¿Italia o California?

Citado por Henry Miller (Trópico de Capricornio) y por Scott Fitzgerald (El gran Gatsby), David Belasco es un nombre esencial en la historia del espectáculo teatral nortamericano: adaptador y autor dramático, actor, director escénico y empresario, fundó varios teatros (dos de los cuales perviven aún en Washington y Los Angeles), escribió más de un centenar de obras y, sobre todo, transformó de modo radical la concepción de la puesta en escena y la concepción actoral. Descendiente de judíos portugueses emigrados a Inglaterra en 1496 tras su expulsión por Manoel I, su tío paterno, con el seudónimo de David James, llegó a ser un actor conocido ya a comienzos del XIX. La familia emigró nuevamente a California en la época de la fiebre del oro y David nació en San Francisco en 1853, aunque su carrera dramática fue prioritariamente newyorkina. Ganosas del fervor popular, propensas al sensacionalismo, devotas de los asuntos turbulentos y exóticos, sus producciones prestaban especial atención a los aspectos escénicos, la luminotecnia y el realismo en la acción: es fama que fue el primer director que obligó a dos actrices a arrojarse cubos de agua verdadera en una escena de L’Assommoir, adaptación escénica de la novela homonima de Zola con la que inauguró su carrera en el teatro Baldwin de San Francisco en 1879. Descubridor de Blanche Bates y de Mary Pickford, se ha comparado a Belasco (sin duda, con exceso) con Sardou, Stanislawsky y Max Reinhardt, en la medida en que fue un pionero del naturalismo escénico en su país: salvando las diferencias temporales (y las condiciones económicas de la producción dramática española de la época), probablemente sería más atinado hablar de un Enrique Rambal estadounidense[1].

Pese a su trascendencia en la concepción escenográfica y la práctica interpretativa, la reputación literaria de Belasco se habría extinguido con su fallecimiento en 1931 de no mediar su fructífera ligazón con el operismo: que Madame Butterfly  y La fanciulla del West estén basadas en sendas piezas teatrales debidas a su numen ha encumbrado su figura, de pleno derecho, a la más eminente cima de la literatura músico-dramática.  Si la primera es, sin discusión, una de las óperas más populares de todos los tiempos, la segunda no ha gozado —ni probablemente llegue a gozar jamás— de un reconocimiento masivo ni unánime, salvo entre el gremio de los compositores profesionales y de ese público, sumamente escaso, desdeñoso de la mitomanía y la versionitis discográfica y más interesado en el desarrollo del lenguaje profundo de la música escénica que en las potencialidades vocales, acrobáticas y expresivas, de los divos de turno. Hay diversas razones para ello, pero la más obvia (con independencia de lo insólito de su localización ficcional: ¡una historia de vaqueros cantada en la lengua de Manzoni!) es que se trata de la obra, si no más experimental, si más avanzada desde el punto de vista armónico y orquestal de toda la producción pucciniana. Y también aquélla en que el italianismo de la escritura melódica ha evacuado la partitura en una medida mayor: de hecho, tan sólo ch’ella mi creda libero, la romanza del tenor del acto tercero, se ha emancipado como pieza de concierto: y si pensamos en el bellísimo, pero teatralmente discutible, vissi d’arte de Tosca, podríamos preguntarnos, como el propio compositor hizo en más de una ocasión, si no hubiera sido mas adecuado eliminarlo, en la medida en que retrasa la acción, verdaderamente frenética, del Acto III. No deja de resultar igualmente provocador que Minnie, centro absoluto de la obra, carezca de una aria propia. Por lo demás, el considerable caudal melódico fluye prioritariamente en la orquesta, que comenta y describe con singular elocuencia cada situación dramática y cada matiz emotivo dentro de ella: llamativa inversión de la perspectiva vocal normalizada que no ha dejado de pasar su factura en la cuenta de la aceptación popular. En tal sentido, la huella de Pelléas et Mélisande es innegable: casi todo el material temático (con una única excepción de la que luego se hablará) se confía a la masa instrumental que, con exquisita y sorprendente variedad, crea una atmósfera sonora específica para cada escena, cada ambiente, cada expresión emotiva: cabría hablar de verdaderos “decorados sonoros”, temas de situación que una vez expuestos, desaparecen sin dejar huellas para dar paso a la peripecia siguiente con una plasticidad asombrosa y admirable, como sucede a todo lo largo del acto primero en que los bruscos cambios de acción y el trasiego, entrada y salida de personajes diferentes (esa pléyade de secundarios tan característica del verismo) diseñan un denso mosaico que tan sólo la orquesta explica y establece con admirable fluidez y eficacia. El tratamiento de las voces, por su parte parte, es un canto empecinadamente silábico (no hay más vocalizaciones que las de Minnie cuando, ante Johnson, describa sus paseos a caballo en el segundo acto, en una instrumentalización ingenuamente eficaz de la tópica belcantista), en que la efusión lírica se encuentra cuidadosamente dosificada y surge de la acción en lugar de desplazarla, como sucede en las dos excepcionales escenas amorosas de la pareja protagonista: es un canto esencialmente dramático y funcional, derivado directamente de la prosodia y atento, sobre todo, a la comprensión del texto y su significación argumental, de modo que la sustancia melódica no se interponga en el avance de la peripecia. En La fanciulla del west los intérpretes tienen mucho que cantar pero también mucho que actuar, vocalmente hablando. En cierto sentido, y si se nos permite el oxímoron, cabría enunciar que la obra es una verdadera película muda con canto superpuesto: podría decirse que toda la acción (o al menos, sus núcleos esenciales) sería comprensible sin palabras, expresada en exclusiva por la orquesta, por la banda sonora instrumental nacida en un fuera de campo inlacanzable. Y es cierto que, a poca atención que se preste a la parte instrumental del texto, se echa de ver su fuerte influencia sobre la música fílmica del clasicismo hollywoodiense: se diría el mundo al revés, tratándose, como se trata, de una ópera.

