Embrujo (Carlos Serrano de Osma, 1947)

Lola, antigua figura gloriosa del baile español, recibe un homenaje escénico en el que se presenta una joven a quien la bailaora reconoce como heredera espiritual, consideración que la mueve a narrarle su propio avatar. Compañera de espectáculo de un cantaor, Manolo, éste le propuso formar pareja artística, lo que aceptó. Su influencia fue decisiva, dirigiendo y desarrollando su talento al extremo de hacerla triunfar multitudinariamente: su fascinación por ella acabó trocándose en un amor no correspondido, lo que determinaría su separación. La mujer siguió trabajando mientras el hombre se entregaba a la desesperación y la bebida: pero, más allá del tiempo y el espacio, continuaba sintiendo su mirada sobre sí, actuando para él aunque lo hiciese en el más remoto confín de la tierra. Finalmente, Lola retorna a España. Manolo, ya ruina alcohólica, es arrastrado al teatro por su amigo Mentor, único compañero de su desdicha y, viéndola actuar, fallece de un síncope: la bailaora, que ignora su asistencia al espectáculo, cae súbitamente desvanecida en escena. Al conocer el fin de quien encauzase su propio arte, abandona su profesión. Acabado el relato, Lola y su joven continuadora llevan flores a la tumba del malogrado cantaor.

Llegar a las tinieblas del inconsciente por las brillantes rutas del folklore: la intención del cineasta, así enunciada en una entrevista (Cinema, nº13, 15 de octubre de 1946), ponía el acento sobre la vocación irreductiblemente onírica -poética- del film, que describía (wagnerianamente) como drama musical y calificaba explícitamente como surrealista. Tal propósito teórico (enraizado en un ancestralismo propio de cierto arte de la época: recuérdense las indicaciones de Edgar Varèse para la ejecución de Ecuatorial ) se contradice parcialmente con la realidad de sus protagonistas, pues no cabe considerar folklórica a la pareja Flores-Caracol desde una perspectiva etnomusicológica estricta, al tratarse de artistas profesionales activos en ámbitos urbanos con un repertorio, en gran medida, generado en la tradición escrita y no en la oral: pero la confusión conceptual sobre tal materia era considerable entre los intelectuales no músicos del periodo (aunque, sin duda, mucho menor que la de los actuales).

Lola Flores y Manolo Caracol

La cinta estaba producida por BOGA, firma creada por el propio Serrano junto a otros tres compañeros del sector. El fracaso económico de los anteriores films del cineasta escindió el empeño: Serrano abandonó la empresa junto a otro socio, lo que fue aprovechado por los dos restantes para remontar el trabajo buscando mayor viabilidad de cara a la taquilla, al extremo de que el realizador renegó públicamente de su autoría. Aún con todo ello, Embrujo es el film más inclasificable del cine español y uno de los más singulares jamás realizados en el seno de la industria, doblemente insólito habida cuenta del momento histórico de su nacimiento. Rodada en ocho minuciosas semanas (se llegó a reconstruír en estudio el interior del popular teatro barcelonés El Molino), la producción contaba con soberbios decorados, colaboradores de la máxima altura (Juan Magriñá como bailarín y director coreográfico del ballet del Teatro del Liceo) y medios técnicos tan refinados para la época como una grúa con trawelling, pero el presupuesto sufrió una notable rebaja durante el rodaje, pasando de dos millones y medio iniciales al millón setecientas mil del coste final (Expedientes administrativos C/63.010 Exp 7.023 y 39.300).

El proyecto abordaba una contradicción insalvable: aprovechar a los protagonistas de un popularísimo espectáculo músico-teatral, La niña de fuego, para hacer comercialmente viable un texto inequívocamente experimental que propone una reflexión de naturaleza telúrica (por emplear el sugestivo término puesto en circulación por el realizador) que atañe, no tanto a la materia argumental primaria (aunque tal sea su propósito aparente), como al espesor del sistema de su puesta en escena (entendiendo tal término en su sentido más totalizador de montaje/ composición en el cuadro/ conjunto de elementos figurativos) y a la dialéctica simultaneidad/ desfase entre el plano auditivo y el visual, de donde el texto extrae toda su fuerza. El resultado fue que los numerosos admiradores de la pareja, ávidos de asistir siquiera por mediación del celuloide a la actuación de sus ídolos, se amotinó frente una cinta en que la imagen de Manolo Caracol cantando es sistemáticamente evacuada en favor de densos collages metafóricos: fragmentos de maquinaria ferroviaria en plena marcha, paisajes sometidos a deformaciones ópticas acompasadas con la música, y así sucesivamente.

Embrujo arranca con una panorámica iniciada sobre la grisura de un muro que concluye reencuadrando un escenario: itinerario que cabe recuperar desde la mirada de Lola, introducida poco después por el presentador del acto, sentada en un palco desde donde contempla la actuación de una joven bailaora, sobre cuya imagen, por sobreimpresión, proyectará Lola la suya propia, retorspectiva. Pero entonces, el retorno del plano correspondiente a esa visión desde las candilejas que había definido previamente la mirada del presentador (y por analogía, de la bailaora joven y de la propia Lola fantasmáticamente evocada) nos muestra ahora el sillón del palco vacío, deshabitando la mirada que, previamente, lo inscribiese. Esa disimetría inicial (¿quien mira la actuación pretérita de Lola, en que tiempo ficcional se inserta la imagen del sillón?) instala una ambigüedad sobre la perspectiva del relato que, en lugar de clausurarse al modo clásico, prolifera e invade sucesivamente toda la dimensión del texto, impugnando la noción misma de punto de vista unitario y haciéndolo, precisamente, desde el centro de su propia enunciación normalizada. A partir de este instante, si la narración se afirmó en su etapa inicial como perteneciente a la palabra de Lola, su propio punto de vista, en el interior del texto, es asumido a su vez por el del fallecido Manolo, de quien Lola puede considerarse, así mismo (y como ya lo fuese la joven bailaora, testigo del relato de Lola) como una figura proyectiva, una pseudorealidad alucinatoria.

