Extramuros

El fuera de campo es un dispositivo sustancial tanto en el cine como en el teatro: la llegada de Manrico en el verdiano Il trovatore debe su energía poética al hecho de que su canto suene en interno, mientras presenciamos la impotencia y los celos del Conde de Luna, el personaje que se halla en escena, evidenciando la presencia de Lo Otro justamente en el centro de Lo Mismo. Pero ese dispositivo también es rastreable en otras artes: un fuera de campo es también ese agujero narrativo que supone la ausencia de descripción del asesinato en Le voyeur, la novela de Alain Robbe-Grillet. Y más allá de la elaboración pictórica de Albrecht Altdorfer en su Alexanderschlacht, el extraordinario hechizo de la pintura procede sobre todo de aquéllo que no muestra: los límites de ese paisaje montañoso de la zona superior, la totalidad del Golfo de Issos, o el inimaginable e inaccesible punto que sustenta la mirada y organiza la composición. El dispositivo puede utilizarse, incluso y paradójicamente, en el centro mismo de la imagen: es la fotografía quemada de Muriel, el film de Alain Resnais (que, por cierto, cuenta con una excelente banda sonora de Hans Werner Henze) o el duelo en la oscuridad entre Dardo (Burt Lancaster) y el Conde Ulrich (Franck Allenby) en The flame and the arrow, de Jacques Tourneur.

El fuera de campo es una imposibilidad en la música, toda vez que, al carecer de significación en el ámbito denotativo, su contorno expresivo se inscribe en el abismo de la connotación. La música no sugiere, no describe: simplemente está ahí, habla y se impone en sus propios términos de un modo ilimitado e indescifrable. La música se sugiere a si misma, se expresa a sí misma en su propia y enigmática autoafirmación, y en su perfecta opacidad se niega a enunciar cualquier otra cosa distinta de sí misma.

Robert Bresson

Pero, y pese a ello, existe un cierto dispositivo que, ocasionalmente, puede jugar una función parecida al fuera de campo escénico al sugerir otra música que se encabalga con la que se escucha pero que permanece ajena a ella: estructuralmente, la cita tiene ese mismo poder de sugerencia característico del espacio off. Robert Bresson, el cineasta que ha teorizado y empleado el fuera de campo más y más lúcidamente que ningún otro,  afirmaba que siempre que ello era posible sustituia una imagen por un sonido: el ruido de una puerta, un tren que pasa o el motor de un automóvil tienen en su cine mucha mayor energía evocadora que cualquier imagen fotográfica. Así, el fuera de campo precisa de sonidos identificables pero que, al tiempo, carezcan de toda precisión: si pudiéramos identificar el modelo y la marca del automóvil, el sonido de su motor carecería de esa indeterminación esencial para articular aquéllo que no vemos.

En música, para que la cita funcione como el fuera de campo necesita ser tanto reconocible como incompleta: no debe agotar la otra música, sino tan sólo sugerirla. Si en el cine el fuera de campo esboza un espacio (pero también un tiempo, esto es, una acción) que no se verá y que solo puede imaginarse de un modo impreciso, en la música no se juega con ese espacio sino con la memoria del oyente, esto es, con otra dimensión de ese mismo tiempo en tanto que materia actante. Es el caso del motivo orquestal que expresa el deseo de Schön por Lulu en la ópera de Berg, cuya salto de sexta ascendente en anacrusa seguida de un semitono descendente sugiere de inmediato el universo tristanesco con una fuerza poética muchísimo mayor que si escuchásemos los cuatro compases iniciales del preludio. En ese carácter residual de la cita se agazapa su potencia evocativa.

Otro ejemplo aún más poderoso se encuentra en el inicio de la Sinfonía en Re menor de Cesar Franck, que trae de inmediato a la memoria el misterioso arranque de Les Préludes, el poema sinfónico de Liszt: pero ahora se juega también con la perversión de la propia materia, ya que la enigmática célula del comienzo (tónica-sensible-tercer grado) no solamente está desplazada una parte de compás, sino que, con idéntica mensuración, ofrece ahora un semitono descendente seguido de una cuarta disminuida ascendente en lugar de una cuarta justa, inevitable consecuencia de la diferente elección tonal/modal (la obra de Liszt está en Do mayor): la cita exacta (trasportada una cuarta) corresponde a la segunda aparición de la célula, pero ahora se percibe como un desarrollo de la inicial y no como tal cita. La literalidad se rememora para ser rechazada: la pieza de Liszt supone un itinerario argumental (que como se sabe, procede del poema homónimo de Lamartine: tout naît, tout passe, tout arrive…) mientras la de Cesar Franck se afirma como pura abstracción. La composición de 1855 refleja la ambigüedad de su contenido poético sobre la de 1888, que le otorga retrospectivamente un significado nuevo, como sucede en el ejemplo de Berg y Wagner: en música el fuera de campo es, en realidad, un fuera de tiempo.

Jose Luis Téllez (diciembre 2019)