Lo discernible y lo indiscernible

Siempre resultó atractivo especular con la posibilidad de que Claude-Joseph Rouget de Lisle hubiese escuchado en algún momento el mozartiano Concierto en Do mayor KV 503 y que la fuerza y belleza del segundo tema del movimiento inicial hubiese impulsado su fantasía (incluso inconscientemente) a la hora de componer, en una especie de rapto acaecido en la tarde del 25 de abril de 1792, la letra y la música de su Chant de guerre pour l’armée du Rhin que un año más tarde fuera asumido como cosa propia por el Bataillon des Voluntaires de Marseille.

Lo que había nacido como pieza de motivación castrense para la contienda austrofrancesa se metamorfoseaba en canto revolucionario, acogido por las masas populares con tal entusiasmo que no sólo se convirtió en emblema antimonárquico, sino que apenas tres años más tarde ya era oficialmente admitido como himno nacional. Pero la realidad es que La marsellaise, pese a la obvia coincidencia (al margen de la tonalidad) de su cabeza temática con el motivo que nutrirá el desarrollo del allegro maestoso del concierto jamás hubiese podido nacer de su escucha. El himno se compuso en Strassbourg, Rouget de Lisle jamás pisó Viena y el concierto mozartiano (que no se editó en vida del músico) solamente se ejecutó en diciembre de 1786 y abril de 1787 en la capital austriaca y en Leipzig el mes siguiente de ese mismo año, desapareciendo hasta que Artur Schnabel, con la Filamónica de Viena dirigida por Georg Szell, lo sacara del olvido en 1934: la verosimiltud argumental no implica su realidad histórica. Por lo demás, Mozart había fallecido cuatro meses antes de que Rouget de Lisle presentara su himno.

En el otro extremo del paradigma cabría situar uno de los temas que mayor literatura compositiva hayan generado (lo que no implica su evidencia): la canción anónima conocida como L’homme armé (que ha sido atribuida a diversos autores, Antoine Busnois y Johannes Ockeghem entre ellos) se empleó como cantus prius factus en un total cercano al medio centenar de misas escritas entre 1450 y 1582 por gran número de compositores internacionales (Obrecht, Josquin, Sefl, Du Fay, Palestrina…) pero también españoles, como Peñalosa, Guerrero o Morales (que nos dejaron dos ejemplos cada uno). Este es el momento en que carecemos de una teoría suficientemente verosímil que explique tal superabundancia textual: se ha hablado del Toisón de Oro, de la Caída de Constantinopla, del arcángel San Miguel y de una cruzada contra los turcos, pero carecemos de documentos concluyentes. La mayoría de las misas utilizan una versión de la melodía en Sol dórico (con el Si bemolizado), pero en algunos autores, como Palestrina, aparece como mixolidio (con el Si natural). En todo caso, la fuerza de la canción, muy claramente estructurada en tres secciones con un esquema simétrico, se basa en el cambio de octava en la sección central. Esa disposición, así como su rítmica particular, la hacían especialmente apta para organizar cánones y otros juegos polifónicos

Pero, en todo caso, lo que resulta obvio es la dificultad de reconocer la melodía una vez que se integra en la voz de tenor dentro de una estructura polifónica. El esquema métrico se ha disuelto y las notas que configuran el canto aparecen, normalmente, en valores largos, a lo que hay que añadir la frecuencia de los juegos temáticos que presentan el material invertido o retrogradado, lo que dificulta aún más su discernimiento sin consultar la partitura. Identificar la canción de origen dista de ser una experiencia inmediata: podría compararse con el propósito de descifrar la línea gregoriana que funciona como soporte de un organum como el celebérrimo Sederunt Princeps de Perotin, donde el exuberante juego isorritmico de las tres voces superiores imposibilita la lectura del desarrollo, lentísimo, con que se despliega el cantus firmus. Pero, y pese a todo, la melodía (su interválica) está ahí, nutriendo la densa polifonía que la envuelve.

Legible y no legible, identificable y no identificable. En 1775 Mozart, a solicitud de Maximilian III, el Principe Elector de Munich, compone el ofertorio Misericordias Domini (K.222). Es una pieza de alta elaboración contrapuntística en Re menor que contiene algunos interludios homófonos: para introducir el primero modulando a Fa mayor los violines presentan un motivo ascendente y descendente que, desde nuestra perspectiva actual, evoca vagamente el famoso coral con que se cantará An die Freude en el final de la Novena beethoveniana, que se repetirá más tarde en Do y que, finalmente, regresará en tónica mayor para introducir la conclusión. El motete de Mozart no se editó y Beethoven, que tenía cinco años, no pudo escucharlo en ocasión de su estreno, pero no faltan quienes acusan de plagio al autor de Fidelio, ignorando el papel preponderante que tanto las escalas como los arpegios mayores o menores jugaban en la configuración melódica dominante en la música del periodo. Escuchar el ayer con los oídos de hoy solamente puede conducir al error, derivado de considerar lo accesorio como protagónico: y es que tal vez cupiese describir la historia de la música como el juego dialéctico de oposición entre lo discernible y lo indiscernible. (Indiscernible: La Marsellaise en la escucha de Hymnen, la monumental composición electroacústica de Karlheinz Stockhausen. Pero ésa es otra historia. O tal vez no).

José Luis Téllez (marzo 2020)