Espacio, Sonido, Memoria

En forma novelada, el neurólogo Oliver Sacks habla de un paciente (al que designa como Mr.Thomson) aquejado de cierta clase de amnesia que solamente le permite recordar unos pocos segundos, lo que le lleva a inventar reminiscencias que, a su vez, olvida pocos instante más tarde. Sacks señala que todos poseemos un relato biográfico cuya continuidad es nuestra vida: cada uno de nosotros edifica una narración que constituye nuestra identidad.

La escucha de la música nos sitúa en una posición que no deja de mantener cierta equivalencia con el personaje descrito por Sacks: creemos guardar memoria de aquello que acabamos de escuchar, pero siempre hay algo que escapa a nuestra atención, lo que, de algún modo, nos obliga a fantasear el recuerdo, de manera que, cuando se reexpone un tema (o un determinado segmento de la obra en cuestión) y la música regresa sobre sí, el instante del registro implica, junto con su instantáneo reconocimiento, una cierta dimensión de sorpresa: la música cimenta su eficacia emotiva en el hecho de estar hecha de retornos (retornos melódicos, armónicos tímbricos…), pero la naturaleza efímera de tales remembranzas convierte el regreso en novedad, incluso cuando ese retorno es absolutamente literal: la fugacidad que caracteriza el discurso sonoro nos sitúa en la perspectiva del personaje descrito por Sacks.

Se apunta aquí una inesperada dialéctica entre la escucha de la música y la contemplación del objeto arquitectónico: si la primera requiere un tiempo (el tiempo intrínseco de la propia música), la comprensión de la arquitectura, más allá de la apreciación inmediata de, digamos, la simetría de una fachada, también precisa un lapso determinado que permita reconstruir en la memoria la integridad del espacio. Recorrer un claustro o la nave central de una basílica exige igualmente un decurso que, ocasionalmente, puede deparar sorpresas: la inesperada visión de una capilla lateral o la presencia insólita de este o aquél detalle formal no advertido inicialmente (la amplitud del crucero, la altura de la cúpula, la existencia de lucernarios o de linterna, la ocasional presencia de vidrieras…), actúan del mismo modo que lo hace una armonía o una modificación tímbrica imprevista. En el caso de la música, la propia estructura suele estar sometida a transformaciones con las que no se contaba: Brahms es un verdadero maestro en el tratamiento formal, al extremo de que, en cualquiera de sus grandes obras (sinfónicas o camerísticas, poco importa) es casi imposible en una primera audición, saber en que punto exacto nos encontramos, toda vez que exposición, desarrollo, reexposición y coda articulan un trayecto en el que, más allá de la estructura armónica de base, ni existen retornos literales ni dejan de aparecer consecuencias nuevas (e inesperadas) del material de partida.

La esencia, tanto de la música como de la arquitectura, reposa en su continuidad: es asumible un mural que carece de ciertos segmentos (como sucede con la batalla de Costantino, tal y como fue imaginada por Piero dela Francesca en los frescos de Arezzo), en la medida en que el espacio total sigue siendo comprensible pese a la ausencia de gran cantidad de figuras pero, por ejemplo, ciertos edificios parcialmente destruidos (como es el caso de la iglesia de San Francesco en Fano), al carecer de bóveda, nos impide completar mentalmente el volumen, toda vez que la visión del cielo no puede substituir la imagen del espacio interior, por mucho que tratemos de fantasear la presumible superficie de medio punto que enlaza y articula los muros separados.

Esa continuidad sustancial se evidencia de modo especialmente significativo en construcciones que huyen de la simetría: el reciente Edificio Fontán, realizado por Andrés Perea, Elena Suárez y Rafael Torrelo en el Complejo de Gaiás entre 2018 y 2021, desarrolla una cubierta alabeada que cobija un ámbito doblemente continuo que puede atravesarse por una suerte de calle interior que articula los espacios de biblioteca y auditorio con los de actividad administrativa, pero que, y sobre todo, es definible por su absoluta diafanidad, que permite un contacto visual absoluto entre el interior y el exterior: la estructura, en su parte superior, se expande a su vez como si fuese independiente del cerramiento, de manera que espacio externo y espacio interno se interpenetran  en una dialéctica que se sustancia en la relación entre una estructura preexistente y su posterior transformación a través de una textualidad propia que se abre hacia todas las direcciones del espacio. La situación de las escaleras, por su parte, ya establece un diálogo interior, en tanto que constan de chapas en voladizo que se pliegan en los descansillos formando ménsulas que, a su vez, juegan la función de soportes, con una suerte de ingravidez visual que incrementa la diafanidad del conjunto.

Versteinte Musik (música petrificada), la visionaria descripción la arquitectura debida Johann Christian Müller, sigue ofreciendo la más poética (amén de lúcida) expresión de la unidad esencial entre dos artes tan aparentemente opuestas. La realidad es que, tanto en uno como en otro caso, la presencia de ciertos invariantes estructurales articula la materia sustancial, sea el espacio (como en la arquitectura) sea el tiempo (como es el caso de la música): la Música es la expresión de la Arquitectura reflejada sobre el Tiempo.

José Luis Téllez (enero 2023)