Y quizá contribuya también a la relativa desafección de la obra por parte de éso que convencionalmente se denomina “el gran público” el hecho de que finalice en pianissimo (uno de los más instrumentalmente elegantes, poéticos y refinados de todo Puccini, por cierto) con un perfecto happy end, que la soprano sea quien redima al tenor y que esa redención a través del amor no se efectúe en la línea del pseudotrascendentalismo wagneriano, sino en la de la vida de todos los días: porque las figuras de la farsa no son hérores ni villanos, sino seres comunes. Ni siquiera el sheriff Rance alcanza el grado de la infamia absoluta: es capaz de saber perder al poker (una de las más intensas escenas de todo el operismo, dicho sea de paso[2]) y de abandonar su presa, conmovido por la súplica de la mujer a la que tan febrilmente desea.    

David Belasco

Puccini conoció a Belasco en Londres (donde había supervisado el estreno inglés de Tosca) el 21 de junio de 1900 en el Duke of York’s Theatre invitado por Frank Nielsen, gerente del Covent Garden: la sugestión de la escena de la vigilia de su Madame Butterfly (una versión escénica de la novela corta de John Luther Long estrenada el anterior 15 de mayo en Nueva York con Blanche Bates, pero encarnada en la capital británica por Evelyn Millard) debió ser poderosísima, toda vez que el músico, conmovido hasta las lágrimas, solicitó allí mismo los derechos para adaptar la  obra al teatro lírico pese a no comprender una palabra de inglés y, por lo tanto, no poder apreciar el resto de los detalles argumentales: la fascinación procedía, en exclusiva, de la aptitud de Belasco para crear una atmósfera emotiva gracias al empleo de la luz, la música y el color, toda vez que el episodio carecía de diálogo y su efecto se basaba exclusivamente en el juego (es decir: en el tiempo) escénico: no hace falta recordar el modo en que Puccini tradujo ese impacto puramente visual en uno de los más refinados, imaginativos y conmovedores momentos de toda su música, utilizando el coro como una fuente instrumental en el interludio de su versión operística. De ese encuentro nació, no ya una obra nueva, sino un texto en el que, por primera vez, la música de Debussy dejaba su impronta en el autor de Tosca: puede decirse que el contacto con Belasco acicateó al compositor en la búsqueda de nuevas líneas de trabajo.

