La imagen escondida
Desde la calculada ambigüedad de sus primeros compases, indecisos entre las tonalidades relativas de re mayor y si menor, se insinúa ya un registro que impregnará de manera creciente la integridad del relato: al pasar de la literatura a la ópera, La Dama de Picas ha recorrido el inquietante trecho que separa un cuento sarcástico de una genuina historia de terror. La Dama de Picas, drama musical romántico, se inscribe así en la órbita angustiosa de Lautréamont o de Poe mucho más que en la ácida crítica social de Pushkin.
Dispositivo sustancial de esta metamorfosis, el traslado del tiempo ficcional de la actualidad de 1833 en que se publica la novela a los días de Catalina la Grande fue, según parece, una sugestión del intendente del Teatro Bolshoi, Ivan Vsevolozky, ganoso de convertir lo que, de atenerse a la literalidad del libro, hubiera sido una pieza de descarnamiento casi verista en la suntuosidad en algo que, en argot cinematográfico, cabría hoy describir como una ópera de trajes. Que Chaikovsky aceptara la idea no puede sorprender en un artista como él, fascinado por Mozart: lo inesperado es que, atraído por la posibilidad de elaborar un pastiche rococó, acabase articulando un texto cuyo desarrollo, paulatinamente espectral, anticipase el vértigo simbolista.
En su ausencia de catarsis y su apariencia episódica Eugene Onegin era una obra sorprendentemente moderna: como afirma Richard Taruskin (bien que sea de modo puramente intuitivo), la penúltima contribución escénica de Chaikovsky prefigura también la más tardía de las vanguardias históricas: el surrealismo. Estética que, de acuerdo con André Breton, es un modo de reunir lo consciente y lo inconsciente, el mundo de la Razón y el de los Sueños, en una especie de Realidad Absoluta, una Superrealidad. Empero, y en contra de la idea común, no cabe invocar aquí la herencia freudiana: basta leer el Primer Manifiesto (publicado en 1923, el mismo año que El Yo y el Ello) para comprobar que el inconsciente que en él se invoca es plenamente romántico, derivado de Novalis o de Gérard de Nerval, y en modo alguno equiparable al introducido por el maestro vienés. De ahí la naturaleza premonitoria del drama romántico de Chaikovsky.
La Dama de Picas es una obra entera y doblemente onírica: un sueño secretamente habitado por otros sueños, por otras caligrafías jeroglíficas. El espectro que revela un enigma y que, mediante la verdad, engaña a su interlocutor dándole, no lo que éste cree solicitar, sino lo que realmente anhela, es la principal de esas metáforas. El intermezzo pastoril es la otra: imagen de una Arcadia ensoñada que recrea la música de Mozart para pervertirla en sus cimientos, tanto por el trasfondo cromático de su armonía como por su articulación melódica y su orquestación, tan deliberadamente anticlasicistas, ese episodio memorable, modelo reducido en miniatura de la totalidad de la obra, habla acerca de la imposibilidad presente de esa misma música que afirma tomar como modelo. Momento en verdad visionario, en su utilización de los instrumentos de viento en posiciones armónicas abiertas (aunque en una nota como ésta sea imposible desarrollar la idea, debe mencionarse el asombroso sentido dramático con el que Chaikovsky maneja la tímbrica, creando coloridos específicos para cada situación y para cada personaje), en la carga melódica que asumen frente al papel casi subordinado al acompañamiento adjudicado a la cuerda, Chaikovsky prefigura los aspectos sustanciales de la futura música del The rake’s progress stravinskiano: sueño dentro de otro sueño, contrafigura ilusoria de la desdicha real, en que la acción se detiene para que la obra se refleje sobre sí misma, del mismo modo que Hermann se detendrá un instante después ante el retrato de la Condesa para nombrarla en clave igualmente mitológica: la Venus Moscovita. Realidad engañosa: creyendo contemplar ese retrato, Hermann se contempla a sí mismo, contempla la cifra de su propia carrera hacia la destrucción, que el relato de Tomsky había presagiado ya en la exposición del drama. Y es que todo retrato es, también, un espejo.
La suerte de Hermann está vaticinada en la balada de Tomsky como la del Holandés (y la suya propia) lo están en la de Senta. Igual que allí, todo el material temático (el motivo del Destino, el de las tres cartas, el del espectro…) converge y se anticipa como un trágico epítome. El futuro de Hermann está escrito en la criptografía del canto de su camarada: su destino es el de Otro, cantado por otro, su sueño no pertenece a su propio soñar. Sombra de otras sombras, Hermann, figura musical sin tonalidad propia, errante como el propio Holandés, no busca la redención, sino la certidumbre de una imposible imagen que le devuelva la Realidad perdida, la plenitud ensoñada.
