Estructura, literatura y abstracción
Es conocido el artículo titulado Brahms, el progresivo publicado por Schönberg en 1951 en el libro Style und Idea en el que el autor de Pierrot Lunaire pondera la asimetrías de numerosas configuraciones melódicas brahmsianas y, sobre todo, la ambigüedad armónica de ciertos episodios de sus obras instrumentales, presentándolos como exponentes de una modernidad que la crítica de la época asignaba a Wagner al tiempo que consideraba a Brahms como paradigma del conservadurismo. Entre otros, Schönberg señala el episodio que elabora la segunda parte del primer tema del Cuarteto en Do menor, destacando la audacia que supone difuminar la tonalidad en el comienzo de la obra mediante armonías napolitanas, justamente allí donde debiera resultar más nítida y perceptible (por lo demás, la cuestión no se detiene ahí: el segundo tema propiamente dicho juega con la tonalidad de Mi bemol menor, impugnando el sentido mismo de las relaciones entre tonos relativos).
Como bien destacará luego Carl Dahlhaus, el enfrentamiento Brahms/Wagner implica un desconocimiento del trabajo del músico hamburgués, en la medida en que, si en Wagner la organización discursiva operística desdeña la gramática tradicional del pezzo chiuso, en la música de Brahms la forma se diluye desde dentro de sí misma, en la medida en que el desarrollo, en lugar de estar restringido a la sección central de la sonata, se extiende a todo lo largo de movimiento. El aserto de Dahlhaus sugiere una reflexión de mayor alcance, en la medida en que, si Brahms trabaja en el dominio de la música instrumental, Wagner lo hace en un territorio mucho más flexible al depender exclusivamente del libreto, que es una realidad literaria y no depende de una formalística predeterminada. Desde este punto de vista, casi se podría invertir la valoración: la realidad es que Wagner encamina su trabajo hacia la ópera (un tipo de ópera absolutamente nuevo, por lo demás) ante su incapacidad (o su falta de interés) para trabajar en el interior de la forma. Es obvio que en el ejemplo citado Brahms se manifiesta tan audaz como lo había sido Wagner en el arranque de Tristan und Isolde. ¿Y qué cabría decir ante ejemplos de música vocal como el suministrado por un Lied como Die Schale der Vegessenheit Op.46 nº3, que comienza en Fa sostenido, cuya sección central se mueve en torno a Si bemol y Mi bemol (como dominante de un La bemol que no se escucha), y que no revela el tono principal (¡Mi mayor!) hasta los cuatro últimos compases de la pieza?
La capacidad de Brahms para elaborar el material temático es insuperable, mientras en Wagner las cosas funcionan de otro modo: como un incesante y refinado juego de alusiones en que los motivos dialogan entre sí, más allá de sus ocasionales referencias programáticas (que, por lo demás, son infinitamente más ambiguas de lo que la común exégesis wagneriana supone).
Y es ahí donde arribamos a la cuestión central: ¿sería admisible el arranque de Tristan und Isolde, su fascinadora inconcreción armónica, su vaguedad rítmica, la indefinición de su tempo, si se tratase del comienzo de una obra exclusivamente instrumental carente de argumento? Es bien sabido que Wagner no regresó al universo sinfónico después de la impersonal obra de 1832, y que sólo en sus últimos años, y en referencia al Siegfried-Ydill, habló de escribir sinfonías programáticas en un solo movimiento, propósito que no llevó más adelante y que, por lo demás, no difiere del Tondichtung, el poema sinfónico tan en boga en la segunda mitad del XIX. La audacia de Brahms reside en afrontar la composición a partir de las formas heredadas, en atreverse a trabajar en un dominio refractario a la innovación y, sin embargo, haber desarrollado en su interior una dinámica que lo rebasa en la misma medida en que aparenta mantenerlo.
Si la música programática y la ópera se justifican a través de un sustrato literario, en la música abstracta la belleza procede exclusivamente de la estructura, lo que supone un reto difícilmente asumible y del que no es fácil salir victorioso. La tensión estructural de ciertas composiciones es de tal intensidad que acaban engendrando consecuencias literarias que obscurecen, si no destruyen, su sentido original, que es puramente abstracto (la beethoveniana Sinfonía en Do menor constituye un ejemplo paradigmático): pero la contemplación de ciertas estructuras arquitectónicas puede producir emociones análogas, cual sucede, por ejemplo, con el estadio de Tokio diseñado por Kenzô Tange para la Olimpiada de 1964. Es una emoción que nace de considerar la enormes energías que se ponen en juego y el modo victorioso en que la imaginación del arquitecto ha sabido organizarlas y articularlas (lo que, sin embargo, no ha tenido consecuencias literariamente indeseables, como sucede a menudo con la música). Sabemos que Edgar Varèse fué un artista cuya inspiración procedía no tanto de la música como de la observación de ciertos fenómenos de la naturaleza, un hombre a quien la conciencia de la perfección geométrica de un cristal de cuarzo o de pirita podía conmoverle hasta las lágrimas. Y es que la cercanía entre estructura y emoción quizá sea mucho más íntima de lo que a simple vista cupiera imaginar.
Jose Luis Téllez (junio 2020)