El punto de partida para La fanciulla del West se sitúa en Paris en el otoño de 1906, cuando Puccini, durante el estreno francés de la cuarta (y definitiva) versión de Madame Butterfly, recibe la propuesta de Heinrich Conried, gerente del Metropolitan newyorkino, de una temporada de seis semanas dedicada en exclusiva a sus propias obras (Manon Lescaut, La bohème, Tosca y Madame Butterfly con Caruso como protagonista en los cuatro títulos) a cambio de la muy apreciable suma de 8.000 dólares. Puccini acepta y, tras una penosa travesía, arriba a Nueva York el 23 de enero, apenas dos horas antes del estreno de Manon Lescaut. Aunque acabará hastiado de homenajes, ajetreos y agitación urbana, la estancia en la ciudad será productiva: conocerá los modelos más modernos de automóviles, comprará una lancha y la enviará a Torre del Lago vía Londres, descubrirá el gramófono, conocerá a Edison (que le admiraba) y a Marconi, se convertirá en una celebridad mediática (como ahora escriben algunos) y asistirá a las representaciones de dos obras de Belasco en su propio teatro (el Stuyvesant, en la calle 42, construido especialmente para albergar la más moderna maquinaria): Rose of the rancho (que sería llevada a la pantalla por Cecil B. de Mille en 1914) y The girl of the golden West, ambas con Blanche Bates como primera actriz. Esta última pieza, estrenada en Pittsburg dos años antes, ya había sido señalada al músico por Pietro Antinori, un amigo de Viareggio, como posible materia de adaptación.

Estreno de la ópera en el Metropolitan. 1910.

Desde 1904 Puccini no había vuelto a escribir para la escena: eran días en que atravesaba una fuerte crisis argumental, buscando materia para una ópera en veneros muy diversos sin llegar a satisfacerse, pero no sin provocar falsas esperanzas. Y más que eso: Maria Antonieta era un libreto desarrollado contemporáneamente por Luigi Illica a petición suya que jamás llegaría a utilizar (la muerte ese mismo año de Giuseppe Giacosa, el colibretista con Illica de La bohème, Tosca y Madame Butterfly ya dificultaba una nueva colaboración). Por medio, una nutrida lista de  nombres acariciados y desdeñados, de Maeterlink a Zola, de Sardou a Daudet, de Oscar Wilde (Una tragedia florentina, la obra que Zemslinsky llevaría a la ópera en 1917) a D’Annunzio (Parisina d’Este, que Mascagni adaptaría en 1915) y de Pierre Louïs (La femme et le pantin que dio lugar a un tratamiento muy detallado a cargo de Maurice Vaucaire) a Gorki, del que nace el proyecto de tres obras breves para una velada única (que acabará concretándose en Il Trittico sobre fuentes argumentales diferentes) doce años más tarde. Otro libreto original (Margherita da Cortona) escrito por Valentino Soldani (1874-1935) fue igualmente rechazado[3]. Otro proyecto sobre Nôtre Dame de Paris, de Victor Hugo, se abandonó también en esa época.

The girl of the golden west era, sobre todo, una evocación de los tiempos de la quimera del oro, conocidos por Belasco de primera mano porque su propio padre había sido víctima de ella. La puesta en escena incluía suntuosos decorados que recreaban paisajes agrestes de las Montañas Rocosas, una orquesta de ministriles negros especialmente contratada (en lugar de la banda habitual de teatro) que interpretaba antiguas canciones populares y una ventisca a cargo de una treintena de tramoyistas provistos de ventiladores, máquinas de nieve artificial y eolífonos. Pese a tanto aparato, las obras no acabaron de complacer a Puccini, que escribe a Tito Ricordi el 18 de febrero: la atmósfera del dorado oeste me atrae, pero en estas piezas solo he visto algunas buenas escenas, nunca una línea de desarrollo simple y clara: todo es una mescolanza, a veces anticuada y de mal gusto. Sin embargo, semanas después escribe a Belasco desde Paris solicitándole un ejemplar del texto teatral para estudiar la posibilidad de su conversión en libreto operístico: el recuerdo de algunos western (el término no había sido acuñado aún, aunque ya existía como género) de Broncho Billy Anderson y George Barnes (los días de Tom Mix no habían llegado todavía) presenciados en los cines de Nueva York y rememorados ya en Europa debió resultar determinante. Éso y la intervención de Sybil Seligmann[4] que, como angloparlante, pudo aclarar a Puccini todos los vericuetos argumentales y acabó de inclinar la balanza hacia la obra de Belasco, ayudando además al músico en la búsqueda de canciones populares californianas de la época para incluír en la ópera para dar “color local” (como ya había hecho Puccini con la música japonesa de Madame Butterfly), de las que Old dog tray, entonada por los mineros en el Acto I, es la que asume un papel más destacado. En julio la decisión estaba tomada y el compositor había fraguado una idea capital: fundir en uno los dos últimos actos e incluír una secuencia de “caza del hombre” con diez o doce caballos en escena. Posteriormente, realizó otro cambio de igual importancia: trasladar al Acto I la escena de Minnie leyendo la biblia, lo que le permitía relacionar el principio y el fin de la ópera otorgando un significativo y pertinente peso melodramático a la secuencia conclusiva de la redención. 

