La seducción
Venez à l’île du Cythère
En peregrinage avec nous
Jeune fille, n’ent venient guère
Ou sans amant ou sans époux
Según se dice, fue Émile Deroy, pintor amigo de Baudelaire, el primero en señalar cierta característica emotiva (que hoy nos parece incuestionable), en la pintura de Watteau: su melancolía, envuelta en el ropaje característico de lo que, desde que Le pelegrinage à l’île du Cythère fue admitido por la Académie Royale de peinture en 1717, ha venido a denominarse Fêtes galantes. Gérard de Nerval, Verlaine, el propio Baudelaire, fueron pioneros en reconocer y difundir esa supuesta impregnación sentimental de los lienzos del artista de Valenciennes que, asociada a ciertas figuras teatrales (como en el ejemplo, por demás paradigmático, de Gilles o el, aún más conmovedor, de Mezzettino) hoy nos parece definitoria e inseparable de su estilo, fuertemente realista y, al tiempo, tan luminoso como soñador. Citerea (o Citera) es una isla al sur del Peloponeso cuyo culto privilegiado era Afrodita, la diosa del amor, nacida en sus playas: la cuarteta que abre estas líneas concluye Les trois cousins, la comedia de Florent Carton (más conocido como Dancourt), que ya hacía referencia directa a ella tres lustros antes de que Watteau inmortalizara su imagen.
El pintor realizó dos versiones de la obra, más luminosa y colorista la primera (que se expone en el Louvre), más explícita y menos enigmática la segunda (que se encuentra en Berlín), aunque ambas comparten un mismo argumento. La figura femenina central, cuya pareja la toma de la cintura, mira hacia atrás, donde puede verse una escena de seducción: un hombre galantea a una joven sentada e, inmediatamente a su izquierda, otra joven se yergue alzada por otro caballero que la toma de las manos. Es fácil leer un breve relato en la sucesión de los tres grupos que, en simultaneidad, parecieran exhibir las tres fases de una relación amorosa: el perrito, junto a los pies del hombre que, de espaldas, comparte el centro con la joven, es una clara referencia a la fidelidad, mientras el niño sentado junto a la primera, casi junto a la estatura de Venus que ocupa el extremo derecho, expresa la turbación y la pregunta frente al arcano del deseo. Si la representación de la mitad derecha es sumamente detallista, la izquierda, por su parte, muestra una sucesión de figuras que descienden hacia un tornasol que se disuelve en aureolas en las que la isla es, a la vez, una sugerencia y una lejana insinuación de contornos desdibujados. Como respuesta a la interrogación del niño del borde derecho, una pléyade de amorcillos revolotea entre las nubes por el extremo contrario.
La seducción: dos escenas mozartianas trasmiten idéntica energía emotiva que el óleo de Watteau. En el tercer acto de Le nozze de Figaro, Susana es apremiada por el Conde, que la cree enamorada de él e intenta obtener su favor. Cada personaje aporta una música diferente, pero en los compases finales ambos acaban cantando la misma línea en terceras paralelas. El conde es joven y apuesto y Susana no es de hielo: si el dúo durase veinte compases más, la muchacha acabaría tal vez en el lecho del aristócrata. Por el contrario, Don Giovanni y Zerlina entonan idéntica tonada desde el primer instante: la joven está ya dispuesta al acto amoroso antes incluso de que el dúo se inicie. Dos visiones enfrentadas del camino a Citerea.
En 1951, Francis Poulenc escribe la música para un film del malogrado Henri Lavorel: Le voyage en Amérique es una comedia en que un matrimonio francés viaja al Nuevo Continente en ocasión del nacimiento de su primer nieto, con las previsibles consecuencias ligadas a las diferencias culturales. Ese mismo año, Poulenc recibe el encargo de componer una sonata para dos pianos a solicitud de Artur Gold y Robert Fizdale, dos intérpretes particularmente entusiastas de la música francesa. La composición se demorará hasta la primavera de 1953, pero Poulenc, entre tanto, arreglará para ellos el tema principal del film de Lavorel con el título de L’embarquement por Cythère. Es una pieza deliciosa en ritmo de Vals-Musette que, como es habitual en la música del autor de Dialogues des Carmélites, manifiesta una desprejuicida e inventiva escritura armónica: en Mi bemol mayor, no duda en aventurarse hasta el La menor y ofrecer una marcha ocasional en sucesiones de triadas paralelas.
Pero quizá lo más llamativo se encuentra en el título: es obvio que la visión de Watteau establecida por los poetas románticos ya no tenía cabida en el mundo que había logrado sobrevivir a dos guerras de dimensión universal. La melancolía literaria que antaño se asociase al artista ha dejado paso aquí a una música encantadora, desfachatada y algo canaille mucho más cercana al cabaret que al sentimentalismo decimonónico. En definitiva, no deja de resultar dudoso que los contemporáneos del autor de L’amour paisible asociasen su pintura a la sentimentalidad entrevista más tarde por los románticos. Tal vez la lectura de Poulenc se encuentre más cercana a la sensualidad dieciochesca: en todo caso, tanto la pintura como su reflejo sonoro constituyen un excelente ejemplo de que, en realidad, es el presente la instancia que otorga sentido y significación retrospectiva al pasado.
José Luis Téllez (noviembre 2023)