Fragmento y totalidad

La palabra Stück (pieza) como significante de una obra musical de pequeñas dimensiones y sin una forma predeterminada fue de empleo sistemático en las dos primeras décadas del S.XX por parte de los autores de la Segunda Escuela de Viena. Algunas de estas composiciones alcanzaron justísima nombradía, como las piezas pianísticas Op.11 y 19 de Arnold Schönberg, el Op.16 (las famosas Cinco piezas para orquesta) o los Op. 6,7,10 y 11 de Webern. Se trataba de reivindicar una libertad estructural ajena a la formalística histórica a través de una expansión dimensional mínima (lo que se llamó “estilo aforístico”). La idea se prolongó mucho más tarde en otros compositores más tardíos, ya sin sujeción al laconismo. Son especialmente famosas las once Klavierstücke de Stockhausen (1952-56), que abordan toda suerte de problemas formales diferentes materializándolos a través del teclado sin la menor barrera temporal: la ejecución completa del conjunto puede alcanzar los ochenta minutos.

En todo caso, la noción básica era la brevedad: una o varias ideas musicales contrastadas que se exponen y no se desarrollan. En algún caso se roza la provocación: en su forma original, las seis piezas del Op.6 de Webern requieren una orquesta desmesurada, con maderas a cuatro, seis trompas, seis trompetas, seis trombones, tuba contrabajo, dos arpas, celesta y percusión (amén de la cuerda correspondiente) para un conjunto que apenas excede los diez minutos, cinco de los cuales corresponden a la pieza cuarta (la marcha fúnebre) que, por su parte, es el movimiento orquestal más dilatado jamás escrito por el compositor. La tercera pieza (que viene a ser algo así como el adagio de la obra), es casi camerística, apenas alcanza los doce compases y dura poco más de un minuto. Movilizar tales recursos orquestales para un resultado de semejante parquedad implica una crítica al sinfonismo convencional: pensemos que esta música está destinada a ese mismo conjunto propio de Mahler, de Bruckner, de Max Reger o de Hans von Bülow (por no hablar de Wagner).

Como siempre, será Alban Berg quien adopte la idea para, de inmediato, salirse por la tangente. Las Tres piezas para orquesta Op.6 (que requieren un conjunto casi equivalente al de Webern) articulan algo parecido a la deconstrucción de una sinfonía a lo largo de veinte minutos. En todo caso, lo interesante es que, justamente por trabajar en unas dimensiones mucho más dilatadas que las de sus colegas, le resulta imprescindible desarrollar algún tipo de estructura que pueda dar cuenta del conjunto en cuanto tal. La tercera y última pieza dura tanto como las otras dos: si la primera funciona como una especie de introducción, la segunda asume la posición del scherzo, mientras que la tercera debiera aportar la verdadera substancia estructural. Al fondo, late un planteamiento romántico: el verdadero núcleo significante, desde el punto de vista formal, se ha trasladado a la conclusión de la obra y no a su comienzo (como sucedía en el sinfonismo clásico), pero esa traslación no conduce a un orden nuevo, sino a la aniquilación de todo orden posible. Douglas Jarman analiza el tercer movimiento como una forma sonata con dos bloques temáticos que alcanza el Höhepunkt en el Cp.126, pero esa lectura, con ser verosímil, resulta impracticable en la simple escucha: el amplio desarrollo del movimiento de cierre es, justamente éso, un desarrollo en el que exposición y reexposición se subsumen en un agitado fluir de apariencia caótica en que fragmentos inconexos de algo que sugiere una especie de marcha fúnebre chocan entre sí de un modo convulso, feroz y desordenado. Ni tonal ni propiamente atonal, la obra se organiza mediante un juego de contrastes temáticos que, a falta de una arquitectura armónica global, unifican el conjunto de un modo agresivo, inestable e inquietante. Los dos temas principales, de los que se deducen otros a lo largo de la obra, aparecen en la introducción, uno de los cuales tiene como elemento característico una figura en seisillos de semicorcheas y el otro es de índole armónica: una sucesión de acordes de séptima y novena en diferentes inversiones que finaliza en la inversión de otro acorde por cuartas. En realidad, se trata de un experimento que lleva hasta sus últimas consecuencias las posibilidades de transformación temática, muy en la línea del primer Schönberg: pero lo que atrae de inmediato la atención es el modo en que esos elementos chocan y se destruyen entre sí sin que ninguna idea llegue a materializarse como tal, pese a las constante referencias rítmicas o interválicas. El brutalismo masivo de la escritura orquestal es lo primero que salta a la vista: la forma se ha trasmutado en expresión.

Si la pieza introductoria se desarrolla en arco (Bogenform), partiendo del sonido no afinado para regresar a él, las dos sucesivas juegan con la evocación respectiva del vals (o el Länder) y de la marcha: pero el abigarramiento instrumental es de tal naturaleza que resulta casi imposible discernir la multiplicidad de líneas, temas y subtemas que se superponen, se difractan y se aniquilan unos a otros. La única obra puramente orquestal de Berg constituye también un no man’s land en que todo vestigio de lo humano (de lo discernible, de lo legible) se modula como devastación. Es imposible ir más allá de esa linde: pese a describirse como Stücke, piezas, Berg ha articulado una totalidad masiva y desaforada que aspira a situarse más allá de la escucha, de la interpretación, de la propia escritura.

José Luis Télllez