Los lieder de Mahler – Sobre las alas de la canción
El germen motriz de la música sinfónica de Mahler se encuentra en la canción, y ello por dos razones. De una parte, por el simple hecho de que tal forma, al tratarse de música cantada, permite la conexión directa con el mundo narrativo y argumental: un mundo cuyo contacto con los mitos y los temas de naturaleza legendaria se efectúa, por así decir, en un segundo grado, épico, que facilita la inscripción de un punto de vista personal (sea irónico, sea identificatorio), de modo mucho más inmediato que la música operistica. Y de otra, por la aptitud que el lied posee a la altura del último tercio del XIX como depurada quintaesencia que puede asumir tanto la paráfrasis folclorizante como el más audaz experimentalismo. Así, la canción (entendiendo este término en su sentido más amplio: música cantada no teatral) fue el vehículo privilegiado mediante el que Mahler pudo desarrollar simultáneamente, tanto su proyecto renovador, su afán de exploración de un cosmos sonoro nuevo a caballo entre lo sinfónico puro y la música de programa, como la posibilidad de inscribir ahí el ámbito simbólico de los cuentos tradicionales que, en la última década del siglo, estaban a punto de ser abordados por una mirada de naturaleza, no ya radicalmente nueva, sino francamente subversiva: la del psicoanálisis.
Es frecuente entre los biógrafos mahlerianos manifestar admiración al comentar su célebre entrevista con Sigmund Freud en 1910, y la sorpresa que, según su propio testimonio, le produjo a este último la rapidez con que el compositor fue capaz de comprender los principios básicos de su enseñanza. Pero, si bien se mira, Mahler llevaba ya muchos años, a través de su trabajo creativo, enfrentándose con la fértil oscuridad simbólica de los cuentos. La encrucijada entre sinfonía, lied y cantata en que se sitúa su obra es, justamente, el resultado externo de tal búsqueda.
Es interesante señalar que una de las primeras canciones compuestas por Mahler (que, más adelante, se convertiría en Hans und Grete, cuyo innegable aliento para-folclórico está presente en su ritmo de ländler y en la franqueza de sus saltos interválicos de cuarta y quinta) se nutre, al parecer, de los bocetos para una ópera nunca escrita sobre un libreto propio basada en Rübezahl, el genio de los bosques de híspida barba rojiza que Martin Helweg describía en 1561 como «salvaje y demoníaco Señor de las Bestias» y que, en 1783, según Johann Carl August Musäus, es ya un personaje poderoso, pero también «travieso y grotesco, orgulloso e inconstante, noble y al tiempo, desconsiderado con los hombres, ya que su deseo es llegar a ser como ellos». La pintura romántica aporta gran cantidad de referencias sobre este y otros habitantes del folclore germánico (Lorelei, Erlkönig, Melusine, Krokus, Alpenbraut…) que, musicalmente, pueblan también la obra de autores como Schubert, Schumann, Mendelssohn, Silcher o Löwe. Lo que resulta un tanto desconcertante es hallar este universo referencial (aunque no necesariamente sus mismos pobladores) en la obra de un autor perteneciente a una generación nacida tres (o más) décadas después de los imagineros de semejante sueño, los denominados Malerpoeten (literalmente «los poetas pictóricos» aplicados a artistas como Moritz von Schwind, Ludwig Schnorr von Carosfeld, Egon Napoleon Neureuther o Leopold von Bode), y que deja este mundo sin llegar a cumplir los cincuenta y uno contemporáneamente con el deslumbrante estallido colorista de Kandinsky. Un autor reconocido por los expresionistas — por Schönberg o Alban Berg— como su incuestionable ejemplo y maestro. Y con razón: basta con escuchar Revelge para comprender hasta que extremo el populismo se ha convertido en «otra cosa».
