«La forza del destino»: Verdi y España, Verdi en España


Cinco óperas de Verdi tienen a España como espacio ficcional: Ernani (1844), Alzira (1845), Il trovatore (1853), La forza del destino (1862) y Don Carlo (1867): en la primera y la última (basadas respectivamente en las obras homónimas de Victor Hugo y de Schiller) aparece Carlos V como personaje histórico. La segunda, sobre Voltaire, tiene el Perú colonial como escenario. Por su parte, debemos a La forza del destino la única visita de Verdi y su esposa a nuestro país.

El duque de Rivas pintado por Federico Madrazo

Ángel Saavedra y Ramírez de Baquedano, duque de Rivas desde el fallecimiento de su hermano mayor, Iván Remigio, en 1834, escribió Don Alvaro o la fuerza del sino durante su exilio en Tours ese mismo año. Fueron tiempos duros para los liberales, incluso para un aristócrata como él: se ganó el sustento en París dando clases de pintura (su otra pasión, junto con las letras: había sido discípulo José López Enguídanos) y expuso algunos cuadros pero, finalmente, gracias a la amnistía de la Reina Gobernadora pudo regresar a Madrid tras más de una década de ausencia. Esa misma temporada estrenó la obra en el Teatro Príncipe de Madrid: ya llevaba casi una docena de dramas en su haber, alguno de las cuales (como Aliatar) había sido prohibido  y otros (como el antimonárquico Lanuza) habían gozado de lisonjera acogida, pero la noche del 22 de marzo de 1835 supuso, no ya el cénit victorioso de su numen sino, y sobre todo, la incuestionable eclosión del romanticismo en España (sin mayores antecedentes significativos que Macías de Larra y La conjuración de Venecia, de Martínez de la Rosa, del año anterior).

Saavedra, condenado a muerte en 1824, se había refugiado inicialmente en Malta, donde John Hookham Frere le había puesto en contacto con la obra de Walter Scott y de Byron, y el descubrimiento no tardó en fructificar, aunque su llegada a la escena madrileña se retrasara. Más tarde, Saavedra, cuyo interés por la política había nacido de su amistad con Alcalá Galiano, evolucionó hacia posiciones conservadoras: fue embajador en Nápoles cuando Verdi estrenó allí Alzira en 1845 y Luisa Miller en 1849 (pero no existe la menor referencia de que se produjese encuentro alguno entre ellos) y, más tarde, ministro de la Gobernación y de Marina, presidente del Consejo de Estado y miembro de las Academias de la Historia, de Bellas Artes y de la Lengua, que llegó a dirigir.

Como es característico de su estética, Don Alvaro o la fuerza del sino desdeña las unidades de tiempo, lugar y acción, pretendiendo expresar un universo teñido de realismo que, no sólo no esquiva las convenciones, sino que aspira a integrarlas en una síntesis de mayor amplitud: la mezcla de la prosa y verso es casi aleatoria (llama la atención que instantes decisivos, como el final de la primera jornada o el de la última, se encomienden a aquélla y diálogos poco trascendentes, como la charla de los mesoneros en la segunda, a éste) y episodios truculentos alternan con otros de gran lirismo, pero también con los costumbristas y grotescos, del mismo modo que los personajes blasonados se mueven en pie de igualdad con las figuras populares. La aspiración a representar una especie de imago del caos regida por fuerzas fatales y desconocidas se enseñorea del relato, cuya energía dimana de esa dispersión referencial que conduce a un escenario sin esperanza ni lenitivo. Si las partes en prosa recogen con fidelidad y lozanía el habla común, las versificadas, juegan con una gran variedad de metros y estrofas, que abarcan del romance octosilábico (pero también endecasilábico) a la redondilla, la silva, la espinela o la octava real, pero también la seguidilla. De particular interés resulta el gran monólogo del protagonista en la tercera jornada, resuelto mediante una hábil mixtura de redondillas y sextillas (y que, muy resumido y modificado, aparece en el comienzo del Acto III de la ópera). La obra exige no menos de veintinueve partes actorales, numerosos comparsas sin frase, trece localizaciones en dos países (España y Nápoles) y un periodo argumental en torno a los cinco años. Los diferentes escenarios están cuidadosa y prolíjamente descritos, persiguiendo un realismo casi fotográfico al margen de toda idealización. Por la trocha abierta por la obra del Duque de Rivas desfilarían en los años sucesivos piezas como El trovador, de García Gutiérrez (quizá el mayor éxito teatral del XIX en España), Los amantes de Teruel, de Harzenbusch o Don Juan Tenorio de Zorrilla que, ya en 1855, clausuraba un movimiento estético tan intenso como efímero.

