Inmarcesible Chueca

Su música posée una tersura realmente difícil de ponderar. Su perfección pareciera deberse a la sinergia entre todos los rasgos académicos propios de lo cantable: cuadratura y simetría de la frase, adecuación total entre versificación, acentuación y perfil melódico, coincidencia entre acento rítmico y periodicidad armónica, económico y límpido diatonismo. Pero es obvio que numerosas músicas participan de semejantes características sin alcanzar ni aún de lejos la imperecedera lozanía de la suya: algo esencial escapa a todo análisis, algo que se percibe intuitivamente pero que no resulta tan sencillo establecer. En la músi­ca de Chueca no se sabe qué resulta más asombroso, si la descon­certante simplicidad de su factura armónica, la nitidez de sus contornos rítmicos o la plenitud de su trazado melódi­co, dibujado con deslum­brante seguri­dad: música genérica, danzas de un folclore urbano internacionalista y finisecular (polkas, mazurcas, valses…), pero también insuperables recreaciones de la más genuína música popular autóctona, como jotas, seguidillas o pasacalles, la exquisitez de cuyo acabado les confiere la cualidad de lo arquetípico.

Ana Maria Iriarte y Gerardo Monreal. «Duo De Los Paraguas» (El Año Pasado Por Agua)

Chueca no pone música a un texto: autor de la mayor parte de sus cantables, la palabra nacía de la música y no al contario (es sabido que aprovechaba piezas escritas con anterioridad que después adaptaba a la situación concreta). La mazurca de El año pasado por agua supone un ejemplo significativo que recurre a lo que Cervantes denominase humorísticamente poesía entreverada en que la rima se establece sobre la penúltima sílaba con omisión de la postrera aprovechando la acentuación llana:

mandar que nos preparen enseguí-
un solomillo y unos langostí-

La música sigue el contorno rítmico con tal idoneidad que el aspecto hilarante del texto toma la primacía, pero una versión puramente instrumental revela toda su fuerza: el humor resulta ser el disfraz del genio.

«El Bateo»Teresa Berganza y Gerardo Monreal

La grandeza de Federico Chueca reside en que se trata de un genuino músico popular, poseído a tal extremo del estro fol­clórico que todo cuanto crea es de inmediato asumido por el espectador como algo nacido de su más íntimo sus­trato cultural. La escena de las niñeras de Agua, azucarillos y aguardiente supone, en tal sentido, un admirable tour de force: dos canciones infantiles genuínas (Arrión y Las carboneritas) comparten el espacio con una gallegada, especie de muñeira asturiana (debemos suponer que las niñeras eran de tal procedencia) más lenta y de menor incisividad rítmica que la gallega, formada por dos melodías sobre una pedal de Re en ostinato rítmico invariable que es una transfigurada estilización del baile de dicho nombre que, huelga decirlo, procede en exclusiva del numen del autor madrileño. No hay el menor rechinamiento entre unas músicas y otras, todas se mantienen en idéntico nivel enunciativo y el discurso las yuxtapone sin el mas leve conflicto (concluyendo, por cierto, con un abrupto y conmovedor retorno abreviado del Arrión: simetría formal de extrema finura y eficacia que quizá haya que achacar a Valverde, el colaborador privilegiado de Chueca). Esa brillantísima homogeneidad de resultados se extiende a toda la partitura: el celebradísmo Coro de barquilleros arranca con la anacrusa de mayor ímpetu que quepa imaginar y la memorable bronca del segundo cuadro se desarrolla en un tiempo de panaderos en Do mayor (un brioso bolero, a todos los efectos) sobre el que la melodía inicial efectúa un inesperado y vivificante giro hacia Mi menor en la conclusión de la segunda frase: los recursos de autor y el material procedente del acervo popular se amalgaman en una realidad unitaria y sin fisuras de eficiencia poderosísima.

Teresa Berganza «Signore, buona sera»
Agua, azucarillos y aguardiente

En la hoy extinta Unión Soviética la máxima distinción otorgada a un creador o un intérprete era la de Artista del Pueblo: la obtuvieron Shostakovich, Igor Oistrakh o la bailarina Galina Ulánova. Desde el punto de vista de la producción artística no puede existir categoría estética más elevada que la de quien es capaz de lograr que su propia voz sea indistinguible de la creada espontáneamente por las clases populares: Machado escribió palabras definitivas sobre ello. En el referido pasaje de Agua, azucarillos y aguardiente (pero también en el resto de su obra), Federico Chueca alcanzó con creces ese logro admirable. Compositor casi ágrafo, de recursos técnicos en extremo limitados, necesitado de colaboradores que instrumentasen su música, no precisó más para situarse en ese mismo nivel de excelencia tan sólo reservado a ciertos elegidos, Mozart y Schubert (pero también Johann Strauss II) entre ellos. Feliz aquel artista que, consciente de sus limitaciones, jamás pretende sobrepasarlas, ha escrito Mosco Carner a propósito de Puccini. Chueca no fue (ni pretendió ser jamás) un músico de enjundia, un sinfonista, un operista, ni siquiera un autor de zarzuela grande: Los barrios bajos, su única tentativa en tal dominio, aún al comienzo de su carrera (1878), fue un fracaso cuya lección aprendió de inmediato. Aspiraba a una grandeza más sencilla, pero también más difícil: que el pueblo aceptase su música como cosa propia, se regocijara y gozase con ella. Por esa razón, en toda su obra no hay el menor vestigio de vulgaridad, la más leve mácula de ramplonería: su música es la elegancia y la viveza mismas, sea en su aspecto más bullanguero, sea teñida de esa melancolía refinada y sutil de la breve gavota de El bateo. Quizá no exista en toda la historia un compositor que, con menor formación, haya alcanzado cumbres de tan acrisolada belleza: el asombroso espontaneísmo de la música de Chueca roza casi lo milagroso.

José Luis Téllez (artículo escrito en ocasión del centenario del fallecimiento de Chueca)