Ya decidido a trabajar sobre la obra, recurre a Carlo Zangarini[5], un periodista de escasa experiencia teatral presentado por Giulio Ricordi que, como hijo de una nativa de Colorado, era bilingüe angloitaliano, lo que le permitía trabajar directamente a partir del texto de Belasco: Illica estaba atareado en Maria Antonieta y Puccini le prometió que ésa sería la ópera posterior al aún no iniciado western (pero no sería así, lo que acabó ocasionando la ruptura definitiva con el dramaturgo). Al parecer, el libreto de la fanciulla estaba casi concluido a comienzos de 1908, pero dos meses más tarde las divergencias entre Zangarini y Puccini habían llegado al extremo de amenazar con solucionarse judicialmente si aquél no aceptaba un colaborador: finalmente, a comienzos de abril, fue elegido Guelfo Civinini, un año mayor que Zangarini y también periodista (redactor de plantilla de Il corriere della sera), que había publicado un libro de poesía, obtenido un premio como novelista y estrenado tres obras teatrales[6] y que, al parecer, tuvo como tarea principal podar la frondosidad (y los excesos de imaginación) de su compañero. A finales de la primavera Puccini trabajaba (con mayor dificultad de lo imaginado, según confiesa a Sybil Seligmann en una carta del 22 de junio) en el primer acto de la obra, pero una grave crisis familiar le impide seguir componiendo: Elvira, la esposa del músico, acusa a su marido de adulterio con una joven sirviente de 23 años, Doria Manfredi, a la que expulsa de la casa (en la que trabajaba desde cinco años atrás), veja, insulta y acusa públicamente en repetidas ocasiones. La muchacha, desesperada, ingiere varias tabletas de sublimado  y muere tras una terrible agonía de cinco días el 22 de enero de 1909. La autopsia demuestra su virginidad, pero pese a ello Elvira (¡y su propio hijo Tonio!) sigue manteniendo la culpabilidad de Doria y su marido, y es llevada a juicio por difamación por los deudos de la joven, siendo procesada y condenada a indemnizarlos y a cinco meses de prisión. El escándalo adquirió dimensiones nacionales: finalmente, por el exorbitante precio de 12.000 liras, Puccini logra que los parientes retiren la demanda para evitar que su esposa sea encarcelada, pero la relación sufre daños irreparables y se producirá una separación, aunque el matrimonio no llegará a disolverse[7]. Puccini reanuda la composición a finales de julio: el segundo acto estaba casi completo a finales de septiembre y el tercero se comienza en noviembre, pero no se concluirá hasta el 15 de agosto de 1910: entretanto, la vida familiar se había reanudado en julio de ese mismo año. El título definitivo resultó trabajoso de encontrar: la traducción literal (La fanciulla del occidente dell’oro) era desmesuradamente larga y otras posiblidades como La fanciulla dell’occidente o L’occidente della fanciulla resultaban incomprensibles y casi paródicos. Tito Ricordi propuso también L’occidente dell’oro y La figlia del west: fue Sybil Seligman quien, articulando la macla entre ambas posibilidades, dio con la fórmula correcta y La fanciulla del west pasó al elenco de títulos puccinianos. Por consejo de Tosti y mediación de Sybil, Puccini dedicó la obra a la reina Alexandra, viuda de Edward VII de Inglaterra, que era una declarada fan de La bohème y que le retribuyó con un alfiler de corbata de rubíes y diamantes.

Giulio Gatti-Casazza (1868-1940) era codirector del Metropolitan desde 1908: había sido el responsable de la revitalización (artística y económica) experimentada por el Teatro alla Scala entre 1898 y 1907, los años en que se presentaron Chaliapin (por primera vez fuera de Rusia) y Caruso, se abrió camino a las óperas de Wagner, Strauss y Debussy y se interpretaron Tosca, La bohème y la prima y (desdichada) de Madame Buttrefly. Al tratarse de un tema americano escrito por un italiano, resultó fácil reclamar el estreno de la nueva obra para Nueva York e invitar a Puccini a supervisar la producción: era el primer estreno absoluto realizado en aquél teatro y, por lo tanto, se trataba de un acontecimiento artístico y social de la máxima trascendencia. Toscanini había comenzado los ensayos preliminares de la obra a finales de octubre y el músico embarca en Genova a comienzos de noviembre acompañado por su hijo Tonio y por Tito Ricordi: pese a que la vida familiar se había rehecho, Elvira no forma parte de la expedición.

