Persistencia del mito
Obviedad: el regreso de los Atridas en O thiasos, el extraordinario film de Theodore Angelopoulos. Elektra, Orestes, Agamenon, Yocasta, Egisto, travestidos en una compañía popular de teatro ambulante en los días de la guerra civil helénica. Distintos ropajes para una historia perenne: en Il fu Mattia Pascal, Pirandello señaló que la diferencia entre Orestes y Hamlet se cifra en un desgarrón accidental en el decorado, cuya pérdida de verosimilitud provoca las dudas del Principe: el teatro moderno (¿también el cine?) no es sino una rasgadura en el teatro antiguo.
Pero hay otros retornos quizá menos evidentes. El mediometraje de Georges Franju La première nuit es una recreación del mito de Orfeo y Euridice, donde el cantor es un niño enfrentado por vez primera al sinsentido del Deseo y el músico ambulante es una síntesis entre el ciego Tiresias y Caronte al borde del Hades, revisitado como el metro de Paris. Como en la ópera de Gluck, Orfeo, tras perder a la dríade, pasajera de un tren fantasmal, finaliza su viaje en los Campos Elíseos, trasmutados aquí en la arboleda del Bois de Boulogne.
Más turbadora y menos obvia, la conclusión de Les yeux sans visage, donde el doctor Génessier (Pierre Brasseur) es devorado por sus propios perros, los animales apresados para sus experimentos y liberados por su hija Christiane (Edith Scob). En ese final, de subyugante aliento poético, cabe descubrir a la muchacha enmascarada como reencarnación de Artemis, sorprendida por Acteón bañándose desnuda, con el terrible castigo del cazador que ha violado su intimidad (también Tiresias queda ciego por haber visto a Atenea en trance similar).
El doctor Génessier ha conocido la desnudez más honda de su hija, la que hay en ese abismo más allá del rostro que es metáfora de otra sima insoluble, el sexo femenino (Egon Schiele materializó ese terror infantil en cierto dibujo memorable). ¿Hay mayor desnudez que la de ese mirar sin rostro que nos mira tras una máscara que está ahí, no para proteger a su portadora, sino a nosotros, espectadores fascinados por ese horror sin nombre ni límites en que naufraga una identidad que ya solamente es voz, esa voz espectral a quien su enamorado Jacques escucha pronunciar su propio nombre al otro lado del teléfono, suerte de Perséfone más allá del tiempo y de la muerte?
(Añadamos aún en la obra del cineasta francés, la cegadora imagen del caballo con la crin ardiente en medio de la devastación de la guerra en Thomas l’imposteur: Helios, Elias ―pero también Mahoma― caballeros del fuego en su ascenso a los cielos, parecieran mirarnos desde el fondo de esas llamas que galopan en medio del horror. Lo más conmovedor de la más joven de las artes: su aptitud para revelarse como portadora de la más antigua de las leyendas).
José Luis Téllez