“La musique souvent me prend
comme une mer”
No habían transcurrido tres años de la muerte de Baudelaire cuando Henri Duparc escribía una versión cantable de L’invitation au voyage, una genuina pieza augural en que el compositor, que contaba apenas veintidós años, fue capaz de encontrar el estilo distintivo de la mélodie francesa, como ha escrito François Porcile. El musicógrafo y cineasta añade con gran tino que en esta pieza el piano no es una mera muleta de la voz (une simple béquille de la voix), sino un genuino interpretante del texto poético: como se sabe, los franceses emplean el término mélodie para el equivalente galo del Lied alemán (la canción savant, la canción de concierto) para distinguirla tanto de la chanson polifónica renacentista como de la chanson popular moderna, a guisa de prolongación de mayor riqueza, variedad y dramatismo del, así llamado, romance practicado por autores como Rousseau, Grétry, Méhul, Auber o Berlioz.
Numerosos han sido los compositores atraídos por los poemas de Les fleurs du mal, comenzando por André Caplet, siguiendo por Claude Debussy y Gabriel Fauré e, incluso, por el propio Alban Berg, que en Der Wein realiza su primera aproximación a la escritura serial como pórtico para la inmediata composición de Lulu partiendo de una traducción realizada por Stefan George de L’Âme du vin, Le vin des amants y Le vin du solitaire: Berg ordena la materia serial comenzando por la escala de Re menor, lo que le permitirá pasar de lo atonal a lo tonal dentro de una misma frase sin transgredir la plasmación dodecafónica. Por lo demás, convendría recordar cómo Théophile Gautier ya señalaba como valor poético esencial de la obra de Baudelaire su artificiosidad: il faut entendre une création due tout entière a l’Art et d’ou la Nature est complètement absente, con clara diferenciación de la excesiva simplicidad que caracterizase el antiguo romance cantable.
Baudelaire es el único poeta que aparece dos veces en la magra producción de Duparc y, en ambos casos, con una misma armadura de clave con tres bemoles: Do menor para la mélodie ya citada y Mi bemol para La vie anterieure, escrita cuatro años más tarde: ambos textos proceden de Spleen et Idéal, pero ofrecen distribuciones formales muy diferenciadas: si ésta es un soneto, aquélla se organiza mediante estrofas de doce y catorce versos alternando líneas de cinco y siete sílabas. Al parecer, Duparc acarició la idea de poner en música Recuillement, otro soneto numerado como CLXIX en las Pièces Ajoutées, pero el propósito nunca llegó a realizarse.
En La vie anterieure, la idea poética (¡y musical!) es, en principio, la inmovilidad armónica: el primer cuarteto se expone sobre una doble pedal de tónica y dominante a modo de materialización de la idea expuesta en el verso primero, prolongada a lo largo de la estrofa: el propio Duparc, en una carta a la soprano Jeanne Raunay (que estrenó la versión orquestal en 1912, dirigida por Ernest Ansermet), afirmaba que no se trata de una verdadera mélodie, mais plutôt une sorte de poème chanté […] dans lequel j’essayais de traduire musicalement les admirables verses de Baudelaire. Justo es reconocer que el modo en que lo ha llevado a cabo no puede resultar más eficaz: la estabilidad de la arquitectura de la primera estrofa deja paso a la convulsión de la segunda en la que nos desplazamos al modo menor presagiando el final en una inestable superposición de semicorcheas y tresillos, hasta que el desenlace de la estrofa desemboque con agitación frenética en un deslumbrante Do mayor, ámbito en el cual un serie de movimientos enarmónicos precipitan el discurso sobre la tónica inicial, pero ahora en un dolorido modo menor (ya pronosticado en el inicio del segundo cuarteto) en que la pieza alcanzará su demorada conclusión.
Si la dialéctica entre inmovilidad y sobresalto traza la distribución emotiva de La vie anterieure, es diferente el caso de L’invitation au voyage. Duparc prescinde de la segunda estrofa (quizá por las referencias excesivamente concretas presentes en el texto) organizando la escritura pianística mediante una sucesión estática de arpegios que inicialmente alternan la tónica con el segundo grado, esquema que en la sección central se substituye por la repetición de amplios acordes mantenidos sobre otra doble pedal Do-Sol en el registro grave. La voz, por su parte, traza una exquisita línea melódica cuyo atractivo se vivifica por las ocasionales inflexiones modales. Es una pieza de singular belleza y emotividad que el propio Duparc orquestó, al igual que La vie anterieure (aunque, y sin la menor duda, la versión pianística sea preferible por su mayor intensidad, en razón de su economía de medios).
Como se sabe, Duparc realizó en 1906 un viaje a Lourdes acompañado por Paul Claudel y Francis Jammes, a la vuelta del cual abandonó la composición y destruyó casi toda su obra, salvo el ramillete de trece exquisitas mélodies que ya habían sido publicadas y que han cimentado su inmortalidad: el propio compositor escribió que, para cualquier artista genuinamente sincero, son oeuvre es mauvaise s’il la compare à ce qu’íl a revé. Tal vez el delirio religioso destruyó su extraordinario potencial creativo: o tal vez alcanzó a contemplar algo inefable que ni siquiera la música sea capaz de explicar.
José Luis Téllez (abril 2023)