Las voces de los vencidos
El abrecartas es la sexta (y desdichadamente, la última) de las óperas compuestas por Luis de Pablo. El título está tomado de la novela homónima de Vicente Molina Foix, que obtuvo el Premio Nacional de Narrativa de 2007. La idea de escribir una obra lírica a partir del texto novelístico partió del propio compositor, que ya había colaborado con el escritor en dos óperas anteriores: El viajero indiscreto (estrenada en 1990 en el Teatro de la Zarzuela) y La madre invita a comer (estrenada en la Bienal de Venecia en 1993 y un año más tarde en Madrid, en el mismo teatro que El viajero indiscreto). Luis de Pablo se había presentado como operista en 1983 con Kiu (sobre el drama El cero transparente, de Alfonso Vallejo) y, ya en 2005, había ofrecido, encargada por la Bienal de Venecia, Un parque, sobre el drama Sotoba Komachi, de Yukio Mishima, basado a su vez en una pieza de teatro Nôh. Por medio, en febrero de 2001, había estrenado en este mismo teatro La señorita Cristina, sobre libreto propio basado en la novela de Mircea Eliade. La partitura de El abrecartas fue concluída el 24 de mayo de 2015, según puede leerse en la página postrera.
El relato de Vicente Molina Foix sigue en apariencia la pauta de la novela epistolar, pero la realidad es que la desarrolla de un modo tal que destruye el modelo haciéndolo estallar desde su interior: no se trata de un personaje que narra sus cuitas a un corresponsal cuyas respuestas desconocemos (como sucede en el ejemplo particularmente ilustre del Werther), sino de una pléyade de seres que escriben e intercambian sus propios textos unos con otros: la consecuencia es un abigarrado, pero sumamente nítido, corpus de misivas (lo que explica el título) a través del cual es posible entresacar la historia española a lo largo del S.XX, siempre desde el punto de vista de los vencidos en la guerra provocada por la sublevación fascista de 1936 (más las pertinentes interpolaciones de un miembro de la Brigada Político Social creada por el franquismo en 1941).
Obviamente, y dadas sus dimensiones y complejidad, es imposible trasmutar en libreto la integridad de una novela en extremo ramificada que difracta constantemente el punto de vista narrativo y huye deliberadamente de toda progresión dramática lineal. El escritor y el compositor, de común acuerdo, decidieron moverse en un ámbito temporal que bordea el medio siglo, y que corresponde aproximadamente con las doscientas primeras páginas de la novela (que frisa con las cuatrocientas cincuenta), lo que abarca desde la primera década del S.XX hasta, más o menos, el comienzo de los años cincuenta. El resultado en una sucesión de siete estampas muy contrastadas (un Prólogo más seis Escenas) ninguna de las cuales está tomada literalmente de la novela, pero que articulan un conjunto coherente y homogéneo (aunque no muy claramente narrativo), estampas que, a su vez, son profundamente reveladoras tanto del pensamiento y actitudes de sus respectivos personajes como de la situación política global en que se mueven: el verdadero protagonista del El abrecartas es, en definitiva, el paso del tiempo, y las heridas que inflige en las diferentes figuras que habitan su transcurso pero, y sobre todo, se trata de un homenaje a los vencidos en la guerra civil provocada por la sublevación franquista. Se trata de un mosaico de acciones adosadas cuyas figuras (históricas unas, imaginarias otras) se mueven en ámbitos igualmente ficcionales cuyo sentido global deriva del hecho mismo de su yuxtaposición.
La relación entre lo escrito por los corresponsales y su articulación dramática está perfectamente ejemplificada, por ejemplo, en el breve Prólogo, donde se desarrolla teatralmente una descripción realizada por el primer corresponsal, Rafael González Sanahuja, del juego de Los Lobicos al que se entregaban el entonces niño Federico García Lorca y sus compañeros en la escuela de Fuentevaqueros. El narrador es una figura ficticia, pero el juego está detallado por el propio Lorca en uno de sus escasos textos no poéticos ni dramáticos, Impresiones y paisajes, publicado en 1918. A partir de esa descripción se ha articulado una pequeña escena en la que interviene, amén del narrador, el propio Lorca junto a otros niños. La acción pretérita está contemplada desde el presente por dicho personaje junto a Lorca, ya adultos: confluencia de tiempos ficcionales que musicalmente se expresa merced a un juego de células que se repiten dominadas por el intervalo de tercera (alternativamente mayor y menor) sobre un base rítmica en scherzando en compases de subdivisión ternaria sobre armonías construídas por agregados de terceras superpuestas que ocasionan acordes de séptima y de novena (amén de los correspondientes de quinta aumentada). Musicalmente hablando, en toda la escena asistimos a lo que cabría denominar como una nostalgia diatónica, una música (para)tonal (o pseudomodal) ensoñada que jamás llegará a manifestarse: la fuerza evocativa del episodio está bella y metafóricamente expresada mediante un recurso puramente sonoro que constituye su equivalente. Por lo demás, la escena vá precedida por una brevísima introducción orquestal a cargo de flautas y violines que reitera un intervalo de tercera menor (Do-Mi bemol), y la ópera concluye, a su vez, con un dúo vocal sin acompañamiento entre Alfonso y su prima Setefilla (quizá el episodio de mayor intensidad lírica de toda la obra, cuyo texto procede de La destrucción o el amor, el libro de Vicente Aleixandre) que se clausura con la sucesión de la tercera mayor Sol bemol-Si bemol seguido de una sexta mayor, (Sol natural-Mi natural, inversión de una tercera menor): unidad interválica entre fin y comienzo de una partitura dominada, sobre todo, por la melancolía de un tiempo definitivamente irretornable. A su vez, la citada sugestión modal posée, por su parte, un acusado tono elegíaco que se hace patente, por ejemplo, en la intervención de Miguel Hernández en la Segunda Escena: el personaje canta un fragmento de su Elegía Primera, escrita como se sabe cuando supo del asesinato de Lorca, y el diseño melódico de su canto entrecruza ocasionalmente las escalas frigia y mixolidia: el resultado es de una conmovedora belleza expresiva. Como se sabe, Luis de Pablo utilizaba como base compositiva una serie que alterna terceras y quintas, lo que siempre ha otorgado gran diatonismo a su música y de la que, por segmentación e inversión, derivan, entre otros, los agregados y acordes a que se hizo referencia más arriba. A su vez, y en el referido Prólogo, las intervenciones de Lorca, ya adulto, finalizan con una característica caída de tritono (en lugar de la cuarta o la quinta que cabe esperar), lo que sugiere la modalidad lidia.