Efectuada el 10 de diciembre de 1910, la première fue uno de los más  clamorosos triunfos del MET en toda su historia, y el más unánime y aclamado de toda la carrera pucciniana: llegaron a contabilizarse hasta 52 salidas a escena del compositor para saludar y recoger los aplausos del enfervorizado público. El precio de las localidades se duplicó (y se cuadruplicó para la segunda sesión) para aprovechar la expectación creada por la prensa, y pese a las fuertes medidas de seguridad, en la reventa llegaron a venderse por treinta veces su precio. El reparto fue de una calidad excepcional: Emmy Destin (Minnie), Enrico Caruso (Dick Johnson/Ramerrez), Pasquale Amato (Sheriff Rance), Adamo Didur (Ashby), Albert Reiss (Nick), Antono Pini-Corsi (Happy), Dihn Gilly (Sonora), Angelo Bada (Trin), Giulio Rossi (Sid), Vincenzo Reschigliani (Bello), Pietro Audisio (Harry), Glenn Hall (Joe), Menotti Frasconà (Larkens), George Bourgeois (Billy Jackrabbit), Marie Mattfeld (Wowkle), y Andres de Segurola (Jacke Wallace). La escenografía era de Antonio Rovescalli, Pietro Stoppa y James Fox, los trajes de Louise Musaeus y la dirección de escena de Edward Siedle en colaboración con el propio Belasco, con Toscanini como director musical: Belasco insistió en que pondría todo su empeño en que los cantantes, además de cantar, actuasen. En el tercer acto, y tal como Puccini había imaginado, salieron ocho caballos a escena. Esa temporada, se dieron nueve representaciones (que se extendieron a 22 en las tres sucesivas) y la producción realizó una gira por Filadelfia, Chicago, Baltimore, St.Louis y Boston revalidando el éxito. A Europa llegó el 29 de mayo de 1911 en el Covent Garden (con la Destinn, Amadeo Bassi, Dinh Gilly y Cleofonte Campanini en el foso) y la primera representación italiana tuvo lugar en el Teatro Constanzi de Roma el 12 de junio de 1911, con los decorados de Boston y Eugenia Burzio (sustituída después por Carmen Melis, que había estrenado el papel en aquella ciudad) en Minnie, Amadeo Bassi como Dick Johnson y Amato como Rance, con Luigi Cilla en Nick, Benedetto Chalis en Ashby y Ramon Blanchart en Sonora, nuevamente bajo la dirección de Toscanini. El autógrafo de la ópera se conserva en el Archivo Histórico Ricordi de Milan. La única modificación importante con respecto a las ediciones posteriores es la supresión de 34 compases en la escena de amor y la eliminación de otra breve escena entre Billy Jackrabbit y Minnie en el Acto I y la adición de 16 compases al duetto del Acto II en 1922 para formar una brillante cúspide melódica que alcanza hasta el Do sobreagudo[8], más una ampliación de la súplica de Minnie por la vida de Dick en el Acto III, así como numerosos retoques en la orquestación efectuados antes de 1915. La reducción de canto y piano (realizada por Carlo Carignani) se editó en noviembre de 1910 y la versión completa, en 1911. La versión definitiva salió a la luz en 1925, y la nueva edición revisada por Mario Parenti, en 1963.

