La doble poesía fílmica

The tales of Hoffmann, la versión cinematográfica de la última obra escénica de Offenbach realizada por Michael Powell y Emeric Pressburger, no es una representación de ópera filmada (como sería el memorable Don Giovanni de Paul Czinner, cuatro años posterior), sino otra cosa por entero diferente: un genuino film operístico (Guillermo Cabrera Infante lo calificó, no sin motivo, como una superproducción de grandiosidad wagneriana) que no sólo registra, sino que multiplica, la poética operística. La música es el único dispositivo que genera la verosimilitud de la cinta, al par de su continuidad: se parte de una banda sonora pregrabada de la obra de Offenbach (excelentemente traducida al inglés por Dennis Aroundell) y a partir de ella se elabora un complejísimo juego de representación que se le superpone, para construir un espectáculo fílmico-musical que de un solo golpe transgrede las carencias narrativas de lo cinematográfico a la vez que trasciende las inevitables limitaciones propias del teatro. El escenario de The tales of Hoffmann es la propia pantalla fílmica que recurre jubilosamente al trucaje propio del cine de la época con insuperable oficio y deslumbrantes resultados, bien que conservando inequívocas referencias al teatro: resulta especialmente llamativo el empleo de forillos y telones en el acto de Olympia, como una obvia metáfora de la situación alienada de la mirada de Hoffmann a través de las gafas ofrecidas por Coppélius, que la harán ver una mujer real donde solamente hay una muñeca mecánica.

Realizada en 1951, The tales of Hoffmann emplea la versión musical publicada por Choudens en 1907 (habitualmente en uso hasta tiempos bien cercanos), bien que significativamente modificada: falta, por ejemplo, la intervención de la Musa en el epílogo que, a su vez, ha quedado reducido a la última intervención coral precedida de una escena, no cantada, en que Stella, dolorida tras ver a Hoffmann completamente ebrio, acepta la invitación de Lindorf. Éste, por su parte, enmudece, y sus intervenciones carecen de contenido vocal. Solamente en la conclusión del acto de Antonia, tras expirar ésta, se despoja de la máscara del Doctor Miracle, descubriéndose su verdadero rostro tras ella, lo que contradice el libreto original, pero aporta una idea mucho más penetrante sobre el personaje: se trata de una figura negativa que, al carecer de canto, carece igualmente de realidad operística y que tan sólo puede existir apropiándose de una realidad ajena. Lindorf es, en todos los extremos, un absoluto impostor. Esta idea no pertenece a la ópera: es una reflexión (particularmente brillante, por cierto) propia de la versión fílmica de dicha ópera (de hecho, el personaje es interpretado por Robert Helpmann, que asume igualmente las figuras de Coppelius y Dappertutto: solamente está ausente la parte vocal específica de Lindorf). La cinta de Powell y Pressburger no es solamente una realización cinematográfica de la obra de Offenbach (y de sus libretistas, Jules Barbier y Michel Carré), sino un verdadero trabajo tanto admirativo como crítico. Crítica positiva, que elabora y amplía la propia substancia argumental.

Por lo demás, Stella no es una cantante, sino una bailarina (Moira Shearer), que ejecuta un magnífico número coreográfico (The enchanted dragonfly: la libélula encantada, según reza el programa del teatro en que se inicia la acción) en el prólogo instrumental de la ópera: prólogo que, amén de la música correspondiente al preludio, lleva añadida una amplia elaboración sobre el tema O Dieu de quelle ivresse!, la romanza de Hoffmann en el acto de Venecia. La dilatación de la obertura (y su visualización) justifican la escena, que se prolonga en la conclusión del film: tras la muerte de Antonia, regresa la música de la barcarola del acto de Venecia, sobre la que la misma pareja de bailarines del comienzo realiza una nueva aparición que se ofrece cuadruplicada en la pantalla por sobreimpresión, prolongando deliberadamente el irrealismo de toda la puesta en escena: es un modo de decir fílmicamente que Stella y las tres mujeres de que Hoffmann habló a lo largo de la obra son, esencialmente, la misma: se trata de una suerte de metáfora visual de las palabras de Nickausse en el epílogo: Ah!, je comprends! Trois drames en un drame. Olympia, Antonia, Giulietta ne sont qu’une même femme: La Stella!  Palabras que no se pronuncian en el film, viéndose substituidas por la referida secuencia danzada que, a su vez, se prolonga en un sutil juego metalingüístico: en el programa en que se anuncia la actuación coreográfica puede leerse también el anuncio de Don Giovanni, la ópera de Mozart, lo que justifica doblemente el rechazo de Hoffmann en el prólogo (tais toi, par le diable!) cuando Nicklausse recuerda la canción de Leporello (notte e giorno mal dormire): Hoffmann no ama a una cantante, sino a una bailarina: el rechazo del poeta se ve así doblemente justificado.