La primera música de importancia escrita por Mahler es Das klagende Lied. La propia palabra «canción» figura ya en el título de esta obra especialmente hermosa entre las suyas que se basa en un mito tradicional tratado por Ludwig Bechstein, los hermanos Grimm y Hermann Frey (un relato casi idéntico puede encontrarse en fuentes muy distantes: sin ir más lejos, en uno de los cuentos mallorquines recopilados por F. de Borja Moll). El tipo de proyección simbólica que liga esta obra con la muerte del hermano Ernst, en la primera fase creativa de Mahler, no deja de prefigurar el posterior fallecimiento de su hija Marie en 1907 y su premonición en los Kindertotenlieder en la segunda. Por el camino, el referente literario se había desplazado del mundo tradicional al intimismo elegíaco, de la poesía de propia invención en estilo popular (sustituida bien pronto por la de Des Knaben Wunderhorn) a la de Friedrich Rückert. Mahler había dejado de ser el solitario fahrender Gesell del espléndido ciclo de 1885 para convertirse en el exigente director de la Opera de Viena en 1897. Ernst era, también, el nombre de uno de los hijos de Rückert fallecidos en un incendio, desgracia que daría origen al libro de poemas de los que Mahler espigase los textos para su ciclo: la música era una segunda dimensión de la existencia en la que esta parecía alcanzar, al fin, la plenitud de ese significado trascendente que la realidad ignora. Por eso había resultado imprescindible partir de la iconografía legendaria (es decir, del simbolismo ligado al mundo infantil: Ernst había fallecido con trece años cuando Gustav contaba catorce) para que folclore primero – y la poesía tradicional escrita en una etapa posterior- dejase de ser el depósito significante de una identidad colectiva ensoñada e idealizada (la de los autores románticos), y pudiera articular a cambio la dolorosa criptografía de una tragedia personal.
Los dos grandes ciclos mahlerianos (los Lieder eines fahrenden Gesellen, de 1885, y los Kindertotenlieder, de 1904) suponen la más importante y ambiciosa aportación a la canción de concierto en lengua alemana de su época. No tanto por su concepción global (que prolonga la de los grandes ciclos preexistentes, del beethoveniano An die ferne Geliebte a los Magelone-Romanzen brahmsianos, del schumaniano Dichterliebe al schubertiano Winterreise), ni aún siquiera por el hecho de estar ya inicialmente pensadas para la orquesta (aunque la versión primera sea, lógicamente, pianística) como por su construcción unitaria, irreductiblemente sinfónica, tanto por el diseño de la arquitectura armónica general como por su reflejo en cada una de las viñetas de cada ciclo, así como por la cuidada estructura interválica que interrelaciona todas las canciones desde el punto de vista de la escritura melódica. Ese intervalo de cuarta, presente en todas las melodías del ciclo del vagabundo (y en la canción central del ciclo de los niños) que da sustancia motívica y melódica a la Primera Sinfonía, o esa dilatación interválica sucesiva que, en las canciones del ciclo de Rückert pasa de las segundas menores de la primera a la sexta de la cuarta para retornar al movimiento de escala ascensional, diatónico ahora, en la inesperada luminosidad con que concluye la última.
Por lo demás, el primero de los dos ciclos sigue un trazado tonal que contradice deliberadamente toda lógica sinfónica (el itinerario recurrente y concéntrico, recobrado, bien que sea in extremis, en los Kindertotenlieder, con su recorrido re menor – re mayor) en favor de un movimiento progresivo e irretornable merced al cual ninguna canción concluye en el tono en que comienza: re menor – sol menor para la primera, re mayor – fa sostenido mayor para la segunda, re menor – mi bemol mayor para la tercera y mi menor – fa menor para la última: si el ciclo del vagabundo materializa un destino errante sin redención, el de los niños se inscribe como sucesión de visiones diferentes de un conflicto irresoluble, sin otro lenitivo que el delirio religioso. Por lo demás, ambos ciclos contienen ese otro locus clasicus típicamente mahleriano que es la marcha fúnebre (la cuarta canción en los del vagabundo, la penúltima en el de los niños) y manifiestan idéntica voluntad sinfónica de articularse en movimientos contrastantes, con un episodio vehemente y tempestuoso casi en sus postrimerías, que se subsume en la aniquilación del primero o en la alucinación del último. No sólo éso: la primera canción del ciclo del vagabundo se basa en un elemento temático repetido 21 veces que es una especie de floreo en semicorcheas, frecuente en cierta música popular bohemia, de obvio parentesco, por inversión, con el motivo con que arranca Der Abschied, el sobrecogedor poema sinfónico-vocal (es difícil denominar lied a esa conclusión desmesurada y majestuosa) con que finaliza Das Lied von der Erde y que es, también, la última música vocal escrita por el maestro (y que contiene, igualmente, una marcha fúnebre de considerable aliento).