Como sucede en el resto de su producción (y en la de la mayor parte de los grandes operistas), Puccini adjudica un sentido simbólico a las tonalidades: Do mayor, la tonalidad “pura” de las teclas blancas del piano, está asociada a la virginal Minnie (es, por ejemplo, la tonalidad en la que los mineros hablan afectuosamente de ella, aún no presente en escena, pero también aquélla en la que ella misma se describe en su ero piccina[9]), Mi mayor, con la que la obra comienza y finaliza, simboliza la idea del equilibrio perdido y reconquistado merced a la redención amorosa, Re mayor es el dinero (el que los mineros colectan para que Lakens regrese a casa), pero también el que Rance ofrece a Minnie (infructuosamente) a cambio de su entrega en su primer gran monólogo, Mi bemol se asocia al dolor de Lakens, pero también al episodio consolador de la lectura de la biblia…Cada ámbito tonal asume así un papel complejo en el plano de la significación, de modo que la unidad “sinfónica” que la obra manifiesta a gran escala es un trasunto de su itinerario significativo: así, Mi mayor, la tonalidad inicial y final, es también la que corresponde a la entrada en escena de Dick Johnson en el primer acto, pero también la del vals que baila con Minnie acompañado por el canto de los mineros: su destino (su redención a cargo de la mujer, pero también el amor de ésta) se encuentra fijado tonalmente desde su primera aparición: los elementos abstractos, puramente musicales, se comportan como los significantes de una tragedia: una tragedia, eso sí, optimista. Esa polisemia armónica, podríamos decir, alcanza su máxima densidad cuando Johnson afirme, ante la propuesta de Minnie de un amor duradero, que hay mujeres a las que vale la pena amar una hora y luego morir, ¡haciéndolo también en Re mayor!. La idea de la intensidad amorosa (es decir, de la inexcusable fugacidad sexual), expresada a través de idéntico significante armónico que el empleado por Rance, revela de este modo un sentido por entero diferente, con una fascinante contraposición paradigmática.

Como es habitual en el operismo italiano desde los tiempos de la Lucia di Lammermoor donizettiana, cabe señalar la existencia de motivos conductores en la textura temática de la composición, leitmotive que no operan al modo wagneriano sino que se comportan como metáforas musicales del acontecer. El más llamativo de ellos se encuentra en el arranque de la obra: un tema agitado en corcheas y negras por grados conjuntos que no revelará su significado hasta mucho más tarde, al asociarse a Johnson de manera paulatina. El hecho es de la máxima trascendencia, porque se trata del único motivo recurrente de importancia que, en un instante (y solamente en uno) pasará al canto: en el segundo acto, sobre las palabras e il labbro mio mormoró una ardente preghiera cuando Johnson manifieste su vergüenza ante Minnie: la significación repentinemente asumida por el tema se revela así como una confesión surgida de lo más profundo del personaje.   

Renata Tebaldi en el aria del primer acto

Pero el motivo de mayor trascendencia es el vehemente arpegio inicial, sustanciado de inmediato en un acorde que superpone una pedal de Si bemol en el bajo a una triada aumentada sobre Do en las voces superiores, sucedido por una progresión de cinco acordes aumentados en movimiento paralelo: si hubiera podido pensarse en una inversión de una séptima de dominante (alterada), la realidad es que la música, en lugar de resolver sobre Fa mayor, desemboca primero en Do y luego en Mi para dar paso a la acción. A lo largo de la obra, ese arranque tumultuoso y enigmático se revelará como un elemento musical asociado a Minnie, un objeto sonoro que se diría autosuficiente, que ni se prepara ni se resuelve y que, de algún modo, sintetiza la naturaleza a la vez ingenua e indómita de la protagonista, quizá la figura pucciniana más singular y atrayente de su catálogo femenino, esa muchacha del far-west que guarda el oro ajeno con el mismo empeño que la virtud propia, capaz de manejar el revólver y de hacer trampas en las cartas para salvar al hombre que ama: una figura que abre una dimensión saludablemente feminista en la economía significante de la obra. La propia Minnie lo pone de manifiesto cuando, en el segundo acto, cante las palabras voi che trovate in me? como respuesta a la pregunta de Rance acerca de su razón para amar a Johnson: el carácter impetuoso e inexplicable del deseo se sintetiza así en ese acorde que, como venido de otro planeta, afirma con vehemencia su naturaleza impenetrable e irreductible. Se trata de un acorde empleado por su valor como agregado en sí, se diría una especie de trouvaille atemporal que se justifica por su propia existencia. Puccini lo trasporta y orquesta cada vez de manera diferente, pero de un modo tal que su identidad y aptitud para ser identificado no sufre menoscabo: es un verdero motivo-emblema que conserva su identidad a todo lo largo de la obra y que, incluso, no desdeña su potencialidad metalingüística: así, cuando Johnson rememore y describa su fascinación al ver a Minnie por vez primera, el motivo volverá a sonar cuando pregunte a la mujer si no recuerda aquél primer encuentro: un momento subyugante en que la obra gira sobre sí misma y se interpela sobre su propia naturaleza de objeto mnémico, de articulación formal del tiempo en que el pasado anterior a la acción revierte sobre el presente para dotarle de significado retrospectivo.