Embrujo se articula por yuxtaposición de dos tipos de secuencias, narrativas y poéticas, trasliterando fílmicamente la misma oposición de verosímiles del musical (o de la ópera). Las primeras aportan las unidades de relato propiamente dichas, mientras las segundas corresponden a visualizaciones de la música (tanto la cantada por Manolo como la orquestal procedente de la banda sonora) que implican reflexiones puramente fílmicas cuya continuidad viene dada, en exclusiva, por la banda sonora. En estas últimas, la definición del punto de vista se disuelve en su propio fluír, pudiendo corresponder, hasta un cierto grado, tanto a Lola como a Manolo, cuya mirada se imbrica en la de aquélla, sustituyéndola a través de enunciados delirantes (cual sucede con la actuación de la mujer ante un hombre que la mira en silencio mientras suena su cante): más allá de tal extremo, afirman tan sólo el punto de vista del propio film, que se construye a despecho de sus mismos personajes a través de agregados en que las composiciones cubistas (la secuencia de la taberna, con todos los atributos de la borrachera: botellas, porrones, guitarras y vasos), futuristas (la ya citada del movimiento de la locomotora) o de un expresionismo surreal (el entierro) inscriben una serie de retóricas formales perfectamente extrañas al folklorismo referencial de sus figuras protagónicas. Por lo demás, la frontera entre ambos tipos de segmentos se borra paulatinamente hasta culminar en la secuencia de la procesión fúnebre: confluencia de pasado y presente en que la narración directa y su ensoñación metafórica se encabalgan de modo inextricable, aspirando a rebasar la dialéctica teórica entre relato y poesía, lo que sitúa en el centro del texto la pregunta romántica por excelencia: ¿Quién habla el film?.

Obra paradigmática de un cineasta radical, refractario sin contemplaciones, y con un frenesí tan altanero como suicida, al cinema dominante del momento (según el exacto dictamen de J.Pérz Perucha, 1983, reivindicador pionero de la obra de Serrano de Osma), Embrujo puede leerse como una ficción doble y antagónica: de una parte, como construcción simbólica de la culpabilidad de Lola, derivada de esa forma de castración implícita en su abandono de la escena (correspondiente al que cabría denominar punto de vista externo del relato) y, de otra, como variante del mito de Pigmalion, ligada al omnipresente punto de vista (interno) de Manolo. Pero, en este segundo caso, la red metafórica es más compleja: Manolo surge narrativamente en tanto que mirada entre bastidores sobre una Lola que sale de escena y será, a su vez, objeto de la mirada de ella clausurando la secuencia, admitido al relato en la medida en que es mirado por Lola (significativamente, se trata del único episodio en que su cante se presencie casi íntegro y en plano fijo). Lola es una suerte de materialización de la feminidad de Manolo (cuya homosexualidad se enunciaría en forma alusiva a través de la constante compañía de Mentor) quien, a su vez, no sería otra cosa sino una encarnación contingente de la música, arte abstracto y asemántico que precisa de una forma (en el sentido platónico del término) para realizarse en el espacio: forma proporcionada por la danza, que en Lola se hace carne y sangre significante. Es ésta la razón de que el cante se anegue en imágenes de pesadilla hasta que el baile de la mujer le permita asumir su propia realidad como materia escénica: Lola (la danza) es el sueño de la música como el film es el del cineasta, aspirante a su vez a inscribirse como realización visible de un imaginario popular preexistente. De ahí la lucidez de la rúbrica folklórica invocada por el cineasta (y a despecho de los protagonistas elegidos), de ahí también que el relato, enigmáticamente, sea narrado por la figura creada por el sujeto a través del cual rubrica su propio punto de vista: desaparecido aquél, toda locuacidad posible procede del texto (del film), que sobrevive a su autor y es el único y secreto responsable de la existencia de éste. Bifurcando la perspectiva enunciativa y renunciando a toda integración consoladora, Embrujo pone en escena el problema de la escritura como una forma de esquizofrenia estructurante del acto mismo de la producción artística, configurándose como un auténtico heraldo del romanticismo fílmico y un precursor incuestionable de autores como Welles (desconocido por entonces en España) o Albert Lewin.

La crítica acogió la película con violenta hostilidad: cintas así no deberían autorizarse, aunque no fuera más que por ahorrar película virgen, de la que tanta escasez hay, escribe un gacetillero gaditano anónimo, actitud que contrasta con la el delegado gubernativo de Cuenca, J.L. Alvarez de Castro, que en su informe (Expedientes administrativos C/63.310, Exp. 39.300 y 7.023) observa que uno de los aciertos más acusados del film reside en el medio de expresión empleado, la imagen […] cuyo valor artístico es tanto mayor cuanto mayores aparecen las dificultades para plasmar en ellas el contenido espiritual de la canción y la danza española. Días antes del estreno madrileño (Cámara, 15 enero 1947) y firmado con el seudónimo de Visor, se publicaba un artículo que situaba la película en la órbita estética de Spellbound (A. Hitchcock), para concluír afirmando que las posibilidades de comentario que ofrece esta cinta son inacabables. Palabras que no han perdido actualidad ni pertinencia.