Figurín de Miquel Xirgu i Subirà, realizado para su hermana Margarita Xirgú en el papel de Leonora en Don Álvaro o la fuerza del sino

Antes de abordar la escritura de La forza del destino, Verdi ya había transformado en óperas dos obras de García Gutiérrez: Il trovatore en 1853 y Simon Boccanegra cuatro años más tarde. Si la primera fue la que le proporcionó el éxito más dilatado durante toda su existencia, la segunda fue un fiasco que sólo se enderezó parcialmente en 1881 con una versión profundamente revisada que marcó su reconciliación, no ya con Arrigo Boïto, sino también con el Teatro alla Scala de Milan, pero el interés por la obra del Duque de Rivas es coetáneo con la escritura de aquélla: en 1852 Verdi ya había tenido noticia de la pieza gracias a Cesarino de Sanctis, uno de los amigos napolitanos del círculo de Salvatore Cammaranno, el libretista de Il trovatore. Don Alvaro o la fuerza del sino se había publicado en Nápoles en 1848 en traducción de Francisco Gómez Terán, pero la edición que manejó Verdi años más tarde fue la milanesa de Antonio Vallardi traducida por Francesco Sanseverino en 1851. Ambas versiones estaban redactadas en prosa y Verdi se sintió atraído por la obra desde el primer instante: estuvo a punto de acometerla en 1853 para el veneciano teatro de La Fenice (pero finalmente se decidió por La dame aux camélies, de Dumas, que daría lugar a La traviata), encontrando la ocasión idónea en 1861 al recibir una carta del tenor Enrico Tamberlick en que le planteaba la posibilidad de aceptar un encargo del Teatro Imperial de San Petersburgo (que, como casi todos los teatros de la época, estaba colonizado por los italianos, bien que con fuerte influencia francesa). Verdi acababa de ser elegido diputado en el primer parlamento y su economía se resentía de sus constantes desplazamientos a Turin y el mantenimiento, ampliación y considerable mejora de su finca de St’Agata, en Busseto: la visita de Achille Tamberlick, hermano del tenor, acabó por decidirle. La primera elección había sido Ruy Blas de Victor Hugo, pero el propio Tamberlick le disuadió tras consultar con la censura. Fue entonces cuando Verdi recordó el drama de Saavedra que, según una carta de Giuseppina Strepponi, la esposa del músico, hubo que rebuscar por las librerías milanesas hasta dar nuevamente con él. El contrato se firmó el 3 de junio de 1861 y el estreno se anunció para la temporada sucesiva.

Diez o doce días más tarde, Francesco Maria Piave llegó St’Agata para trabajar en el libreto de la futura obra. Piave ya había escrito nueve óperas verdianas, alguna de ellas de tanta trascendencia como Rigoletto o La traviata: La forza del destino sería la última, pues un ictus fulminante lo dejó mudo y paralítico siete años más tarde. Verdi, como era habitual, ya había redactado una suerte de tratamiento (por decirlo en el argot cinematográfico) desglosado en escenas, anotando en prosa las ideas esenciales del diálogo y señalando, incluso, indicaciones sobre la versificación (lo que implica que, en un cierto grado, ya había comenzado a imaginar la música). En agosto, Piave regresó a Milan, donde era director escénico en La Scala, y continuó su relación con Verdi de modo epistolar hasta concluir el trabajo. El resultado es un libreto que, como la propia obra de Saavedra, es deliberadamente caótico respetando el desorden del original que sintetiza con notable fidelidad y que en algún episodio alcanza lo literal, como sucede en la conclusión del primer acto o en el aria de Carlo en el tercero. La síntesis es económica y eficaz: los dos hermanos de Leonora se han fundido en uno solo (que, además, se ha unificado con el estudiante que aparece en la venta de Hornachuelos, en el primer cuadro del acto segundo) y la escena inicial, la más claramente costumbrista y “sevillana”, ha desaparecido para entrar directamente en el drama. A cambio, las figuras populares allí presentes se han trasladado al final del acto tercero, que hegemonizan enteramente, y Preciosilla, que solamente aparecía en el arranque de la pieza de Saavedra, alcanza ahora absoluto protagonismo: puede decirse con todo derecho que el personaje operístico es una creación de Verdi, a despecho del texto del Duque de Rivas. Por lo demás, ese final de acto se construye, no sobre la pieza de partida, sino sobre diferentes retazos del Wallensteins Lager de Schiller, que Verdi conocía gracias a la traducción de Andrea Maffei, el libretista de I masnadieri (basada, a su vez, en Die Räuber) con una conclusión ad hoc (el célebre, y muy controvertido, Rataplan) de invención exclusiva de los autores de la ópera.

