Tasso), no del dramático: pero la literalidad de ambos textos está igualmente respetada. En el caso del Combatimento se llega al inverosímil extremo de que el narrador (Testo, lo denomina Monteverdi) incluya su propia voz en ciertos diálogos: –O Tu, che porte correndo si? (Clorinda) –Risponde (Testo) –E guerra, e morte!  (Tancredi) –Guerra e morte avrai (Clorinda) –Disse (Testo) –Io non rifiuto darlati se lei cerchi e fermo attendi (Clorinda). El respeto por el poema no justifica semejante actitud: desde el punto de vista dramático es, no ya innecesario, sino francamente distanciador. Pero es ahí donde reside el visionario atractivo de la obra: un ejemplo de genuino teatro épico, teatro narrado que se anticipa a Bertold Brecht sin sospecharlo.

Monteverdi define la pieza como perteneciente al genero rappresentativo, implicando su teatralidad: lo que resulta sorprendente (e incluso problemático) habida cuenta de que el protagonista es un narrador y que los otros dos personajes tienen, vocalmente hablando, papeles poco relevantes. Pero el compositor detalla explícitamente que éstos faranno gli passi et gesti nel modo che l’oratione esprime et nulla di più nè meno […] in maniera che le creationi venghino ad incontrarsi in una imitatione unita. La indicación no puede ser más nítida: se trata de una propuesta incuestionablemente teatral, bien que resulte problemático imaginarla. Y la cuestión llega todavía más lejos: el prólogo prescribe que la obra se interpretará después de haber cantado algunos madrigales sin acción y que los intérpretes entrarán de improviso desde la habitación donde se hace la música: Clorinda a pie y Tancredi montado sobre un cavallo mariano (?). Los instrumentistas, en una habitación contigua, fuera de la vista de los espectadores: la genial intuición monteverdiana se anticipa ahora a Wagner y su orquesta invisible. Y hay que destacar que esa orquesta, imitando el galope del caballo, el entrechocar de las espadas o el propio modo de aproximarse los combatientes (a passi tardi e lenti) tiene una papel en la dramaturgia tanto o más relevante que las propias voces.

En El retablo de Maese Pedro Falla realiza supresiones minúsculas (que corresponden al narrador de la novela) para mejor destacar el relato, pero Monteverdi, que conserva íntegro el poema, repite ocasionalmente ciertas palabras para dotar de mayor fuerza dramática a determinados episodios. El ejemplo más significativo corresponde al verso tornano al ferro e l’une e l’artro il tinge di molto sangue: la breve frase inicial se repite tres veces ascendiendo una tercera en cada una según el arpegio de Sol mayor, y ese énfasis se resuelve con una brusca e inesperada caída sobre el acorde de tónica menor justamente con la palabra sangue. Es un instante de intensidad privilegiada en que el relato alcanza una dimensión épica del más conmovedor dramatismo.

Ópera narrada, ópera de marionetas: en Falla la representación de los títeres se reencuadra en otra, operísticamente convencional. Si en ésta los personajes se comportan como tales, aquélla se desdobla entre su relato a cargo del trujamán (genial formalización, por cierto, que aúna el pregonero popular con la salmodia eclesiástica) y su posterior materialidad en el escenario del guiñol a cargo de una orquesta tan expresiva como la monteverdiana, instaurando una suerte de reeencuadre en que una ficción es contemplada desde el interior de la otra, abriendo un interrogante sobre su posible prolongación más allá de sí misma (en su versión fílmica de la novela cervantina, Orson Welles traslada la escena a una sala cinematográfica, cuya pantalla será rasgado por un Don Quijote arrebatado por la emoción, lo que, a su vez, es narrado dentro otra película). Ficción dentro de la ficción que interpela la dialéctica entre dos verosímiles enfrentados: el relato hablado del narrador en la obra de Falla sustancia una ficción muda, cuya acción es descrita y apoyada por la orquesta, como ya sucedía en Monteverdi, cuya acción se sustancia, a su vez, en otro relato. A tres siglos casi exactos de distancia dos obras por entero singulares interpelan, desde lugares complementarios, los límites mismos del teatro.

José Luis Téllez. Mayo 2020