Frate Sole, sora Luna
Que Saint François d’Asssise de Messiaen es una de las óperas fundamentales, no ya del siglo XX, sino del repertorio lírico de todos los tiempos, es una realidad incuestionable. Estrenada hace cuarenta años (el 29 de noviembre de 1983), se ha representado en todo el mundo, y su energía musical y su intensidad poética siguen resultando arrebatadoras.
El estilo fuertemente homófono, cuasi monódico, tan característico del músico de Avignon, resulta esencial en una partitura como esta, cuya última razón de ser es el canto, la palabra declamada melódicamente cuya emisión es subrayada y respondida por las inmensas fuerzas que se ponen en juego (orquesta de 120 músicos y coro de 200 voces). Empero, pocas obras del autor de Chronochromie habrán alcanzado semejante trasparencia: la nitidez enunciativa de la oceánica ópera de Messiaen resulta ejemplar en su desmesura, sobre todo si la comparamos con la desnudez del hermosísimo film realizado por Roberto Rossellini (Francesco, gioglare di Dio, 1950), de una sobriedad extrema y absolutamente espartana que, en su lapidaria concisión, constituye el otro gran homenaje al inolvidable poverello d’Assisi ofrecido por el arte del S.XX. Por lo demás, la ópera de Messiaen presenta la audacia de carecer de un verdadero desarrollo dramático: es una sucesión de escenas independientes, como una serie de estampas de índole sacral (Paul Griffits, con gran tino, la ha definido como un conjunto de vidrieras catedralicias). Que se participe o no del ideario religioso de la obra es por entero irrelevante: su fuerza enunciativa y su elevación poética son los valores determinantes del texto.
Tanto desde el registro doctrinal como desde la dimensión sonora que lo expresa, la escena en que el protagonista recibe los estigmas (la primera del Acto III: la penúltima de la ópera) constituyen el vértice compositivo de la obra. Es un episodio lleno de misterio y, al tiempo, el más lejano de toda posible lectura armónica convencional (lo que no implica que determinadas consonancias no asuman una función protagónica, como sucede en la sección conclusiva). En fuerte contraste con la escena anterior (Le prêche aux oiseaux), solamente un pájaro aparece ahora aquí, elegido como significante privilegiado de la noche: el cárabo común (strix aluco: la chouette hulotte en francés), que inicia la escena tras el cluster del coro en boca cerrada que en pianissimo, expone el total cromático tras la breve introducción modal de las maderas (la referencia al instante de la muerte de Lulu en la ópera de Berg se viene de inmediato a la memoria: pero la dinámica y la orquestación lo transforman aquí en algo por entero diferente).
El episodio se repite tres veces enmarcando la plegaria del protagonista uniendo el frullato de las flautas, los trémolos de las tres ondas martenot y los glissandi de las cuerdas: el ambiente sonoro es onírico, irreal, próximo a la alucinación. Será entonces cuando François suplique los estigmas, el símbolo de su entrega: la voz de la divinidad está asumida por el coro, mientras la orquesta evoca un tema puramente armónico lleno de energía que guarda estrecha relación con el que Harry Halbreich denominase como Tema estatua en Turangalîlâ (cuarta ascendente seguida de una séptima descendente, novena mayor ascendente, novena menor descendente, tritono). Tras una serie de repeticiones variadas sobre armonías más y más disonantes que alcanzan un climax punto menos que terrorífico, François recibe las señales físicas de su identificación con el Cristo: la armonía se desliza entonces hacia un acorde de Mi mayor en posición de sexta que dominará todo el final de la escena: se trata de la dominante del acorde asociado al protagonista. Todo el bloque conclusivo se organiza mediante la sucesión, en valores largos, de una serie de acordes perfectos sin relación entre sí (Mi mayor, Fa menor, La mayor, Mi bemol mayor, La mayor, Fa sostenido menor…): se ha señalado repetidamente la semejanza con Gesualdo, si bien la expresión es, aquí, por entero diametral.
Saint François d’Asssise finaliza en un deslumbrante Do mayor con una inmensa intervención coral precedida de brillantes fanfarrias de las cuatro trompetas que repite la palabra joie, alegría, en una treintena de compases ensordecedores. Y conviene recordar aquí que ese Do corresponde al “color” blanco (que, como se sabe, es en realidad la síntesis de todos los colores), de acuerdo con la sinestesia experimentada por Messiaen, que percibía toda suerte de mezclas cromáticas asociadas a la armonía (resulta llamativo que el compositor identificase el azul ultramar con el acorde de La mayor, que en la ópera aparece íntimamente asociado a su protagonista).
Pierre Boulez ha insistido en que el lenguaje de Messiaen está nutrido por elementos heterogéneos: cantos de pájaros, monodias para-gregorianas, ritmos de origen hindú, músicas extraeuropeas… Le propos de Messiaen est d’ignorer les rectritions d’une seule culture: il ouvre son inspiration à tous les évenements sonores qui peuvent enrichir son vocabulaire. Lo fascinante de la música de Messiaen reside justamente ahí, en esa mezcla de elementos disímiles que, sin embargo, son capaces de integrar una textualidad unitaria cuyo último y más cualificado fruto es el exuberante homenaje al autor del Canto delle creature (por cierto: el primer texto poético en lengua italiana, algunos de cuyos versos aparecen en la segunda escena del Acto I) que nutre su única opera.
José Luis Téllez (diciembre 2023)