En recuerdo de André Delvaux, músico y cineasta

«Heureux ceux à qui l’heure de la verité arrive avant que l’heure de la mort«. Marcel Proust

André Delvaux falleció a las siete de la tarde del 4 de octubre de 2002 en el instante de concluir su intervención en el Encuentro Mundial de las Artes que se celebraba en Valencia con una ponencia cuyo último tramo se refería a la bipolaridad lingüística entre valones y flamencos (había rodado sus films en ambos idiomas) y que finalizaba con las siguientes palabras: no tengo nada más que decir. Hizo una breve pausa y añadió: podemos discutir estas cuestiones en otro momento posterior. No lo hubo: cerró los ojos y, lentamente, se deslizó desde su asiento al suelo.

Además de cortos y documentales, Delvaux (que había nacido en Brabante en 1926) nos ha dejado ocho largometrajes de ficción: L’homme au crâne rasé (1966), Un soir, un train (1969), Rendez-vous à Bray (1971), Belle (1973), Femme entre chien et loup (1979), Benvenuta (1983), Babel Opera (1985) y Opus nigrum (1988), todos, o casi todos, proyectados comercialmente en España. Licenciado en filología germánica, derecho y composición, Delvaux, luego profesor universitario, fue en sus años jóvenes pianista acompañante de películas mudas en la Cinemateca de Bruselas lo que, a su decir, le permitió comprender profundamente la estructura y el funcionamiento narrativo del cine. De una belleza onírica y conturbadora, sus films, extremadamente refinados y con una fuerte influencia pictórica que abarca de los renacentistas holandeses a su compatriota Paul Delvaux (con quien no le unía parentesco alguno), se inscriben en un espacio referencial entre vigilia y sueño, entre realidad e irrealidad, que interpela a la conciencia individual al situarla frente al estupor definitivo de la desaparición. Cineasta de la elipsis, la sugerencia y el fuera de campo, Delvaux es el autor que con mayor penetración haya abordado en su cine el problema filosófico del Tiempo —la sustancia esencial de la Música—  y de ahí también que su obra suponga una subyugadora reflexión sobre la Muerte, cuyo Angel aparece personificado en actrices de rara e inquietante hermosura, como Beata Tyszkiewicz, Adriana Bogdan o Anna Karina.

El tratamiento de la materia cinematográfica constituye en Delvaux una genuína fuente de enseñanza para el músico. Penetrados por una peculiar respiración interna, sus films, ejemplo extremo de integración textual de un arte en otro, se articulan narrativamente a partir de estructuras tomadas de la música que se desarrollan a través de numerosos juegos de simetrías y reexposiciones de sus elementos nucleares: las variaciones, el aria da capo, el rondó, la forma en arco y la forma binaria.  Pero quizá el aspecto más productivo de su trabajo se cifre en la función que la música histórica asume en  sus películas: un ejemplo privilegiado es Rendez-vous à Bray (basada en la novela corta de Julien Gracq Le roi Cophetua, cuya metáfora central es la célebre pintura homónima de Edward Burne-Jones), construída según un esquema mixto de rondó y tema variado similar, por ejemplo, al de la Heiliger Dankgesang del Op.132 beethoveniano, que alterna un primer tema (tiempo presente/histórico) a modo de refrain con otro (tiempo pretérito/futuro imaginario) a guisa de couplet para articular la representación mental postrera de un pianista luxemburgués (Mathieu Carrière) que malvive como crítico musical en el París de la Gran Guerra y a quien Thanatos (Anna Karina) se entrega tras haberle invitado a una cena suntuosa que ella misma ha preparado para él en una mansión lujosa y desierta a través de un ceremonial en el que hay algo de litúrgico o de iniciático. En este film singular, la banda sonora (con excepción de los compases finales del Preludio, coral y fuga, de Cesar Franck, y de un nocturno “à la manière de Brahms” y un cuarteto con piano de Frederick Devresse que se emplean como música diegética y que se suponen compuestos por el amigo del protagonista) está elaborada a partir de las piezas de los tres últimos opus pianísticos de Brahms. Ninguna de ellas aparece completa, sino solamente sus secciones aisladas, respetadas en su integridad (cosa factible por tratarse, en general, de composiciones en forma ABA’), que regresan y se rearticulan para construir un nuevo discurso, entrecortado y fantasmal: se crea así una densa simbiosis entre cine y música, ya que cada uno de estos códigos se trata con los procedimientos sintácticos propios del otro. El papel tradicional de la música fílmica resulta así enteramente subvertido: las secuencias aparecen planificadas en función de esa misma música (en lugar de ser decoradas por ella), de modo que sea ella el verdadero elemento rector de la puesta en escena. El material se utiliza, bien como cita directa en relación con el recuerdo, bien como transformación o paráfrasis en relación con el presente, instaurando un juego de referencias perturbadoras dentro de ese mismo presente ficcional, que se convierte de tal modo en tiempo futuro. Tan complejo sistema enunciativo es posible justamente por el carácter histórico de la música empleada, plenamente inscrita en el repertorio y en la memoria del espectador

En una entrevista publicada en la revista Nuestro Cine en 1970, Delvaux afirmaba: La Muerte es la otra cara, la cara oculta y extrema de la Belleza: una moneda que se lanza al aire y que jamás se sabe de qué lado va a caer. En definitiva, el amor total, la belleza total encuentra su realización total en la muerte, o sea, en la ausencia de falsedad de la existencia aleatoria: la desaparición de Eurídice es el precio que Orfeo paga por su lucidez. Para André Delvaux esa hora del conocimiento había llegado mucho antes que la definitiva de su tránsito.