La emoción de la música

El psicoanalista y crítico musical Luis Sales, en un artículo publicado en 1995  (Entre Dionisos y Apolo o el secreto de la música. Revista 3 al 4, Barcelona, julio 1995), partiendo de la tan conocida sordera de Freud para la música, elaboraba una lúcida hipótesis sobre la naturaleza de la emoción específica generada por este arte. Sales, desarrollando la observación freudiana de que el movimiento rítmico corporal implica un factor erógeno, concluye que la música es un tipo de fenómeno que reproduce con sorprendente fidelidad eso mismo que Freud se esforzó por describir metapsicológicamente en términos de pulsión.

La reciente edición en castellano del texto ya clásico de Leonard B.Meyer (Emoción y significado en la música. Alianza Música num.79 Madrid 2001, excelentemente traducido por José Luis Turina), vuelve a poner de actualidad un tema medular —el tema por antonomasia— de cuantos se enhebran en la escurridiza urdimbre de la música: la significación. Levi Strauss, en el prólogo de Lo crudo y lo cocido afirmaba que la música es el supremo misterio de las ciencias del hombre y Oscar Wilde, en la primera parte de El crítico artista, que la música no puede decir nunca su último secreto. En efecto, la naturaleza irreductible de la música para expresarse mediante conceptos, su asemanticidad, le dota de un espacio singular en el conjunto de las artes: un campo que solamente puede manifestarse como lugar del enigma  y que pareciera desafiar todo intento de desentrañarlo. En cierto sentido, sigue siendo legítimo afirmar con Platón que la música es la vía que enlaza el mundo visible y el invisible: los griegos supieron expresarlo de modo insuperable a través del mito de Orfeo

Meyer desarrolla con fascinadora pertinencia un exhaustivo análisis de las dimensiones de la percepción musical, demostrando cómo la emoción producida por este arte se genera en la capacidad de su discurso para frustrar (o cumplir) las expectativas que, mediante mecanismos precisos derivados de su organización textual (ritmo, armonía, periodicidad, simultaneidad…) han sido previamente provocadas en el oyente. Obvio es decir que, para Meyer, al hablar de música forma y significado son conceptos sinónimos y que, lógicamente, hay que entender significado en su dimensión única como denotación: el nebuloso ámbito de la connotación es por entero ajeno a su estudio.

Sales, en el artículo citado, sitúa también la raíz última del problema, a través de una cita procedente de Más allá del principio del placer, en idéntica dialéctica entre satisfacción o frustración de las expectativas: las exteriorizaciones de la compulsión de repetición muestran en alto grado un carácter pulsional y, donde se encuentran en oposición al principio del placer, demoníaco. Sales implica en este punto el concepto de perversión y apostilla que Freud, sin nombrarlo, habla de el placer perverso de la disonancia o, lo que es lo mismo, el placer del displacer previo a la descarga tónica.

En Meyer (o en Sales) subyace la idea de la música tonal (o, si se prefiere, modal, en su sentido más amplio): la dialéctica disonancia-resolución o (simetría-asimetría, si hablamos, por ejemplo, de ritmo) deja de tener sentido ante textos que, como Atmosphères, de Ligeti, o Pithopraktha, de Xenakis, pero también las Estructuras para dos piano, de Boulez (por no hablar del Gesang der Jünglinge, de Stockhausen), parecen desarrollarse al margen de toda forma discursiva convencional (y que, no obstante, pueden ser tan conmovedoras o más que las tradicionales), ya que en la simple escucha es imposible discernir en ellas cualquier nivel de articulación equiparable, por ejemplo, a las propias del lenguaje (fonema, morfema, sintagma…) que son estructuralmente análogas a las de la música y a su particular disposición sintáctica (y cuyos complejos mecanismos discursivos son, justamente, el objeto del estudio de Meyer). Es obvio que la música del S.XX (al menos la más representativa de ese sigo recién acabado, por su carácter innovador o experimental) ha demostrado una admirable capacidad para crear dimensiones inéditas de la escucha.

Sales concluía su texto con estas palabras: Si es verdad, como dice Lacan, que todo arte se caracteriza por cierta forma de organización en torno a  un vacío, la música no es, afín de cuentas, sino una forma de ilusión alrededor de un silencio. Pero Lacan ha sido también pionero en señalar (refiriéndose a la oposición metonimia/metáfora) que el inconsciente se articula como un lenguaje. En un nivel distinto, la música se articula igualmente como si fuera un lenguaje pero, al estructurarse sobre la misma base que las palabras sin hallarse sujeta a su mecanismo de significación, se trata, por así decir, de un idioma del que jamás poseeremos diccionario. De modo que bien cabe finalizar retornando a la Grecia clásica (es decir, a Freud, en la medida en que él mismo hubo de recurrir al concepto de la Tragedia para formular la teoría del Edipo) para leer desde una perspectiva actual esos dos mundos, visible e invisible, que la música tradicionalmente afirma enlazar, situando su campo —fantasmático— de inscripción en ese preconsciente que, según la segunda tópica freudiana, enlaza el yo con el ello. Donde Ello estuvo, estaré Yo (Wo Es war, soll Ich werden), según la célebre fórmula psicoanalítica: ese trayecto, siempre entrevisto y nunca completado (esa significación que nunca acaba de revelarse), es el paisaje que la música dilata y, al tiempo, encubre en su viaje inefable.

José Luis Téllez (2002)