La verbena de la Paloma (Benito Perojo, 1935)
Provisto de una música de amplitud y categoría excepcionales, el sainete de Tomás Bretón y Ricardo de la Vega estrenado en 1894 es una pequeña joya que trasciende el marco costumbrista para insertarse en un naturalismo cuya exactitud verista llega al extremo de reproducir un genuíno café cantante, con un piano vertical en escena (aunque sea en interno) acompañando a la cantaora. Pieza nacida en el ámbito del teatro por horas finisecular (obritas de 60 minutos que se alternaban en cuatro funciones diarias, para hacer rentable la ocupación de los locales a precios populares), su adaptación cinematográfica obligaba a ampliarla en casi un cincuenta por ciento hasta lograr la duración fílmica habitual, y ahí radica el primer acierto de un guión que inventa personajes y elabora situaciones con tal jugosidad e intención que logra enriquecer el original. Adiciones y desarrollos que perfilan la implicación del texto, cual sucede con el asunto de los mantones (que apenas ocupa una línea en el monólogo teatral de D.Hilarión) o el baile de la mazurka en el salón aristocrático (negación explícita del supuesto carácter interclasista de la música), que resitúan la pieza desde una posición decididamente frentepopulista y que, sospechosamente ausentes de la versión habitualmente distribuída, resultan accesibles en la copia restaurada. Si, cual parece, quedan por rescatar nuevos materiales hasta cubrir el metraje inicial, cabe suponer que correspondan al famoso diálogo ¡buena está la política!entre guardias y sereno que, a no dudarlo, habría dado pié a sustanciosas reflexiones de análoga naturaleza a las señaladas, y que completaría el significado del final de la secuencia de la pelea, que hoy resulta extrañamente demediada. Penetrada de un aliento saludablemente republicano, la cinta de Perojo trasmite la más honda solidaridad hacia unos personajes proletarios cuyo conflicto minúsculo se describe y valora en todo momento desde una inequívoca perspectiva de clase, patente incluso en el modo ejemplar en que se ponen en escena los números musicales: tal sucede con la famosa romanza de Julián, trasladada a la imprenta en que está empleado para -a través de un pertinente montaje de atracciones digno del mejor cine ruso- yuxtaponerla con la escena del taller donde Susana cose, ligando con antirromántica radicalidad el intimismo de los sentimientos con el escenario público de la colectividad productiva. Servido por intérpretes excepcionales, veteranos algunos de ellos de la versión teatral (como Miguel Ligero o Sélica Pérez Carpio, celebrada Susana antes de crear su memorable SeñáRita), el film es una obra de belleza deslumbradora, que exhibe un refinamiento en vestuario, decorados y atrezzo hijos de un diseño de producción de insuperable altura profesional, que recrea la teatralidad desde una nueva perspectiva para articular una dramaturgia irreductiblemente cinematográfica de minuciosa y trabajada historicidad, pero también lúcidamente exenta de la menor nostalgia.
José Luis Téllez