Cartel del estreno en San Petesburgo

La única localización sevillana de La forza del destino es el interior del palacio del Marqués de Calatrava, donde se desarrolla el acto inicial: un intenso drama en miniatura con exposición, nudo y desenlace que en sus veinticinco minutos posee una admirable energía trágica, unificada a través de la tonalidad de Mi (menor primero, mayor después) en que comienza y acaba y que, a lo largo de la obra, se asociará luego a la idea del Destino y al personaje de Leonora, ligada igualmente al agitado tema inicial de la obertura (escrita para la versión definitiva de la obra, estrenada en La Scala en 1869). Verdi, que no había compuesto una nota desde hacía casi cuatro años, creó la partitura con gran celeridad, entre el 20 de septiembre y el 22 de noviembre (salvo la orquestación): el estreno estaba anunciado para enero de 1862.

El ferrocarril que unía París con San Petersburgo acababa de inaugurarse. Los Verdi llegaron a la capital francesa el 28 de noviembre y partieron para Rusia dos días más tarde: la expedición, aparte del compositor y su esposa, contaba con dos criados de St’Agata que debían movilizar 100 botellas de Burdeos común y 20 de calidad, otras 30 de champán francés y una respetable cantidad de pasta (macarrones y tagliatelle), arroz, parmigiano, jamón curado y salami. En San Petersburgo los ensayos comenzaron de inmediato, pero la persistente enfermedad de Emma Lagrua, que hubiera debido encarnar a Leonora, impidió el estreno, que hubo de aplazarse hasta la temporada sucesiva (la soprano falleció tres años más tarde a los 36 de su edad).

Verdi y Giuseppina pasaron algunos días visitando San Petersburgo y Moscú, regresando a París a finales de febrero. Entre Dünaburg y Kovno (hoy, Daugavpils y Kaunas) el viaje, de unos 200 km., se realizó en coches sin calefacción: en una carta a Tamberlick Verdi  habla del frío insoportable de esa jornada (unos 30º bajo cero) y recuerda la Divina Commedia y el hielo eterno del noveno circulo infernal. Tras pasar la noche en Kovno (con mala comida pero, al menos, con buena calefacción), un oficial de la línea férrea amigo del tenor consiguió reservar un compartimento completo para los Verdi y su servicio y pudieron arribar a Francia en buenas condiciones.

Final del Acto I. Bayerische Staatsoper, 2014. Director: Asher Fisch. Escena: Martin Kušej. Jonas Kaufmann (Don Alvaro), Anja Harteros (Donna Leonora)