Robert Rounseville (Hoffmann) y Ann Arays (Antonia) son los únicos intérpretes que se doblan a sí mismos (junto con Sir Thomas Beecham, que finge dirigir los últimos compases de la obra, rompiendo de forma deliberada la verosimilitud de todo el discurso precedente a guisa de conclusión). Singularmente llamativa, por lo demás, la presencia de dos prestigiosas bailarinas (la ya citada Moira Shearer y Ludmilla Tchérina) en el elenco de los actores. En el caso de la primera la elección resulta especialmente alambicada, toda vez que se le ha encomendado el personaje de Olympia: la muñeca no solamente canta (doblada por Doroty Bond) sino que simultáneamente baila, en una especie de tour de force que excede con singular desmesura toda posible verosimilitud (Moira Shearer regresará con los mismos realizadores en la inquietante Peeping Tom, ya en 1960). Esa misma idea de sustituir el canto por la danza aparece igualmente en el acto de Venecia, cuando Schlemil baila su romanza (Tourne, tourne, diamant) en lugar de entonarla. Del mismo modo, Giulietta aparece tratada como Olympia, que baila y danza su correspondiente personaje.

Por su parte, Ludmilla Tchérina, que encarna a la Giulietta del acto de Venecia (doblada por Margherita Grandi), ya había trabajado con Powell y Pressburger tres años antes en la inolvidable The red shoes: una carrera fílmica que se prolongará, entre otras notables cintas, en Parsifal de Carlos Serrano de Osma y Daniel Mangrané y Sign of the pagan (Atila) de Douglas Sirk. Powell y Pressburger continuarán su trayectoria fílmico-operística con Oh Rosalinda! (sobre Die Fledermaus) en 1955 y ya en 1959 con Luna de miel, sobre El amor brujo de Falla (con Luis Escobar como colibretista), en ambos casos con la Tchérina como protagonista, que en el caso de Luna de Miel compartirá escenario con el inolvidable Antonio Ruiz Soler, Antonio. Significativa, por lo demás, la presencia de otros dos grandes bailarines: Frederik Ashton (que encarna a Keinzach) y Léonide Massine (como Spalanzani y Schlemil, doblados por Graham Clifford y Owen Brannigam respectivamente) quien, a su vez, ya había actuado en la precitada The red shoes.

Esa reivindicación de lo específicamente fílmico se evidencia casi desde el primer instante: en el prólogo, la mención de Kleinzach en la canción entonada por Hoffmann se materializa en una figura de cerámica que decora el frontal de una jarra de cerveza situada en un vasar que, al conjuro de la melodía, se independiza del recipiente y comienza a actuar representando (no sin ironía) la descripción de su propio aspecto físico que realiza el poeta en su canto. Toda la escena sucede sobre la repisa que sostiene las jarras, pero cuando Hoffmann se extravía y comienza a describir la belleza de Stella sin nombrarla (Ah! sa figure était charmant) es ésta quien aparece sobre el estante en la misma escala de Kleinzach actuando junto a él: la relación de lo visible y de lo representable se ha difractado y es el canto de Hoffmann el único agente que la dota de verosimilitud y realidad dramática. Por lo demás, y ya en la escena de Olympia, los invitados que asisten a la presentación de la muñeca y al banquete sucesivo son marionetas que se animan al conjuro de la música: muñecos representados por actores maquillados exageradamente como tales muñecos que sobreactúan sus personajes para regresar al mismo guiñol al concluir su parte. La lógica de tal montaje procede de la propia música: el coro Elle a de très beaux yeux es de una mecanicidad acorde con la idea del autómata que acaba de presentarse ante ellos, toda vez que la verdadera melodía está en la orquesta (en concreto, en los primeros violines). El trabajo escénico (y cinematográfico) es mucho más sutil, enriquecedor e imaginativo de lo que a primera vista pudiera parecer.

