L’édifice immense du souvenir

Cuando nada subsiste de un pasado antiguo, tras la muerte de los seres, tras la destrucción de las cosas, solos, más frágiles pero más vivaces, más inmateriales, más persistentes, más fieles, el olor y el sabor permanecen aún largo tiempo, como almas, recordando, aguardando sobre la ruina de todo el resto, sustentando sin doblegarse sobre su gotita casi impalpable el edificio inmenso del recuerdo. El célebre pasaje de Du coté de chez Swann constituye uno de los más penetrantes análisis jamás escritos acerca de los mecanismos de la memoria. ¿Quién, al contacto ocasional de un sabor o un aroma, no ha revivido una escena muy lejana en el tiempo, una escena feliz o dolorosa profundamente hundida en el alma con una intensidad y una certeza que se creían perdidas para siempre? La facultad evocativa del olfato y del gusto es, ciertamente, mucho más poderosa que la de la vista. Pero ¿qué sucede con el oído?

La realidad es que ciertas músicas pueden poseer una capacidad rememorativa igual, o más poderosa aún que el olfato, músicas cuya capacidad para trascender el tiempo e instalar el ayer en el hoy es igualmente irresistible. Son músicas que se dirían perdidas, músicas que tuvieron una presencia destacada tiempo atrás y a las que la actualidad arrinconó hace décadas, músicas a las que, justamente por el poco valor que —tal vez con injusticia— se les concediera antaño, regresan investidas de una majestad y cargadas con un bagaje de recuerdos que toma la memoria por sorpresa y la somete, indefensa, al dictado de la remembranza. Músicas más poderosas cuanto más olvidadas: la, así llamada, canción ligera tiene, a tal efecto una competencia  evocativa poderosísima, sobre todo si su retorno se efectúa en una grabación contemporánea a su vigencia, un testimonio erosionado por el tiempo y, por lo mismo, infinitamente poroso para las múltiples vivencias que se creyeron desterradas: la música fílmica trabaja en ese registro.

Pero la sinergia entre música e imagen es un camino de doble sentido: aquélla puede invocar regiones dormidas de la memoria, pero, a su vez, está investida por ésta con una significación que la música, en sí misma, no podría articular. Como la palabra en el canto, la imagen fotográfica inscribe una denotación que la música, de suyo, desconoce pero a la que a partir de ese instante magnifica y proyecta en un ámbito de significación que crece y se agiganta según progresa su transcurso. Músicas sin otros horizontes que la abstracción instrumental se convierten así en verdaderos heraldos de sentido, en irrebatibles agentes del recuerdo.

El primer largometraje de Francisco Avizande (estrenado en 2009 y escandalosamente silenciado en todos los medios de comunicación) es un film de excepcional interés en el que la función de la música es capital para establecer, no ya su tiempo ficcional, sino un punto de vista político acerca del mismo: Hoy no se fía, mañana sí (título que recoge un lema antaño habitual en las más humildes tiendas al por menor, cuyo doble sentido es una lacerante metáfora de la época en que se desarrolla el relato) es la más descarnada y menos complaciente descripción de los terribles años del franquismo jamás rodada entre nosotros. La degradación de la condición femenina, la infamia policial, la complicidad devastadora del catolicismo institucional, la miseria de las relaciones humanas y la sordidez de la sexualidad furtiva son mostradas con una crudeza desusada y aterradora. Apoyados en unos actores excelentes —Carolina Bona realiza una labor insuperable gracias a una mirada de excepcional intensidad— los enunciados de la cinta son tan violentos como su enunciación: Francisco Avizanda, guionista y director, no sólo ha realizado un impagable trabajo de documentación y recreación de ambientes, sino que ha enfrentado al espectador con un texto de incómoda violencia narrativa que asume con orgullo su deuda con Robert Bresson o André Delvaux: planos fijos, escasísimos y casi imperceptibles movimientos de cámara, ausencia casi absoluta de planos generales, definición de los espacios mediante el montaje. Las descripciones de la tortura o la sexualidad resultan atroces justamente por hallarse confinadas en el fuera de campo (se viene a la memoria la memorable escena de la autopsia de L’homme au crâne rasé) o por mostrarse desde el punto de vista de las víctimas, cual sucede en la secuencia del burdel. Film incómodo, de un rigor formal sin parangón en cuanto hoy se hace, es una cinta carente de psicologismo cuyas figuras se definen por un obstinado presente en el que se mueven sin otro horizonte que la mera supervivencia a cualquier precio.

La banda sonora de este retrato feroz de los más negros días de la dictadura (el film se desarrolla en 1953) se nutre de músicas pretéritas entre las que los pasodobles se cobran la parte del león. Más allá de su función castrense o taurina o de su empleo como baile popular, esas marchas que comienzan en modo menor para pasar al mayor en la sección de trío comparecen en magníficas versiones de la Banda Municipal de Madrid dirigida por Enrique García Asensio: Avizanda ha elegido la mayor parte de ellas entre el acervo de José María Martín Domingo (1889-1961), director durante los años de la postguerra de esta misma agrupación que el próximo julio cumplirá su primer centenario y con la que realizó una labor excepcional (y cuyas simpatías políticas eran bien conocidas: fue autor de un poema sinfónico para banda titulado El sitio del Alcázar toledano). Asociadas en el film a imágenes del infortunio, la traición y la indigencia, estas opulentas piezas regresan con una pregnancia y una fuerza evocativa inusitada para afirmar con singularísima oportunidad que quienes no recuerdan su historia (o pretenden olvidarla) son los más firmes candidatos para repetirla.