In naturae imitatio
La ninfa Eco fue castigada por Juno por haber seducido a Júpiter con sus cautivadoras palabras: ya que su habla era tan atractiva, fue condenada a repetir las últimas sílabas de cuanto escuchase, incapacitada para expresarse por sí misma (In fine loquendi ingeminat voces auditaquae verba reportat, nos informa Ovidio). Desesperada por su impotencia para seducir a Narciso, se retiró a los parajes más agrestes, donde su cuerpo se consumió, se evaporó su sangre y solamente quedó de ella la voz, que resuena eternamente repitiendo las palabras ajenas.
La patética historia aporta un mito esencialmente musical: la imitación a la octava o a unísono es la formulación contrapuntística más básica, que sucesivamente se ha generalizado a intervalos cercanos, como la quinta. La caccia, la forma primitiva de la más erudita fuga, implica ya un juego canónico entre las diferentes voces cuyo precedente está en la Stimmtausch, en que dos voces intercambian diferentes células melódicas entre sí. Puede decirse que la idea del eco, de la imitación melódica, es consustancial con el nacimiento mismo de la polifonía.
El eco, considerado musicalmente, posée una cualidad poética singular, por cuanto implica una espacialidad. Cuando Friedrich Christian, hijo del Frederick August II, Rey de Polonia, visita Venecia, donde llega en los últimos días de 1739, se organizan en su honor numerosos recreos, justas y mascaradas, se encargan óperas y, ya en abril, se organizan sesiones filarmónicas, la primera de ellas el día 21 en el Ospedale della Pietà, donde se interpreta la cantata titulada Il coro delle muse, de Gennaro d’Alessandro (con texto de Goldoni), y se estrenan tres obras instrumentales de Vivaldi, una de las cuales es el concierto en La mayor que Peter Ryom numera como 522 en su catálogo. Los manuscritos, dedicados, se entregan al príncipe, que en su diario no cita al compositor, pero alaba esa obra para violín solista con altro violino per eco in lontano (los 83 folios de las partituras se hallan hoy en la Biblioteca Estatal de Sajonia). Vivaldi juega con el solista y el ripieno, situando en otro lugar de la sala otro solista y dos violines más que asumen el continuo. El diálogo entre un grupo y otro es constante, pero más que un eco, se trata casi de un juego de pregunta y respuesta al margen de los tutti que en el movimiento central articula un coloquio particularmente íntimo y conmovedor.
Pero quizá el ejemplo más elaborado del eco utilizado como materia musical se encuentra en la cantata BWV 213 (Laßt uns sorgen, laßt uns wachen: cuidemos, vigilemos), protagonizada por un Hércules adolescente (un contralto) que aún no ha mudado la voz, estrenada por Bach el 4 de septiembre de 1733 para celebrar el undécimo cumpleaños del mismo príncipe para quien Vivaldi escribirá siete años después el concierto precitado: el argumento, expuesto inicialmente por Pródicos de Ceos, es el conocido de Heracles adolescente que duda entre el camino del Placer y el de la Virtud.
La primera aria del protagonista, Treures Eco dieser Orten (Eco fiel de estos lugares), arranca con el solo obbliagato (un oboe d’amore) cuyos compases pares se construyen mediante la repetición literal de una misma célula que, cuando la melodía pasa a la voz, se desdobla como el eco del canto: rizando el rizo, ese eco instrumental se repetirá por un solista (soprano) del coro y, a su vez, volverá sobre sí para articular la respuesta a la pregunta del personaje, instándole (nein primero, ja, después) a aceptar el esfuerzo y las dificultades inherentes a la virtud en lugar de seguir la senda propuesta del placer. Bach elabora el eco instrumental y vocalmente, generando varias réplicas alternas: toda la melodía cantada por el protagonista está construida de modo tal que el oboe y la soprano repiten y contestan las células melódicas finales de la voz, pero en la conclusión será la soprano quien aporte la nota resolutiva fundamental. Las dos arias de Hercules están en La (mayor y menor, respectivamente), el Placer (Wollust) está en Si bemol mayor y la Virtud (Tugend) en Mi menor, a la distancia inasumible de tritono: Hércules, en sí mismo, está más próximo a ésta que a aquél. El juego del doble eco de la primera de sus arias es de una riqueza extremadamente imaginativa pero, y sobre todo, cumple una función argumental (a la vez que didáctica): jamás un mero recurso acústico habrá asumido un papel tan complejo y diversificado ni se habrá expuesto de modo tan sutil y elegante. En un contexto buffo, Rossini elaborará brevemente un juego similar entre la Marquesa Clarice, sola en escena, y el Conde Asdrubale que, en interno, repetirá las últimas silabas cantadas por ella en el primer acto de La pietra del paragone, estrenada en 1822.
Pero el eco, como puro fenómeno acústico, ya había alcanzado su materialización musical en una pieza de Roland de Lassus publicada por Le Roy&Ballard en 1581. O la! O che bon eco! está escrita para cuatro voces que se desdoblan en ocho, toda vez que un segundo coro repite puntualmente lo propuesto por el primero a un compás de distancia. El texto está en prosa y la substancia puramente musical es punto menos que irrelevante: la genialidad de la pieza procede de que reproduce el fenómeno acústico sin la menor concesión y es esa fidelidad y no otra cosa la instancia que genera su atractivo y su popularidad, que alcanza a nuestros días. La desdichada oréade jamás habrá gozado de homenaje más rotundo.
José Luis Téllez (septiembre 2021)