En septiembre, el compositor y su esposa reemprendieron el viaje desde Paris: el día 24 ya estaban en San Petersburgo y, días más tarde, en Moscú para asistir a una representación de Il trovatore que constituyó un éxito delirante. Al regreso, los ensayos comenzaron de inmediato y, según la correspondencia con Ricordi, a plena satisfacción del músico: el elenco contaba con Tamberlick como Don Alvaro, Caroline Barbot como Leonora, Francesco Graziani como Carlo, Constance Natier-Didié como Preziosilla, Achille de Bassini como Melitone y Gian Francesco Angelini como Padre guardiano. El estreno tuvo lugar el 10 de noviembre a las siete y media de la tarde: Verdi dirigió las tres primeras funciones (como era lo usual) y en la tercera de ellas hubo de soportar las protestas de la facción del público afecta a las óperas alemanas (amén de las provenientes de los compositores nacionalistas), pero el triunfo de La forza del destino fue incontestable, cosechando buenas críticas casi unánimes y llenos absolutos. El Zar Alejandro II y su esposa Maria Alexandrovna no asistieron al estreno por enfermedad de aquél, pero sí a la cuarta representación: al terminar, el Zar invitó al compositor a su palco y le impuso la Orden Imperial de San Estanislao. Los Verdi permanecieron en Rusia hasta el 9 de diciembre y, para general sorpresa, el compositor realizó una intensa y gratificante vida social durante aquellos días.

Verdi en San Petesburgo, sentado a la izquierda

Todo lo contrario sucedería durante su visita a España. Al parecer, Tamberlick había influido para que la obra se representara en Madrid inmediatamente después del estreno (aunque por medio se había ofrecido en Roma, sin la presencia del músico). Verdi se dedicó en exclusiva a los ensayos y apenas salió de su alojamiento en la Casa de Luis Nobile Castaldi, en el num.6 de la Plaza de Oriente, donde había alquilado un apartamento con salón con piano, despacho, comedor y alcoba con tocador: el compositor y su esposa habían llegado a la capital el 11 de enero, apenas un mes más tarde de su partida de San Petersburgo y tras un viaje extenuante. Al parecer, y además de haber posado para dos retratos realizados por Jean Laurent en su estudio fotográfico de la Carrera de San Jerónimo nº30, el único acto al que se pudo atraer a Verdi fué el agotador homenaje (más de tres horas) que se le tributó  en el Conservatorio (albergado en la parte trasera del Teatro Real, es decir, la fachada que mira a la plaza de Isabel II), que concluyó con el cuarto acto de Il trovatore (según otros diarios, Ernani) interpretado por alumnos de la clase de Mímica aplicada al canto que Juan Jiménez impartía desde cinco meses atrás: ejecución que, al parecer, no resultó precisamente feliz (Jiménez, que había hecho una breve carrera en Italia, había publicado el año anterior un tratado sobre esa materia, que impartía gracias al apoyo de Hilarión Eslava). Aparte de ello, solamente hay noticia de una visita al Museo del Prado y la probable asistencia a una representación de El secreto de una dama, de Barbieri, en el Teatro de La Zarzuela. De ser ello así, llama la atención que no se dignase contestar a la misiva laudatoria que éste le había dejado en su alojamiento: más tarde, cuando el tenor Gaetano Fraschini, que se había ofrecido a Verdi para solicitar de Barbieri algunos ejemplos de música española de la época para utilizarlos en el ballet de Don Carlos, el autor de Pan y toros se negó en rotundo a satisfacer tal demanda,  aduciendo, y no sin razón, el modo en que Verdi le había ignorado tres años atrás.

La forza del destino se presentó en el Teatro Real el sábado 21 de febrero de 1863, con mucha lluvia y con la asistencia de Isabel II (que recibió en su palco al músico), con Anne-Caroline Lagrange, Gaetano Fraschini y Leone Giraldoni en los papeles principales y decorados de César Ferri, muy alabados por el compositor (dato digno de resaltarse, ya que la producción rusa había sido de una riqueza suntuosa, según había escrito Verdi a Ricordi). La temporada se había abierto con Il trovatore y, aparte del estreno de La forza del destino, incluía Ernani, La traviata, Rigoletto y Un ballo in maschera. Un homenaje al compositor en toda regla.

Maestro Verdi. Jean Laurent, Madrid, 1863

En una carta enviada a Opprandino Arrivabene, antiguo contertulio del salón de la Condesa Maffei en Milan, Verdi, que era un crítico muy severo, ponderaba el trabajo de los cuerpos estables del Teatro Real, afirmando que la interpretación había sido admirable [por parte del] coro y la orquesta. Buena por parte de Fraschini y de Lagrange. El resto, cero o malo: pese a todo, éxito. La ópera fue un triunfo de público (Verdi fue llamado once veces a escena), pero la crítica no fue unánime: se acusó a la partitura de estar excesivamente influida por Donizetti (!) y parece que al Duque de Rivas no acabó de gustarle la adaptación de su obra.