Con el título general de Lieder und Gesänge aus der Jugendzeit (Canciones y cantos de la juventud: el título es del editor) se publica en 1892 una recopilación de 14 canciones que son las únicas originalmente escritas para voz y piano en toda la producción mahleriana. Las cinco primeras se basan en poemas propios escritos en estilo popular, cuya música parafrasea igualmente ecos de danza (el vals y sus derivaciones), pero se advierten ya rasgos personales, no sólo en la fuerte presencia de cromatismos, sino también en la ocasional irregularidad del trazado melódico, alternando declamación y vocalizaciones o por la exuberancia del teclado, que sugiere ya un innegable colorido orquestal. Del conjunto destaca Erinnerung, no sólo por su patética belleza, sino porque se trata, casi con toda seguridad, de la primera canción de la historia que finaliza en un tono (la menor) diferente de aquél en que empieza (sol menor), lo que sitúa esta sorprendente pieza, escrita en Budapest el 13 de noviembre de 1889, a caballo entre lo popular y lo experimental.
Ya en esta primera colección aparecen nueve lieder basados en la principal fuente de inspiración mahleriana. La colección de canciones y baladas de inspiración folclórica (muchas de ellas realmente procedentes de la tradición oral, convenientemente retocadas) escrita en 1908 por Clemens Maria Brentano y Ludwig Achim von Armin titulada Des Knaben Wunderhorn; 21 lieder y tres movimientos de sinfonía escribirá el compositor entre 1888 y 1901 sobre material procedente de este rico venero (medio millar de textos), para cuya edición de 1843 (que Mahler poseía), publicada por Julius Buddeus, había realizado Moritz von Schwind un célebre dibujo que convertiría en pintura dos años más tarde. El Wunderhorn fue decisivo, no ya para la inspiración de los compositores de la primera mitad del XIX (salvo Schubert, que jamás lo empleó), sino para el propio establecimento del ideal estético romántico y de su imaginario. Mahler entró en contacto con este corpus en que se dan la mano magia, medievalismo y fascinación por la naturaleza hacia 1887, en ocasión de su relación con la familia von Weber para la conclusión de la inacabada Die drei Pintos. Las canciones del Wunderhorn no son un conjunto unitario ni, mucho menos, un ciclo homogéneo, sino una especie de fondo iconográfico en el que Mahler ensayaba soluciones melódicas y armónicas en relación con la fonética y las sugestiones visuales, dramáticas y emotivas latentes en el texto que más tarde desarrollaba (o trasplantaba directamente) al universo sinfónico.
Es sabido que la acogida de estas canciones no fue siempre entusiasta, y que el considerable grado de elaboración melódica, tan apartado ocasionalmente del «modelo popular» más o menos codificado por los primeros románticos, se convirtió en motivo de controversia. La referencia folclórica está enteramente subvertida desde su interior, buscando una expresión personal que transgrede el arquetipo. Lo que no está reñido con el hecho de que Mahler, aún sin respetar la simetría de los periodos, cuya amplitud depende siempre de la idea poética, sí mantiene en cambio la articulación por estrofas, se diría que en busca de un desarrollo por «unidades de significación».
Más llamativa aún resulta la tendencia a elegir textos basados en la desdicha infantil y la vida miserable. Leonard Bernstein, en un comentario célebre, ha puesto el acento con gran pertinencia en la profunda y conmovedora significación que entraña el hecho de que un judío, rememorando la propia niñez, elija como texto para concluir una gran sinfonía instrumental (la Cuarta) precisamente Das himmlische Leben, basada en la imagen de una bienaventuranza descrita casi exclusivamente a través de la abundancia de cosas para comer. Su contrafigura Das irdische Leben, es de una dureza argumental sólo comparable a su inventiva: el grito del hijo pidiendo pan se expresa con intervalos sucesivamente más extensos, de la cuarta hasta la décima, mientras la madre repite siempre idéntica fórmula melódica, imagen misma de la impotencia y la desesperación. La variedad de registros es considerable, de la simplicidad levemente irónica de Starke Einbildungskraft o de Trost im Unglück (basado realmente en una melodía popular de Silesia) al sarcasmo y el vértigo de Des Antonius von Padua Fischpredigt, de la fluidez melódica deliciosamente vienesa y la poesía legendaria de Rheinlegendchen a la amplitud y el dramatismo de Zu Straßburg auf der Schanz, suerte de estado preliminar de esa impresionante desolación que atraviesa Der Tambourgesell (que, imagen misma del hundimiento, se desplaza de re menor a do menor), casi una escena teatral en miniatura con sus referencias, tanto a los toques militares como al localismo implícito en la imitación de la trompa alpina (y su inevitable versión de la marcha fúnebre que expresa la inexorable desventura del protagonista) y que tiene su prolongación en Lied des Verfolgten im Turm, construido como yuxtaposición de monólogos en los que las modalidades opuestas, mayor y menor respectivamente para el prisionero y para el mundo exterior, transcriben con nitidez la imposibilidad de encuentro entre ambos universos.
