La Muerte en Si menor
La tonalidad de Si menor es infrecuente en Schubert: sólo una de sus obras de gran formato (la Octava Sinfonia) está concebida en ese tono y entre las piezas instrumentales de dimensiones reducidas únicamente cabe recordar el primer intermedio de Rosamunde, el diminuto vals D.980 nº2 y poco más, mientras que entre los cinco centenares largos de canciones que nos ha legado apenas pueden espigarse diecisiete: tan escasa proporción hace llamativa la presencia de esta dolorida escala relativa de un Re mayor que, sin embargo, es un tono muy favorecido en su obra.
Solamente siete de esas piezas (las numeradas en el catálogo Deutsch como 247, 371, 432, 616, 713 y 720) son anteriores 1822. El resto de las obras en si menor, con la Sinfonía Inacabada en cabeza, están escritas con posterioridad. La enfermedad por la que el compositor sería hospitalizado en los primeros meses de 1823 ―la sífilis― y que sería la responsable última de su prematuro óbito, fue contraída en ese año. Maurice J.E. Brown (y toda una línea biográfica con él) supone con verosimilitud que el abandono de la sinfonía a la altura del segundo movimiento se debe a una asociación psicológica con los hechos que condujeron al contagio de esa dolencia (de cuya naturaleza entonces incurable era Schubert por entero consciente) en esos días de octubre de 1822 dedicados a su escritura. Sea como fuere, esa tonalidad conquistará un espacio creciente en su obra tardía: de las diez canciones en Si menor posteriores a 1822, dos son de 1823 (D.778 y 995), otras dos de 1826 (D.877 y 907) y las otras seis se agolpan en los dos últimos años de su vida. Tres nada menos pertenecen al Winterreise y otras dos al Schwanengesang y entre ellas están los dos ejemplos más escalofriantes de toda su producción liederística: Der Doppelgänger y Der Leiermann. Esta última sería más tarde reescrita en La (probablemente buscando una relación más orgánica con el resto del ciclo: las tres primeras canciones están, respectivamente, en Re, Fa y La menor y las dos anteúltimas en La menor y La mayor): pero la Urfassung está en Si.
Ambas canciones están habitadas por una misma angustia paralizante, por una inmovilidad casi medusea: Der Doppelgänger es una especie de chacona sobre un bajo recurrente de cuatro compases sobre el que el protagonista, en una visión de pesadilla, se contempla a sí mismo anclado en un pretérito imposible de traspasar mientras, en Der Leiermann, esa mirada cristalizada en el horror se envisca en la imagen de un músico ambulante que tañe una melodía de mecánica simplicidad, un músico descalzo sobre el hielo al que, según el poema de Wilhelm Müller, nadie quiere ver ni oír, pero que, impasible, toca su instrumento a las afueras del pueblo, un músico al que todos ignoran menos los perros, que gruñen en torno suyo sin osar acercarse. Suele decirse (e incluso existe iconografía popular al respecto) que el instrumento en cuestión es un Leierkasten similar a nuestro organillo, una caja con un cilindro interior provisto de púas que gira por acción de un manubrio pulsando unas cuerdas metálicas: pero la escritura de Schubert desmiente esa posiblidad, ya que, del primer al último compás, la canción se sustenta sobre una doble pedal inmóvil (Si – Fa sostenido) que sólo puede justificarse si se trata de un Drehleier (también conocido como Drehgeige, al que en Italia denominan lyra tedesca), que es la versión austriaca de la zanfoña: un cordófono en que una rueda accionada por una manivela frota dos cuerdas afinadas a distancia de quinta a modo de doble bordón mientras la melodía se interpreta sobre otras dos merced a un teclado lateral. La distinción es importante: mantener esa doble pedal obliga a Schubert a superponer momentáneamente tónica y dominante provocando una lacerante disonancia (Si contra La y Do sostenido) que aparece en el compás cuatro y se repite en el cinco, doce, dieciséis y treinta y ocho (el penúltimo). Un músico mediocre hubiera hecho descender el Si grave hasta el La para, manteniendo el efecto acústico, acomodar la nueva armonía a través de un acorde de sexta, pero Schubert no era un músico mediocre. Más allá de cualquier iconografía sonora, la persistencia inquietante de ese acorde traduce la verdad más profunda del poema: ¿quién es ese wunderlicher Alter, ese anciano extraño y enigmático al que los hombres pretenden desconocer, pero que, imperturbable, hace resonar su melodía monótona y espectral a la salida de la aldea?.
Casi cien años más tarde, esa misma nota hegemoniza la obra de otro músico vienés. En el tercer acto de Wozzeck, Si natural está presente de todas las formas posibles en cada uno de los compases de la escena del asesinato de Marie y, a modo de resumen simbólico de la integridad de la ópera, será la única sustancia musical del brevísimo (y sobrecogedor) interludio que le sucede: ese mismo Si que, en Der Doppelgänger, simbolizaba la locura y en Der Leiermann constituye el bajo de la melodía con que la muerte inscribe una presencia no por silenciada menos cierta. Alban Berg (el expresionismo) responde así a la pregunta implícita en ese Schubert del primer romanticismo clasicista que, a través de esas dos canciones y de la tonalidad que las relaciona, señalaba un lugar sin retorno en la estética del biedermeier. Ese Schubert cuya grandeza se cifra en haber vislumbrado ese límite y, sin transgredir uno sólo de sus propios ideales estéticos, no haber retrocedido ante su enunciación.
Jose Luis Téllez (noviembre 2003)