El puente de la paz (Rafael J. Salvia, 1958)

Morcuende y Sanfelices son dos pueblos separados por el río Jaramillo y por odios ancestrales, sublimados en el presente por enconada rivalidad futbolística. Pero, y pese a sus discrepancias, Don Galo y Don Jorge, sus caciques respectivos, acuerdan construír un puente que una ambas poblaciones (al que bautizan De la Paz), con el fin de enriquecerse cobrando peaje a los lugareños, liberados de 25 kilómetros de carretera a la hora de trasladar sus cosechas. El terreno elegido es de Benito, ingenuo y bondadoso agricultor padre de Fátima, enamorada de Fernando, el hijo de Don Galo, que cede el derecho de paso ante la promesa de ser contratado como recaudador, ganancia que espera le permita instalar un elemental sistema de regadío por motobomba. Pero la avaricia de los propietarios alcanza al extremo de no construirle una garita que le resguarde de las inclemencias climáticas, amén de negarse a indemnizarle por los constantes daños que animales y vehículos transeúntes causan en sus sembrados y a retribuirle como dueño efectivo del terreno pese a haberlo prometido, desdichas a las que se suma que los vecinos de ambos pueblos le desprecien por estimarle cómplice de las abusivas tasas, lo que acaba decidiéndole a abandonar el empleo. Don Galo, sin pagarle los salarios atrasados, contrata a otro guardia al que sí dota de garita: considerándose perjudicado y afrentado, Benito decide incautarse del puente, expulsando al nuevo vigilante y cobrando el peaje en su propio provecho, despidiendo violentamente a D. Samuel (al que apoda Señor Vitaminaspor su delgadez y mal aspecto), sicario de Don Galo enviado para parlamentar, mientras Fátima apedrea a Fernando, que le acompaña. Don Galo y Don Jorge, viendo la nula posibilidad jurídica de defender su actuación, convocan una sedicente Conferencia de Paz en la vecina localidad de Pedregales en la que, sin convocar a Benito, le culpan de todo, instigando a los vecinos a asaltar su propiedad, cosa que llevan a efecto con atroz vesanía sin culminar la total destrucción ante la empecinada resistencia que aquél ofrece junto a su hija y su peón Pepe (al que lleva años pagando en especie debido a su escasez fiduciaria, con lo que buena parte de la finca ha pasado ya a sus manos), gracias a una carabina y un viejo trabuco que se ven forzados a disparar repetidamente contra la multidud para ahuyentarles (venturosamente, sin víctimas). Fuera de sí ante el fracaso de su intento, Don Galo manda minar el puente, que salta por los aires a riesgo de la vida de su propio hijo que, secretamente, ha venido a reconciliarse con Fátima. La violencia de los acontecimientos decide a los dueños de la A.S.U., una granja avícola próxima regentada por americanos también beneficiados por el puente, a adquirirlo, reconstruyéndolo a su costa e indemnizando a las partes, lo que permite poner paz entre todos.

El éxito cosechado por Bienvenido Mr.Marshall provocó la aparición de una serie de films de ámbito rural y personajes populares que, en clave de sainete, buscaban sus referentes en ciertos temas de la actualidad internacional: los títulos de crédito de El puente de la paz se inscriben sobre imágenes de noticiarios correspondientes a la nacionalización del canal de Suez, acaecida aquél mismo año. El propio Salvia, en 1955, había abordado una jugosa y desencantada parábola sobre la mitología del enriquecimiento en Aquí hay petróleo y, en un registro más agridulce casi lindante con el melodrama, exponía al año siguiente una visión notablemente crítica de la emigración laboral en otro notable film urbano, Pasaje a Venezuela, donde reivindicaba la condición proletaria de su protagonista en función de su realismo para adaptarse a las condiciones productivas de su país en lugar de entregarse a una aventura ultramarina de más que dudosa viabilidad.

Estos ejemplos atestiguaban una suerte de pensamiento regeneracionista, enaltecedor de la constancia y el trabajo (individual en éste, colectivo en aquél) deliberado y consciente como las únicas herramientas aptas para el logro de objetivos definidos como posibles, al margen de cualquier forma de utopismo: una reflexión política cuya amplitud iba mucho más allá que la del más complaciente (bien que brillantísimo) modelo berlanguiano. En el film que ahora nos ocupa se alcanzan extremos de verdadera acritud: prepotentes, tiránicos, hipócritas, los caciques de Sanfelices y Morcuende aparecen dibujados sin la más leve campechanía o ternura, atentos exclusivamente al mejor modo de esquilmar a sus convecinos y de aprovecharse de la bonhomía de Benito sin una brizna de escrúpulo. Es su propia brutalidad, su egoísmo y su comportamiento soez lo que les hace risibles, sin que ninguna de tales actitudes quede disculpada en el relato o permita recuperar sus figuras ni aún momentáneamente. Nostálgico de las partidas de la porra sufragadas por la patronal en contra de los líderes obreros en los años veinte, Don Galo abre la presunta Conferencia de Paz con estas palabras referidas a Benito: Hay que asentarle las costillas a ese desvergonzado, echarle de la comarca, correrlo a pedradas, baldarlo, machacarlo, reventarlo, hacerlo polvo; la dureza con que se retrata aquí el imaginario (y el proceder) de las clases dominantes de la España rural carece de parangón en todo el cine del periodo. Al margen de cualquier redentorismo, la visión que El puente de la paz trasmite de las relaciones laborales justifica plenamente la apropiación de los bienes productivos por parte de los asalariados, y es ahí donde se inscribe la episódica referencia al Istmo de Suez: el colonialismo se nombra, exclusivamente, en tanto que metáfora general de la explotación sin otra clase de implicaciones argumentales, con lo que la totalidad del film adquiere una innegable y deliberada densidad alegórica. A ello colabora una rápida e incesante yuxtaposición de códigos que, partiendo de un arranque en clave de sainete, fluctúa entre el documental naturalista (la descripción de la mísera vivienda de Benito), el melodrama (los vecinos negándose a ser invitados por él), el drama rural (Don galo acusando a Benito de acariciar pretensiones matrimoniales para su hija con el propósito de medrar), el esperpento (los desastres del desastroso Pepe) y la parodia (especialmente lograda la delwestern, en la llegada de Don Galo al pueblo enemigo), sin desdeñar tampoco alguna cuchufleta meta-textual (la palabra FIN, pintada en la ventanilla trasera del autobús cuyo paso por el puente clausura la cinta) a las que la música colabora con eficacia mediante citas que abarcan desde una desportillada versión de Aidaa una breve alusión a la celebérrima High noon. El resultado es que el film evacua su comicidad según su desarrollo progresa (las escenas de la destrucción de los sembrados revisten singular dureza), con lo que la brillantez de muchas de sus réplicas, en lugar de aliviar la tensión, acaban subrayándola, poniendo en cuestión la humorística apariencia inicial merced a la violenta contigüidad y rechinamiento de los géneros invocados.