Tanto aquí como en Wo die schönen Trompeten blasen la idea de la vida como combate se expresa a través de una misma metáfora que, musicalmente hablando, remite en segundo grado a las sonoridades propias de la vida militar (toques, tambores, marchas, intervalos de cuarta y figuras melódicas basadas en el arpegio perfecto mayor), inscritas en la memoria del compositor desde su niñez ya que, como es sabido, el padre de Mahler poseía una taberna en las cercanías de un cuartel. El ejército, con su fascinación y su horror en tanto que antesala de la muerte, era también la imagen de la edad adulta para el futuro músico, cristalizada en estas inolvidables escenas sinfónico – vocales. El extremo de estas visiones de pesadilla lo constituye la ya citada Revelge («la música más abiertamente plebeya y antirromántica jamás escrita por Mahler», según el acertado dictamen de Henry-Louis de la Grange). Una música que no es más que ritmo, un ritmo de violencia arrasadora al servicio de una enunciación casi exclusivamente narrativa, que declama las imágenes intolerables de un texto en el que el paso de la tropa es un desfile cíclico y espectral que unifica muertos y vivos en un tiempo en que pasado, presente y futuro se confunden sugiriendo una pintura que, ahora ya, se encuentra mucho más cercana al desgarramiento de Max Beckmann o de Otto Dix (por no decir a Brueghel o a Hyeronimus Bosch), que a la amable visión de los Malerpoeten (el episodio será justamente rememorado por Berg en el segundo acto de Wozzeck). Partiendo del universo confortador de la leyenda, Mahler se había enfrentado a la visión atroz de los jinetes negros.
Ningún contraste más acusado que el que esta música ofrece con las cuatro últimas canciones basadas en Rückert. Mahler había escrito en alguna ocasión que «Rückert es la única lírica de primera mano: todo el resto es de segunda». La frase es reveladora, toda vez que el poeta no gozaba, en aquel momento, de un reconocimiento unánime. Se trata de una música de un despojamiento y una desnudez casi etéreas, resaltados por el exquisito tratamiento armónico. En todas ellas, la melodía y el acompañamiento se tejen y destejen incesantemente, de modo tal que es imposible destacar la voz como una línea principal e independiente. Han desaparecido los ritmos de marcha y de danza, la música se modela sobre la prosodia de modo casi silábico, los motivos temáticos, siempre de gran concisión, pasan del canto al teclado ampliándose o contrayéndose con total fluidez y recreando un mundo poético particular para cada texto, con transparencia que se diría bañada por una luz irreal. Música (salvo el grandioso final de Um Mitternacht) en que apenas se sobrepasa el pianissimo y en donde la textura es un liviano destejer de minúsculos episodios polifónicos e imitativos, que se disuelven apenas enunciados para regresar a la dureza de la poesía vocal. Conclusión adecuada del ciclo, Ich bin der Welt abhanden gekommen es la música más desencarnada jamás escrita por Mahler, la más poderosa e intensa imagen del recogimiento y la contemplación interior. Minúsculo por sus dimensiones, inmenso por el universo que a través suyo se dilata y se evoca, este lied final pareciera rebasar todas las dimensiones del tiempo (un tiempo «liso», al margen del compás y de cualquier agónica) para inscribirse directamente sobre una eternidad evocada con un poder que se diría transfigurado e hipnótico.
Tras la muerte del músico, Kahn publicó la versión pianística de los cuatro Ruckertlieder ya orquestados en 1905 en un orden diferente, añadiendo un quinto escrito en 1902, inédito (y no incluido por Mahler en el ciclo orquestal), Liebst du um schönheit y otros dos procedentes del Wunderhorn (los ya mencionados Der Tambourgesell y Revelge) bajo el título Sieben Lieder aus leste Zenit, canciones de la última época.
José Luis Téllez (publicado en el programa de mano del VII Ciclo de Lied, recitales VII y VIII)