El rostro del pasado

Casi setecientos compases de tal violencia rítmica y despiadada densidad de pensamiento capaces de aniquilar a sus primeros oyentes que, aún hoy, siguen exigiendo tanto a sus ejecutantes como al público un compromiso excepcional. La descripción de la Große Fuge beethoveniana debida a Martin Cooper (Beethoven: the last decade, 1970) no ha perdido un ápice de su exactitud: publicada independientemente como Cuarteto Op.133, sigue siendo una prueba de fuego para cuantos se acerquen a ella. Lo fascinante de la pieza es que su inaudita tensión (su expresionismo potencial, cabría enunciar) no procede en modo alguno de lo que cabría definir como gesto afectivo, sino que es una consecuencia directa tanto de la propia estructura temática como de su desmedida expansión formal: de la unidad profunda de esos casi setecientos compases (setecientos cuarenta y uno, para ser exactos) que señala Cooper. No hay entre ellos un solo instante en que lo que se escucha no sea una consecuencia directa de la materia temática inicialmente expuesta: la densidad es superior aún a la de las grandes obras sinfónicas beethovenianas (al par que trasmite una energía todavía mayor), ya que son únicamente cuatro instrumentos los que tienen encomendada la materialización de un discurso cuya intensidad emotiva es indistinguible de su concentración.

La gran fuga de Beethoven

Resulta significativo que en la última etapa de su obra tanto Mozart como Beethoven vuelvan su atención hacia el pasado: aquél incluye una fuga y un coral variado en Die Zauberflöte (que, paradójicamente, asume la forma Singspiel, la del teatro popular, y se estrena en un local del extrarradio), y éste retoma la fuga en algunas de las composiciones más significativas de lo que viene denominándose Tercer Periodo (la sonata Hammerklavier, de 1818, la Novena Sinfonia, de 1924 y la citada Große Fuge, inicialmente concebida como finale para el Cuarteto Op.130, de 1826, un año antes de su muerte). En el final de la Novena, los frenéticos noventa y cuatro compases de música orquestal interpolados entre la intervención del tenor con un tema nuevo en ritmo de marcha y el retorno del tema inicial en el coro constituyen una doble fuga cuyo primer tema es una derivación directa del coral, mientras el segundo procede de la marcha precedente. Se han expuesto siete variaciones del tema (la última, habiendo modulado a Si bemol): la intensidad del episodio es tal que solamente puede expresarse de forma abstracta. Las voces callan, la orquesta adquiere absoluto protagonismo, y su modo de glosar todo lo antedicho es la fuga, a guisa de resumen glorioso. La nueva intervención coral es, en realidad, un retorno temático que cierra la parte expositiva: a la altura del compás quinientos noventa y cuatro aparecerá un tema nuevo (seid umschlungen, Millionen) en Sol (en modo mayor primero y en menor después) que conducirá a una nueva doble fuga cuyos dos temas son las dos melodías corales ya conocidas (la inicial y la recién expuesta): en ambos episodios, las secciones fugadas corresponden al desarrollo del material ya presentado que, en este último caso, asume además la forma un motete politextual que abarca 108 compases iniciados en Sol mayor y que acaba desembocando en la reexposición (en Re mayor, naturalmente). Al llegar a este punto, la estructura total se percibe como el cierre de una gigantesca forma sonata precedida de un considerable preludio rememorativo, cuya amplísima exposición abarcaba las siete variaciones antedichas: lo verdaderamente singular es que las secciones fugadas correspondan justamente a los episodios modulantes, esto es, al desarrollo, al centro de la estructura sonatística propiamente dicha. Es imposible dotar de mayor significado a una simple elección formal.

Fuga final del Falstaff verdiano

La idea había arrancado con el Op.106, la más monumental de las sonatas beethovenianas, concluida también con una fuga de extensión inusitada (385 compases) en que un tema es transformado, no ya formal sino también expresivamente: la modulación a Re mayor y la simplificación melódica presente en el Cp.250 resultan particularmente conmovedoras. Como bien observara Charles Rosen, la reflexión implícita en la Hammerklavier es la naturaleza del propio lenguaje de su época, como substancia musical en sí misma (Rosen la compara, lúcidamente, con la poesía de Mallarmé, cuyo argumento es la propia materia poética). De ahí la necesidad de regresar a una forma que los compositores de su tiempo consideraban obsoleta: para poder hacerse entender. Por lo demás, huelga decir que Beethoven huye de toda posible imitación de Bach, desarrollando la forma de un modo totalmente propio y carente de precursores.

Torniamo all’antico, sarà un progresso. La célebre frase escrita por Verdi a Francesco Florimo en una carta fechada el 5 de enero de 1871 bien cabría, en sentido diferente, aplicarse al Beethoven de la última época. En ambos casos hay una reivindicación del conocimiento de la historia como actitud transformadora del presente, pero también como fuerza impulsora del futuro. Muy separados en el tiempo y en la geografía (amén de en la estética), resulta significativo que ni Verdi ni Beethoven puedan inscribirse en el discurso del romanticismo, pese al repetido intento de apropiación de ambas figuras por parte de cierta crítica ideológica: en esa compartida valoración del pretérito hay un rasgo común, una suerte de visión trastemporal que denuncia la pretensión equívoca de aplicar la idea del progreso al terreno del arte.

José Luis Téllez (octubre 2022)