Toda posible chistología queda así rebasada en aras de articular una reflexión de orden más amplio, en que el mundo rural y sus estrategias de poder se ofrecen como un convincente modelo reducido de una realidad de ámbito mayor, teatro de intereses contrapuestos e irreconciliables. El film descarta toda transacción negociada entre ellos: las palabras amistosas de Don Galo a Benito en el comienzo del film (tú ya eres uno de los nuestros llega a decirle) no tienen otra finalidad que lisonjearle para obtener su aquiescencia, y su posterior memoria por parte de éste sólo sirve para justificar el aplazamiento de sus justas reivindicaciones: cualquier acuerdo con el cacique sitúa al trabajador en desventaja. Incluso el hecho de prestar oídos al análisis económico más aparentemente objetivo se revela como adverso: Don Galo insiste constantemente en la revalorización que el puente supone se los terrenos de Benito, lo que, aún de ser cierto, no se traduciría en la menor ventaja para éste, imposibilitado cual se halla de pignorarlo al carecer de más vivienda ni beneficio diferente que su ruinosa explotación agraria. La lógica del capitalista y la del trabajador (pese a tratarse aquí de un pequeño propietario) se revelan como ajenas y antagónicas. 

El único personaje que parece creer lo contrario, Juan el cartero (aquí ha habido mucho egoísmo por parte de todos, afirma conciliadoramente durante la entrevista final que Don Galo y Don Jorge mantienen con los dueños de la explotación avícola) es una especie de botarate, simple y bienintencionado pero de muy escasas luces (como la propia Fátima le espeta en varios momentos), merovoyeur cuasi onanista de los amores de ésta y Fernando. La cinta se abre con su voz en fuera de campo describiendo la situación geográfica de una y otra villa…¡a un perro!, trasunto, a su entender, del propio espectador fílmico puesto en escena y compañero al que en todo instante dirige sus reflexiones cual si de un ser racional se tratase, de donde cabe deducir crédito que cabe conceder a sus palabras. Obviamente, se trata del único personaje que establece una relación directa entre la nacionalización de Suez y la cuestión del puente: ácido comentario sobre la inane mecanicidad de tan evidente análisis.

De este modo, la pacificación del litigio gracias a los propietarios de la Granja A.S.U., suerte de oportuno deus ex machina de trasparente acrónimo invertido, se ofrece como una premonitoria proclama en favor de la integración del país en organismos internacionales (el ingreso de España en la ONU no había cumplido aún tres años y el tratado con Estados Unidos para el establecimiento de las bases militares se estaba firmando en los días del rodaje) que, aunque cuestionen parcialmente la propia soberanía territorial, permitan quizá controlar las ansias depredadoras (y los métodos) de unas clases dominantes acostumbradas a obrar al margen de los tribunales de justicia y que no reparan en provocar una verdadera contienda civil (con disparos de fuego real y colocación de explosivos incluída, como el film no duda en poner en escena) si ello puede devolverles el control de los medios de producción. El diagnóstico sobre la España del momento, su historia inmediata y el razonamiento de allí derivado (no lejano al esgrimido de modo tan reciente como oportunista para justificar el ingreso en la OTAN), resulta de un pesimismo particularmente lúcido y descorazonador formulado en 1958.

La película fué clasificada en 2ª A, pese a la sólida realización y la excelente composición de los actores principales, particularmente inspirada en el caso de Juan Calvo (José Isbert y Antonio Riquelme aparecían en el primer proyecto en los papeles respectivos de Don Jorge y de Vitaminas: presencia que, de haber cristalizado, hubiera incrementado verosímilmente el taquillaje), haciendo muy difícil recuperar los casi cuatro millones del presupuesto, uno y medio de los cuales había sido facilitado por el Crédito Sindical (Expedientes Administrativos c/16.190 Exp. 84-57 R; c/34.633 Exp. 17.039 y c/.34.643, Exp.17.411). Por lo demás, la carrera del film fué modesta: una semana en dos locales madrileños de estreno simultáneo. Su insólita dureza y su arriesgada y en ocasiones desconcertante alquimia textual jugaron quizá alguna baza en tan tibia acogida.

José Luis Téllez