La cita y la parodia ocupan un espacio significativo en la economía significante de El abrecartas: ya el la Escena Primera, Lorca canta una nana en Re dórico (que aparece en el cancionero de Dámaso Ledesma) y en la Escena Quinta, Eugenio D’Ors hace lo propio con algunas frases del conocido cuplé Nena escrito por Joaquín Zamacois (el autor del famoso tratado de armonía) con el pseudónimo J.Casamoz. Tanto en un caso como en el otro, la cita literal de músicas populares (o de lo que cabría denominar como folklore urbano en el segundo ejemplo) tiene una obvia función narrativa, la de situar temporalmente las respectivas acciones, pero también la de destacarse del texto operístico en que se inserta, confiándole, por contraste, una función significante aún más nítida. Otro tanto sucede con, por ejemplo, la marcha fúnebre que, en un insólito compás de 6/8 subtiende la primera intervención del coro, otorgándole un fuerte sentido distanciador. A su vez, no resulta menos significativo, ya en la Quinta Escena, que la parte de Ramiro Fonseca, miembro de la citada BPS infiltrado entre los republicanos, se mueva inicialmente en los ámbitos de una tercera (que se dilata hasta la octava en sus intervenciones finales) o sea directamente hablada, al igual que las intervenciones corales de los restantes policías, rítmicamente enunciadas con un efecto entre grotesco y siniestro, en fuerte contraste con la expresividad lírica de la escritura vocal del resto de la obra, estrictamente silábica y cuidadosamente derivada de la prosodia del idioma. En el caso de Fonseca, la tonalidad aparece ligada a la represión: el policía, en su lectura del poema que dice haber escrito en homenaje a Franco, está acompañado en su primera parte por una música (notablemente ratonera, por cierto) en Do menor.
La experiencia operística transformó gradualmente la escritura de Luis de Pablo en el sentido de fomentar una paulatina horizontalidad, una nueva valoración del melos: un melodismo no simétrico y de configuración irregular, pero muy cantable y expresivo. El fenómeno es evidente en las composiciones de las últimas décadas, como Las orillas (1990, una suerte de sinfonía en tres movimientos), Frondoso misterio (2000, el bellísimo concierto para violonchelo) o en ciertas obras de cámara, como el Trio para piano violín y violonchelo de 1993, cuyo último movimiento se titula justamente Melodías en perspectiva. Por lo demás, Luis de Pablo mostró su interés en la escritura vocal desde sus mismos comienzos, como sucede en Comentarios a dos textos de Gerardo Diego (1956), una exquisita obra para soprano, flautín, vibráfono y contrabajo sobre dos poemas procedentes de Manual de espumas. Resulta harto significativo que el compositor no haya trabajado jamás la escritura fonemática: cuando elijo un texto es porque me interesa lo que ese texto dice y cómo lo dice, y me parece esencial que el oyente lo comprenda, afirmó en diferentes ocasiones. Tal actitud, muy a contracorriente de lo habitual en el vanguardismo musical de los años cincuenta y sesenta, tiene su razón de ser en el hecho de que se trataba de una persona de extraordinaria cultura literaria cuya relación con la poesía de la Generación del 27 se inició muy pronto: es sabido que conoció a Vicente Aleixandre (uno de los personajes, por cierto, de El abrecartas) cuando tenía 18 años y de ahí su valoración del significante poético: en la música vocal de Luis de Pablo el texto siempre se encuentra en primer término y la comprensión del lenguaje tiene en su obra una valoración medular. Tal sucede, por ejemplo, con otras obras vocales de gran envergadura, como las cantatas Antigua Fé (1990) o Los novísimos (dedicada, por cierto, a Vicente Molina Foix y estrenada en 2003). La inteligibilidad del texto como fin último de su música vocal ha conducido al compositor hacia la ópera y ésta, a su vez, ha resultado una elección decisiva en la configuración del estilo musical de su última época. Una etapa final cuyo definitivo y más depurado fruto es, justamente, la obra que ahora recibe su estreno.
José Luis Téllez