Es obvio que The tales of Hoffmann está realizada en estudio, cosa que en momento alguno se pretende ocultar: la imagen del mar lejano en el acto de Antonia es concluyente (por no hablar de la góndola en el acto de Venecia). Ficción sobre ficción, del mismo modo que la propia película no es una ópera, sino una recreación cinematográfica de dicha ópera. En último extremo, se trata de una especie de reflejo, y del mismo modo que Schlemil sale del espejo donde Hoffmann perderá su imagen, la propia ópera, los relatos que se inscriben en su relato, funcionan como representaciones articuladas en el interior de otra representación que, a su vez, se prolongan en otras escrituras que desembocan en otros escenarios. El espejo aparecerá igualmente en la sección equivalente a la cabaletta del dúo entre Hoffmann y Giulietta, cuando ella camine sobre los cadáveres petrificados de sus antiguos amantes, donde no deja de percibirse un eco lejano del personaje de Antinea en L’Atlantide, una de las primeras novelas de Pierre Benoit: polimorfia de códigos, del mismo modo que la imagen de la isla en que transcurre el acto de Antonia mantiene una referencia directa con la pintura de Arnold Böcklin que retrata la isla de los muertos, como si el cine se confesara incapaz de expresarse a sí mismo. Y de hecho, será ya en la conclusión del acto de Antonia cuando la cámara retroceda y en un instante alucinado y vertiginoso contemplaremos la propia representación teatral sobre un escenario parcialmente avistado (ficcionalmente) desde un palco, pudiendo ver de espaldas al director actuando durante los instantes finales del episodio, ante una orquesta en el foso de un coliseo ignoto y obscuro. Instantes atrás, el Doctor Miracle había tomado la mano de una Antonia inexistente supuestamente reclinada sobre un canapé ante el horror de su padre: la representación fílmica pareciera confesarse impotente ante sí misma a la hora de expresar la idea de la muerte, debiendo recurrir a los referentes literarios o pictóricos para apuntalar su verosimilitud.

La disolución del escenario en un ámbito sin límites visibles cuya iluminación carece también de una direccionalidad precisa trae de inmediato a la memoria los espacios en que se sitúan los indefinibles objetos que aparecen en las pinturas de Ives Tanguy: ésa es la característica más señera del referido ballet The enchanted dragonfly, pero su precedente se encuentra en la magnífica secuencia de ballet que da título a la precitada The red shoes. Si la dimensión visual es de una belleza excelsa por la inventiva del encuadre y la exquisitez del colorido, la realización del ballet que da título al film es igualmente de una riqueza expresiva particular, en la medida en que el punto de vista de Victoria Page, la bailarina, (una insuperable Moira Shearer, como ya se dijo) se superpone y se confunde con la materialización cinematográfica del propio ballet. El escenario se dilata cuando conviene hasta el extremo de perder sus propios límites, pero también el punto de vista supuestamente objetivo naufraga para exponer una visión que desborda el realismo en aras de construír una espacialidad que es a un tiempo realista y metafórica, objetiva y subjetiva: cuando la cámara retrocede y muestra la visión del propio teatro desde la escena en el momento en que la bailarina se retira un instante entre candilejas antes de proseguir su interpretación, lo que se avista es una suerte de océano desbordado cuyas olas rompen sobre las candilejas, al tiempo que el personaje del director musical (Julian Craster, el futuro amante de la artista, interpretado por Marius Goring) sube desde el foso y al pisar la escena se transforma en el bailarín que hace de pareja. Esa especie de hiperrepresentación fantasmogórica tiñe todo el texto confundiendo lo objetivo con lo subjetivo para dotar al discurso de una dimensión poética en segundo grado que fluctúa entre el realismo y el surrealismo.  La música de Brian Easdale es, por su parte, de una eficacia singular, cuyo inicio fluctúa entre el Si bemol mayor y el Sol mayor expresando muy bien desde el mismo comienzo la ambivalencia narrativa de cuanto ha de acontecer seguidamente (Easdale puso música a ocho películas del tándem Powell/Pressburger, comenzando por la bellísima Black Narcissus y concluyendo con The battle of the River Plate, uno de los mejores films bélicos jamás rodados). El empleo ocasional del vibráfono y de las ondas martenot refuerza leve y oportunamente ese onirismo que tiñe buena parte de la secuencia. Si The tales of Hoffmann es una soberbia relectura de una de las más originales óperas del repertorio, obra maestra absoluta e insuperable ejemplo del encabalgamiento de códigos realizado con una lucidez y una eficacia escasamente vistas, The red shoes (que sirvió de modelo incuestionable a otras piezas de la máxima categoría inmediatamente posteriores, como Singin’in the rain o An american in Paris) por su parte, constituye un admirativo canto al ballet realizado con un rigor y una altura poética del más incuestionable magisterio.

José Luis Téllez