La forza del destino abarrotó el Teatro Real durante 12 funciones: todavía se representaba cuando los Verdi regresaban de un viaje por España que los llevó a Cadiz (donde Verdi adquirió un barril de jerez que envió por barco a su casa de Genova), Málaga, Córdoba, Sevilla y Granada, donde visitó al barítono Giorgio Ronconi, que había protagonizado (junto a la Strepponi) el estreno de Nabucco, la obra que dos décadas atrás había convertido al músico en una figura internacional. En Sevilla, los Verdi se hospedaron en el Hotel Inglaterra (entonces, la Fonda de Londres) en la Plaza Nueva y visitaron el Alcázar, la Catedral y la fábrica de porcelana de La Cartuja. Manuel Cabral Aguado y Bejarano, pintor y director del Museo de Bellas Artes, les guió en una visita en la que, al parecer, Verdi admiró especialmente las telas de Murillo allí conservadas.

En otra carta dirigida a Arrivabene, Verdi sintetiza la gira española: Viaje extremadamente incómodo, largo y fatigoso. La Alhambra in primis et ante omnia, la catedral de Toledo, Córdoba y Sevilla merecen la reputación de que gozan. El Escorial (perdón por la blasfemia) no me gusta: es un montón de mármoles con piezas riquísimas en su interior, alguna bellísima, como un fresco de Luca Giordano maravillosamente bello, pero el conjunto carece de buen gusto. Es severo y terrible, como el feroz soberano que lo ha construido. La impresión causada por el monasterio está en el origen de su siguiente ópera, Don Carlo, sobre el drama homónimo de Schiller, la obra más anticlerical de todo Verdi.

La versión original de La forza del destino conservaba el tremendo final de la pieza del Duque de Rivas, con Leonora y Carlo muertos sobre la escena y Don Álvaro arrojándose desde una peña tras maldecir al género humano. En 1869, para la presentación de la obra en Milan, Verdi modificó la obra levemente, añadiendo un pequeño coro pero, y sobre todo, dejando en vida Don Alvaro y desarrollando el preludio inicial en la forma actual de obertura, como se dijo líneas más atrás. En esta forma ha quedado como “versión estándar”, tras su estreno el 20 de febrero, con Teresa Stolz, Mario Tiberini y Luigi Colonese en los papeles principales. La forza del destino sería, por otra parte, la obra que marcó la entrada masiva de Verdi en los teatros alemanes, y su redescubrimiento internacional tras la gran oleada wagneriana que le había dejado en un segundo lugar en el aprecio de los grandes públicos (salvo en Italia, claro está). Esa recuperación comenzó en 1926, gracias a la traducción realizada por Franz Werfel en 1926, con el título de Die Macht des Schiksals, en que el autor de Roman der Oper cambiaba el orden de las escenas finales del Acto III, para acabar con el dúo de Carlo y Don Álvaro regresando a la acción principal. El final de Verdi es, en tal sentido, mucho más audaz, en la medida en que los personajes populares desplazan a los aristocráticos, dominando el episodio conclusivo y, con ello, el sentido total de dicho acto.

Es bien significativo que haya desaparecido la cuestión previa del protagonista como hijo ilegítimo del virrey del Perú y torero de nombradía, quedando reducida a alguna aislada referencia describiéndole como indiano. Más allá de todo pintoresquismo, al margen de todo atisbo de “color local”, Verdi, en sus tres grandes obras de procedencia hispana de las que La forza del destino constituye la pieza terminal y definitiva, trasciende la agitación romántica transformándola en poesía dramática abstracta: una dramaturgia habitada por el dolor y la culpa a través de la contradicción insoluble entre Deseo y Ley. Verdi ha alcanzado a exponer la tragicidad intemporal del romanticismo español con una pertinencia y un vigor insuperables: sólo por ello debería figurar también en el Panteón general de nuestra historia.

José Luis Téllez. (Publicado en la revista EXCELENTIA num9/10 -2020)