Si la quinta (la triada) aumentada está constantemente asociada a Minnie, la triada disminuída (es decir, el tritono, el diabolus in musica) lo está a Rance: ambos agregados asumirán un incuestionable protagonismo en la arquitrectura armónica de la composición, creando un constante y rico juego de ambigüedades a través de las constantes progresiones de acordes paralelos. Con todo, y pese a su obvia estirpe debussiana, la sonoridad y el melodismo de la obra son inequívocamente puccinianos: como siempre, el músico de Lucca, si bien no es un creador de lenguaje, exhibe una admirable capacidad para absorber toda suerte de rasgos estéticos e incorporarlos a su propio estilo con la máxima eficacia. Por lo demás, tanto el tritono como la quinta aumentada tienen una matriz común: la escala hexatónica de tonos enteros. Rance y Minnie proceden del mismo territorio, un ámbito en el que las leyes ordinarias (la armonía académica, podríamos decir) parecieran haber quedado en suspenso y en el que los personajes se mantienen en pie gracias exclusivamente a su voluntad para sobrevivir a cualquier precio. La ley (la triada disminuída) y la transgresión (la triada aumentada), Rance y Minnie, antagonista y protagonista, son las dos apariencias de una realidad subyacente que, en último extremo, es irresoluble e inasumible: de ahí ese final en que la modulación definitiva hacia un Mi mayor transfigurado y liberador esté asociado a la huida, al alejamiento de unas condiciones de vida de dureza más allá de lo soportable. Minnie y su enamorado deben abandonar California como único modo de que Ramírez se transforme definitivamente en Dick Johnson y entierre su bochornoso pasado, a través de una música que, inmóvil sobre el extático acorde de tónica, se revela finalmente como el reverso de la confesión del hombre ante Minnie en el Acto II, en la tonalidad relativa, Do sostenido menor, ese episodio en que el tema melódico del preludio se había revelado igualmente como el significante de una identidad hasta allí censurada: la asunción por parte de los protagonistas de esa identidad es la única posiblidad de su unión y su felicidad  futuras. Puccini se vale de la relación armónica más elemental y primaria para expresar también la más simple y fundamental de las verdades: que nadie puede trascender su pasado sin asumirlo enteramente, sin reconciliarse con su propia historia. Esa es, en definitiva, la enseñanza de los griegos (o sea: de Sigmund Freud): pero también la de Giuseppe Verdi. Pero de La traviata ya hablaremos en otra ocasión.

José Luis Téllez


[1] Practicante empecinado de la anaptixis, hijo de actores y padre del famoso actor hispano-mexicano homónimo, Enrique Rambal (Utiel 1889-Valencia 1956) fue un actor y director escénico activo entre 1909 y 1955 que innovó el sentido de la interpretación y la producción dramática incorporando toda suerte de adelantos técnicos (trasparencias, proyecciones, amplificación del sonido y elementos fílmicos especialmente rodados), prestando gran atención a los aspectos visuales de la dramaturgia. Formó la Compañía de Grandes Espectáculos y recorrió con ella las más apartadas ciudades españolas e hispanoamericanas trabajando siempre con el mayor grado de exigencia y la más tumultuosa acogida popular: su troupe no bajaba de sesenta miembros entre actores, músicos y técnicos, movilizando un equipamiento escénico superior a las veinte toneladas. Su repertorio mezclaba clásicos antiguos y modernos (de Shakespeare, Calderon y Lope a Benavente, Casona y Ronsard, pero también el Juan José de Dicenta que fascinaría a Sorozábal hasta el punto de convertirla en ópera) con adaptaciones escénicas de Jules Verne (como Miguel Strogoff o La vuelta al mundo en 80 días) y melodramas detectivescos y de terror en los que encarnó a personajes como Drácula, Raffles, Rocambole o Arsenio Lupin. Orson Welles le admiró sin reservas.

[2] Y cuyo obvio e ilustre antecedente está en la partida entre Alfredo y Douphol en el segundo acto de La traviata, con un obsesivo basso ostinato instrumental incluido: ¡solamente que aquí es la mujer quien se juega su destino, y no el amante quien hace lo propio con el de ella!.

