Los cien años de Falstaff
…Y entonces el Maestro sintió la fatiga de haber dado vida a tantos barítonos que hieren por la espalda a un monarca sueco o que claman venganza contra un noble lombardo o que apremian a una soprano parisina para que abandone a su único amor o que reclaman la libertad para su pueblo sin tierra; el remordimiento de haber abandonado a su suerte a tantas tiples que agonizan de consunción leyendo una carta en la madrugada de Carnaval o que expiran melodiosamente en una tumba de cartón pintado mientras un ondulante gineceo mece su desconsuelo con exuberancia de segundas aumentadas; el cansancio de contemplar tanta mezzosoprano condenada a un tortuoso desamor por haber recibido el fatídico don de la hermosura, o por ser hija de un Rey Egipcio o por hallarse en la triste coyuntura de haber desposado a otro barítono antes de el telón se alzara; el ahogo de tantos y tantos tenores proclamando con imperiosos sobreagudos la impetuosa urgencia de su desquite, su vehemente resolución de marchar al rescate de su madre contralto, de su patria oprimida, o de su soprano secuestrada por una partida de bajos felones, alguno de los cuales, Rey bárbaro o Inquisidor, o Sumo Sacerdote o Soberano de las Españas, alcanzará el cuarto acto en la desconsolada soledad de ser dueño del mundo y saberse desdeñado por su amada tras enviar a la hoguera a varios desdichados coristas hugonotes.

Es una ardorosa mañana de julio de 1889 y el compositor medita, en su retiro de Montecatini, en la gravitación de esos destinos dolorosos y heroicos, en el peso de haber escrito veinticinco óperas y haber concluído veinticuatro de ellas con varios cadáveres sobre la escena. Se cumple medio siglo de su primer estreno, Oberto (que La Scala repondrá ese 17 de noviembre) y el músico piensa en lo que hubiera sido su carrera si el segundo, Un giorno di regno no hubiera fracasado: una comedia malograda cuyo revés cristalizó definitivamente en la Tragedia el rostro futuro de su dramaturgia. En ese instante, llega el correo con una carta de Arrigo Boito fechada el día 9 que contiene un detallado boceto teatral sobre un obeso personaje shakespeariano: y Giuseppe Verdi comprende entonces que se halla ante su última obra y que el Tiempo le otorga la última oportunidad para el humorismo.
Falstaff se estrena en La Scala el 9 de febrero de 1893. Es la obra más audaz e innovadora que haya producido el repertorio italiano desde los días de Monteverdi: también la que contiene la instrumentación más centelleante, insólita y refinada de todo el XIX. A los cien años justos ni los aficionados italianos han perdonado todavía a Verdi esta genial pirueta conclusiva ni el resto de los públicos mundiales parece ansiar su presencia en las carteleras con más generosa asiduidad. El hecho es que Falstaff no entusiasma a los operófilos. Y es que, por encima de su factura magistral y de su perfección casi insultante, la última contribución escénica verdinana implica un enérgico ajuste de cuentas con la sentimentalidad pequeñoburguesa, una incuestionable impugnación del melodrama y una exhibición del oficio y de la sabiduría músico-dramática que impone su ley más allá de todo narcisismo emocionalista: tras una representación de Falstaff ni cabe otro sentimiento que el maravillado asombro, ni más reflexión que la inherente al estudio y el aprendizaje. Cualquier otra ópera del autor de Busetto nos permite fabular, en el resplandor de sus fantasmas sufrientes, la energía y la hondura de una pasión de naturaleza tan inmediata y directa como insospechada en su arrolladora magnitud: Falstaff, por contra, nos enfrenta con la desnudez de su propio código, con su empecinada y ejemplar negativa a dejarse aprehender como otra cosa diferente de su propia música, de la plenitud cegadora de su mecanismo. La traviata, Il trovatore, Aida, Otello, dirigen nuestra mirada sobre vórtices emotivos de privilegiada intensidad: Falstaff es un hecho de conocimiento, una aventura de la inteligencia a través de un texto que se repliega y se desdobla persiguiendo la dialéctica de su propia forma. Dos actos, construidos con tal celeridad que ni permiten un remanso a la escucha ni otorgan el menor aliento a la atención, se oponen a un tercero en que la comedia gira sobre sí misma, deteniendo el vértigo de su discurrir para abocar sobre un episodio que se diría casi inmóvil, en que toda la sustancia significante (que hasta allí era un fluir ininterrumpido, sin más motor que la prosodia ni más ritmo que el estrictamente dramático) brota de diseños melódicos autosuficientes, de trazado regular y simétrico. Si los cinco primeros cuadros son puro teatro convertido en deslumbrante música orquestal que reviste la flexibilidad de la declamación, Verdi, en el último instante, retoma la prioridad del canto puro y, provocativamente, restablece el aria tras haberse afanado por más de treinta años en la tarea de evacuarla de la escena dramática en favor de una articulación alternativa: esa misma de la que los dos primeros actos de Falstaff constituyen el más excelso ejemplo.
Los primeros trabajos musicales verdianos de que se tenga noticia son series interminables de cánones y fugas desarrollados bajo la implacable supervisión de Vincenzo Lavigna. Su última música para el teatro es la reivindicación de una cierta forma de clasicismo, la asunción de un itinerario estético y vital, la unidad jubilosa de contrarios: sobre la descentrada simetría de Falstaff, Verdi vuelve la mirada hacia su propia historia, que es la historia de la ópera italiana romántica, pero también de la independencia, del Risorgimento, de la unificación de 1870, de la inevitable derrota del republicanismo. Todos los que compartieron con el joven Verdi las turbulentas pasiones patrióticas, los sublimes ideales igualitarios por los que se creyó legítimo matar o morir, habían desaparecido en 1893. Tras 17 años de silencio antes de Otelo y otros siete de reflexión antes de Falstaff el músico vuelve a la escena para alcanzar la robustez de ese final fugado, espejo magistral de sus primeros borradores que, a través de su inscripción rotunda e inequívoca en el tono primigenio de do mayor (el mismo, y no por azar, de Die Meistersinger, de Wagner, pero también de la mozartiana Sinfonía Júpiter) proclama la paradójica incertidumbre de cuanto otrora inflamase el alma con exaltadas y quiméricas promesas. Tras esas otras formas de la derrota que se llaman Triunfo, Riqueza (y Envejecimiento), en Falstaff aún sobrevive el temblor del deseo juvenil, la esperanza en un futuro que no se presenciará, ese otro nombre de la sabiduría que se llama ternura: se ha perdido la guerra, pero la vida prosigue su tarea.
José Luis Téllez