Fronteras

Dibujo sobre Pigmalión de Louis Carrogis

La idea de una pieza teatral en que la palabra se acompañe de música instrumental sin cantarse nace, al parecer, con una obra de Jean Jacques Rousseau. Pygmalion, escrita en 1762, no se representó hasta 1770, con música de  Horace Coignet y del propio Rousseau: amén de los interludios, la música debía enlazarse con la palabra de modo que la phase parlée est de quelque sorte annoncée et preparée par la phase musicale, como el autor indica. Rousseau describe la pieza como mélodrame, pero el término melólogo es el que ha hecho fortuna. La idea fructificó en el ámbito germanohablante: Mozart incluyó uno en Zaïde tras presenciar la Ariadne auf Naxos de Georg Benda y el romanticismo exhibe los de Schubert, Schumann, Mendelssohn o Liszt. Incluso el melodrama italiano lo empleó para representar la lectura de una carta: son especialmente felices los ejemplos verdianos de Macbeth y de La traviata. Richard Strauss, Busoni o Sibelius utilizaron la idea, y Stravinsky, en Persefone, articuló un melólogo especialmente notable. Entre nosotros Tomás de Iriarte había ya aportado en su Guzmán el Bueno una pieza que gozó de asidua aceptación a todo lo largo del XIX.

La relación entre palabra y música fue especialmente investigada por Schönberg: el Sprachgesang de Pierrot Lunaire y de Moses und Aron supone una profunda exploración de la frontera entre el canto y el habla, pero el melólogo, como tal, no llega hasta 1947, cuando el compositor recibe el encargo de una obra por parte de la fundación Koussewitzky. Si en las composiciones citadas se utiliza una grafía (la barra de la correspondiente nota aparece cruzada por dos breves trazos) que implica que la altura correspondiente debe afinarse (de no ser así carecerían de sentido las ocasionales imitaciones canónicas de los instrumentos con respecto a la voz) para, inmediatamente, transformarse en palabra hablada, en el caso de A survivor from Warsaw se opta directamente por un recitante (Narrator, prescribe la partitura). Es significativa la grafía empleada por Schönberg: en torno a una línea horizontal sin indicación de altura (¿podemos suponer que se trata de la entonación “natural” del intérprete?) se detallan alturas relativas, pero minuciosamente señaladas en un ámbito que llega a alcanzar una novena, incluyendo intervalos alterados. Tal sucede, por ejemplo, con la palabra Abzälen! (¡Contadlos!), correspondiente al grito del sargento nazi a la atura del Cp.63, intervalo repetido tres y cinco compases después sobre las palabras Achtung! (¡Atención!) y Rascher!  (¡Más deprisa!): la escritura de Schönberg supone un gesto dramático, una áspera teatralización de la violencia con que el sargento emite su orden. La palabra se representa a sí misma, no ya merced a la dinámica, sino también a través de una figura que ya es específicamente musical, al incluir, no sólo una configuración interválica sino, y sobre todo, también un diseño métrico (corchea y dos semicorcheas en el primer ejemplo, dos corcheas en los sucesivos) asociado a la estructura silábica. La parte del narrador está minuciosamente escrita desde el punto de vista rítmico, sujetando su emisión al compás y a la organización de la partitura: se pretende articular una representación musical del habla que resulte verosímil, no su utilización directa (como sucede en las obras citadas al comienzo). El melólogo alcanza una dimensión nueva y sin precedentes al integrarse en el ámbito sinfónico.

Shoenberg. Autorretrato

La razón por la que Schönberg ha obrado de este modo es obvia: la inteligibilidad del texto hablado es el propósito esencial. A survivor from Warsaw es una obra deliberadamente propagandística que persigue un efecto inmediato sobre el espectador (cosa que logró desde su mismo estreno: es sabido que tanto en Alburquerque en 1948 como en New York año y medio más tarde, hubo de repetirse ante los aplausos del público). Que la anécdota, narrada a Schönberg por Corinne Chochen, una profesora de danza que había publicado una recopilación de cantos hebreos, sea parcialmente inexacta al unir dos hechos históricos diferentes aunque individualmente ciertos (el asalto nazi al gueto de Varsovia y la conducción de un grupo de judíos a la cámara de gas) no priva al relato de su autenticidad, en tanto que testimonio del horror y de la infamia: la entrada del coro final, cantando Shema Israel, la oración prototípica del judaísmo (enseñada a Schönberg por el rabino Jakob Sonderling, que también le instruyó sobre la pronunciación) trasmite una energía y un patetismo verdaderamente insuperables.  En A survivor from Warsaw, Schönberg trazó una de sus más intensas e imaginativas  composiciones dodecafónicas: la serie, expuesta en el primer compás por trompetas, violines y contrabajos, juega con la permutación interna de dos hexacordos equinterválicos, de modo que siempre es la misma y, al tiempo distinta: el canto final del coro arranca justamente con la inversión del segundo de ellos trasportado un semitono.

En una carta al editor Kurt List fechada el 1 de noviembre de 1948, el compositor destacaba que el milagro, para mí, es que esta gente que quizá había olvidado durante años que eran judíos, súbitamente recordaron quienes eran ante la muerte. La reflexión del compositor va mucho más lejos: quizá sólo en semejante trance seamos capaces de reconocer nuestro verdadero rostro.

José Luis Téllez