¿Qué es lo que realmente persigue Hermann? Renunciar a un amor cierto por una fortuna quimérica ¿no es un espejismo? ¿Busca realmente la riqueza -que probablemente le fuera más fácil alcanzar casándose con Lisa, verosímil heredera de las posesiones de la Condesa- o bien es el suyo otro objetivo trascendente? Y es en ese punto donde tocamos la médula de la obsesión del protagonista: lo que Hermann (lo que cualquier jugador) ansía es doblegar el azar, someter el caos de lo Real al orden de la Voluntad. Pero el Azar está determinado por leyes divinas –es decir: inhumanas, incomprensibles. Hermann cree buscar la fortuna y lo que busca es el rostro de la diosa negra, la Dama de Picas, Némesis, ese rostro de la aristócrata que contemplase antes de penetrar en su dormitorio y (según la feroz descripción del propio Pushkin), convertirse en espectador de los repulsivos misterios de su toilette. Y es que, como escribe Lacan, a la Muerte y al Deseo no se les puede mirar de frente. El verdadero secreto de la Condesa, a la que sabemos amiga de legendario Conde de Saint-Germain -relación que ella misma certifica en su soledad cantando un aria de Grétry: pero toda la ópera está llena de citas de música francesa- no es el de las tres cartas sino el de la inmortalidad (que no el de la juventud): vulnerado aquel, se desvanece este. Por eso, el Tema del Destino, idéntico a sí mismo pese a sus incesantes transformaciones, cruza todo el texto desde la obertura hasta el instante mismo de la muerte de Hermann.
Y lo hace a través de áreas armónicas precisas. Fa sostenido es la dominante de ese aquél si menor del comienzo que es, a su vez, la misma tonalidad en la que la Condesa canta ese je craindre lui parler la nuit citado líneas más arriba. Fa sostenido: el tono de su propia muerte (y de la de Hermann) es el mismo en que ella y Lisa (¿doble rostro de una realidad idéntica, a través de la mayor, su tonalidad relativa?) habían manifestado una desazón premonitoria al encontrar a Hermann en el quinteto del Acto I. Aquélla tonalidad fatídica es la charnela sobre la que, estructuralmente, se articula la arquitectura significante del texto. Fa sostenido es el relativo de la mayor (el tono ligado a Lisa a través de la idea melódica de la redención por amor en su dúo con Hermann), dominante a su vez del re mayor inicial, dominante de ese sol mayor en el que Tomsky entonase su balada. La temible mención de las tres cartas es una detención momentánea sobre la subdominante, do mayor. Pero ese mismo tono (en un contexto ahora de fa sostenido) es aquél en el que Hermann se detuvo también fugazmente a contemplar el retrato, la imagen secretamente perseguida con cuya contrafigura espectral sellará el término de su propio itinerario. Toda la ópera es un descenso cromático, una suerte de degradación, desde el re natural del comienzo hasta el re bemol de la conclusión: pero ésta última tonalidad es, enarmónicamente, la dominante (do sostenido) de ese fa sostenido que es como un fatum que enlazase todos los vértices armónicos del texto, especie de punto de fuga hacia el que toda la dinámica teatral se orienta de modo irremisible. Pero ese mismo descenso semitonal es el implícito en las dos terceras, mayor y menor, que corresponden al tono del inicio, re: re-fa sostenido, re-fa natural. Si la primera (fa sostenido) nos pone en relación con la Condesa, con su secreto y con la muerte de él derivada, la segunda (fa natural) corresponde al espectro y al propio instante del suicidio del protagonista apuñalándose: Alfa y Omega de la suerte de Hermann aparecen así indisolublemente inscritas la una en la otra en una suerte de ominosa circularidad.
¿Qué es nuestra vida? ¡Un juego!. El bien y el mal no son más que ilusiones […] No existe otra verdad sino la Muerte. Las palabras finales de Hermann (dictadas por la conciencia de la imagen escondida tras el mazo de cartas) sintetizan el entero curso de la peripecia: dos actos dominados por la rememoración de músicas pretéritas (un signo de realismo: el pasado, presente) desembocan en otro penetrado por la presencia de lo intemporal, la música eclesiástica ortodoxa que Hermann escucha desde el fuera de campo: sólo la Muerte nos habita, sólo Ella nos posée y perfila en nosotros el rostro de la última hora: el criminal es, también, víctima de un destino –un Azar- ciego e inescrutable. En ese relámpago de lucidez última, Hermann alcanza a convertirse en protagonista trágico: es ésa su Fortuna, y quizás no quepa otra.
José Luis Téllez