Lo mínimo
Hacia 1713 Bach inicia una colección de piezas breves para órgano bajo la forma de corales variados: delicadas elaboraciones contrapuntísticas que festonean la línea melódica principal, tomada en cada caso del libro normativo de Philipp Nicolai. Parece ser que el propósito inicial (de atenernos al manuscrito) debía comprender 164 corales ordenados según los tiempos litúrgicos desde Adviento hasta la Pascua pero, por razones desconocidas, el compositor solamente completó 45 de ellos. En todo caso, se trata de piezas minúsculas que, sin embargo, exploran la problemática de la composición tanto como la de la ejecución: cada número investiga las posibilidades contrapuntísticas de la melodía de base con una variedad admirable, a la vez que supone un verdadero ejercicio de naturaleza didáctica que plantea toda suerte de dificultades para el estudiante. Casi todas las piezas del Orgelbüchlein están escritas a cuatro voces, el coral suele hallarse en la primera y lo fascinante es que ninguna de las composiciones excede de dos o tres minutos: se trata de un verdadero prodigio de concisión, directamente proporcional a su intensidad expresiva y su singularísima belleza.
Significante musical del romanticismo (ya se habló de ello en esta misma sección en abril de 2011), el vals ocupa un espacio referencial en el universo de la miniatura pianística: Schubert y Brahms nos han dejado ejemplos conmovedores. En mayo de 1823, aquél escribe doce Deutsche Tänze (en realidad, 12 Ländler), la octava de las cuales, en la remota tonalidad de La bemol menor, es una delicadísima pieza que dura apenas dos minutos bañada en la más tenue melancolía. Cuatro décadas más tarde, Brahms compone su Op.39, otra serie de dieciséis valses minúsculos, el penúltimo de los cuales (en La bemol mayor, ahora) se ha hecho justamente popular por su discreta languidez y la elegancia de sus sextas paralelas.
Si el interés por lo diminuto tiene algunos de sus extremos más felices en las primeras décadas del XIX (casi puede decirse que ese gusto por la concisión es una ocasional marca de fábrica del primer romanticismo, pero incluso del terminal), también informa el límite postrero: una de las últimas composiciones de Liszt es otro pequeño vals que constituye la más genuina anticipación de un universo aún por venir: la Bagatelle san tonalité (también titulada Vals-Mephisto nº4), escrita un año antes de la muerte del músico, es un discurso enigmático que explora todas las posibilidades del acorde de séptima disminuida, con especial interés por los intervalos de tritono. Pieza tan experimental como los preludios de Chopin, es también una verdadera joya de lo musicalmente diminuto.
El deliberado extremo aforístico de las Sechs Klavierstücke Op.19 de Schönberg (que en total no alcanzan los seis minutos) supone el máximo grado de laconismo de todo el S.XX: piezas bruñidas, cinceladas, que utilizan un material mínimo (la número dos no tiene otra substancia básica sino la tercera mayor Sol-Si expuesta verticalmente) entre las que pueden encontrarse desde la remota evocación de un vals hasta el simple eco de dos acordes independientes en la postrera: se diría la resonancia de campanas remotas, que finaliza con un intervalo de novena descendente a guisa de enigmática coda (el propio Schönberg señaló que esa elegíaca pieza postrera estaba escrita como homenaje póstumo a Gustav Mahler).
Más allá de ese extremo, el siglo XX ha ofrecido ejemplos de miniaturas particularmente depuradas, como los Roman Kolinda, los cantos de navidad rumanos, de Bartok o las piezas didácticas infantiles (Les cinq doigts) de Stravinsky. En el primer caso, las melodías folclóricas son presentadas con absoluta pureza en armonizaciones muy claras desdeñando toda posibilidad de desarrollo, en el segundo se utilizan simples pentacordos por grados conjuntos: en ambos ejemplos la frescura y vitalidad de la música no se empaña un solo instante.
Ese mismo gusto por lo diminuto aparece en otras obras tardías igualmente didácticas como la considerable serie titulada Játétok (juegos) de Gyögy Kúrtag, alguno de cuyos ejemplos se han popularizado en razón de su extrema economía e inventiva: Feuilles mortes, una de las más divulgadas, emplea once de las doce notas del total cromático (falta el Re natural) y, si bien ofrece una deliberada preeminencia de alturas como el Do o el Fa, resulta imposible asociarla a tonalidad alguna (atractivo particular si se presencia la ejecución: el sistemático cruce de manos). Carente de indicación de compás ni de tempo, la serie de minúsculos grupettos que juegan con las tres octavas centrales del teclado (con alguna inesperada y solitaria incursión en la penúltima) provoca una sorpresa a la vez nostálgica y expectante: la ausencia, no ya de tónica, sino de una configuración melódica discernible sitúa la música en una especie de misteriosa tierra de nadie carente de pasado y de futuro.
Aunque, volviendo la vista atrás, el ejemplo de Bach en sus Invenciones a dos voces marca realmente el vértice de la inventiva, a la vez que el de la parquedad: dos líneas que dialogan a partir de un material carente de variedad interválica, oro puro obtenido a partir de las figuras más simples, fragmentos de escalas y figuras arpegiadas que, tratadas con extrema inventiva melódica y riqueza armónica, exhiben la más sublime dimensión de la creatividad sonora: Bach, como siempre, se sitúa tanto en el comienzo como en la conclusión de toda textualidad.
Belleza de lo minúsculo: la emoción tampoco tiene dimensiones visibles.
José Luis Téllez (enero 2024)