[3] Licino Refice (1883-1954) le pondría música en 1934. Curiosamente, ese mismo tema (como argumento para un ballet) fue ofrecido a Francis Poulenc por Giulio Valcarenghi, intendiente de La Scala en 1952 (Poulenc rechazó la idea a favor de Dialogues des Carmélites, de Bernanos). [Al margen: Refice (que era sacerdote, y junto a Lorenzo Perosi, uno de los puntales de la reforma de la música litúrgica católica impulsada por Pio X, y cuya pasión por la ópera le ocasiono graves conflictos con la jerarquía, responsables en parte de su repentino fallecimiento) es autor de la muy hermosa Salve que se canta en la aste nagusia de San Sebastián, expresamente escrita para ello  y cuya exclusividad posée el Orfeón Donostiarra (Pepita Embil, la madre de Plácido Domingo, quizá el mejor intérprete del Johnson de La fanciulla, tuvo una parte sustancial en semejante iniciativa). Toscanini era un entusiasta de las dos óperas de Refice (la otra es Cecilia), que él mismo estrenó].

[4] Sybil Schiff (1878-1931), esposa del banquero afincado en Londres David Seligmann, era una contralto aficionada discípula de Francesco Paolo Tosti de excepcional talento musical y dramático que gozaba de muchos admiradores: amiga del matrimonio Puccini, mujer de gran sensibilidad e inteligencia y vastas lecturas, fue siempre una excelente consejera (profesional y humana) del compositor. Su importante correspondencia con Puccini fue publicada por su hijo en inglés.

[5] Carlo Zangarini (1874-1943) había sido alumno de Carducci y desarrollaba una incisiva labor en la prensa de la derecha nacionalista. Autor de un libro de poesía, una comedia (Vulcania, 1899) y de un drama en verso que no llegaría a representarse (Il Conte di Pancalieri), inició su actividad libretística en 1900 con Catullo (B. Mugellini) a la que siguieron Terra promessa (A. Pedrollo, 1908), Berta alla sierpe (E. Gennai, 1910) y Jauffré Rudel (A. Gandino) en 1911. Tras su colaboración con Puccini escribió otros 16 libretos operísticos y numerosos guiones cinematográficos: entre éstos está Cura di baci, sobre una comedia de Emilio Serretta dirigida por Enrico Graziani Walter en 1917 donde aparece Puccini fugazmante como paseante callejero (probablemente filmado sin saberlo). Entre aquéllos está Conchita (R. Zandonai, 1911), sobre el tratamiento de Vaucaire a partir de la obra de P. Louïs que Puccini había dejado de lado años atrás. En 1908 había realizado la traducción italiana de Pelléas et Mélisande que Toscanini estrenó en La Scala.

[6] Civinini se haría más tarde muy popular como corresponsal en la Gran Guerra y en la posterior guerra de Etiopía, desarrollando un material que elaboró en varios libros de reportajes. Fue autor de novelas, libros infantiles y piezas teatrales de éxito entre las que se encuentran La casa riconsacrata (1904), Il signor Dabbene (1906), Notturno (1907), Bamboletta (1908), La regina (1910) Suor Speranza (1911) y Jus primae noctis (1912). Su segundo (y último) contacto con la música fue el texto de la cantata escénica de Filippo Guglielmi Il sogno di Calendimaggio, escrita en 1915 y nunca representada. Se adhirió al fascismo en 1925 y gozó de cargos y recompensas oficiales durante el régimen de Mussolini. Todavía estrenó algunas obras dramáticas después de 1945, pero sin la misma acogida de que gozaba antes de la guerra. Murió en 1954.

[7] Mosco Carner, quizá el más penetrante biógrafo de Puccini, sugiere que tanto la monja de Suor Angelica como la esclava Liù de Turandot están inspiradas en el sufrimiento de la desdichada Doria: por idéntica razón, sostiene que Elvira es el modelo de la Zia Principessa de la primera ópera y de la propia Turandot de la segunda. Una carta en la que el compositor escribe a Sybil siempre tengo ante mí la visión de esa pobre víctima pareciera corroborar esa hipótesis.

[8] William Ashbrook señala que esos compases se añadieron para una reposición de la obra en el Teatro Constazi de Roma, pero que, finalmente, no llegaron a cantarse: el duetto no se escuchó en su forma definitiva hasta junio de 1923 en el Teatro Politeama de Viareggio, cantado por Giulia Tess y Carmelo Alabiso.

[9] ¡Un monólogo que se abre, por cierto, con una referencia a la cabeza temática de la introducción instrumetal del recondita armonía de Tosca!. La rememoración de obras pretéritas juega un papel destacado en la obra: así, cuando Minnie, recordando a sus padres, cante s’amaban tanto, lo hará sobre una modulación similar a la de ma quando vien lo sgelo de Mimi en La bohème