El problema del tiempo en Parsifal

Es casi un lugar común hablar de la lentitud de la última ópera de Wagner: ciertamente, el desarrollo de la acción no puede ser más premioso pero, y sobre todo, no parece existir motivo alguno para esa dilatación entre lo que se narra y lo que sucede (en rigor,  cabría hablar, más bien, de lo que no sucede) sobre la escena. Hay un relato que precede a un acto consistente en una ceremonia de naturaleza contemplativa (la exhibición del Objeto Santificado), ceremonia ensombrecida por el dolor que acarrea la ausencia del Objeto Perdido. Esquema expuesto en el Acto I y reproducido en el Acto III, donde el Objeto Recobrado permite que la celebración evacúe definitivamente el sufrimiento. Por su parte, el Acto II no es otra cosa sino la narración de la reconquista del Objeto, cuyo precio supone una trascendental renuncia. Podría hablarse de ópera pero, quizá con mas razón, de oratorio teatral, de música escénica destinada a la meditación más que a la identificación emotiva: una catarsis más allá de la catarsis misma.

Puesta en escena de la premier absoluta de Parsifal en Bayreuth, 1882

Formalmente, Parsifal es un scherzo situado entre dos adagios. Tiempo reflexivo del descubrimiento, tiempo de la acción (de Kundry sobre Parsifal, cuya inacción hace posible la derrota de Klingsor). Tiempo contemplativo versus tiempo activo, pero una acción que, paradójicamente, consiste en no actuar: el allegro es el vehículo de lo pecaminoso, el adagio, de la purificación. En el movimiento central hay una dinámica directa, lineal, provista de un comienzo y de un fin, mientras que en los adagios extremos asistimos a una simetría, a la estática repetición de la estructura del uno sobre el otro: una escena narrativa que precede a un ritual, en ambos casos con un largo episodio orquestal interpuesto que actúa como introducción al finale: la rígida solemnidad de la marcha de los Caballeros del Grial en el Acto I se contrapone a la lírica, directa y efusiva emotividad del Karfreitagszauber del Acto III.

Sucede que los temas musicales de Parsifal, lejos de ser breves motivos aptos para el desarrollo, son en su mayor parte verdaderos elementos melódicos cerrados sobre sí mismos, cual es el caso del Amen de Dresde (que no es otra cosa sino una simple dilatación cadencial sobre la tónica) o la dilatada y extática frase inicial y que, además, están sometidos a una agógica muy lenta, proyectando el discurso hacia una ralentización extrema y deliberada, al extremo de que es difícil en una primera escucha discernir el tempo y ni siquiera el compás: es el mayor lastre de la ópera desde el punto de vista narrativo pero, al mismo tiempo, la razón última de su sortilegio. Metáfora de la extinción (o del éxtasis), esa desmesurada lentitud confiere a la música esa cualidad que se diría exangüe que la caracteriza y que la distingue de cualquier otra.

Combinación de instrumentos utilizados en Covent Garden en 1914 para hacer sonar las cuatro notas escritas por Wagner que emulan las campanas del templo del Santo Grial.

Por lo demás, no puede decirse que los temas se desarrollen: aparecen, desaparecen, regresan total o parcialmente de acuerdo con las sugerencias poéticas del texto añadiéndole connotaciones inestables, como una suerte de cambiante fulgor que ciñera la literalidad de la palabra: todo ello difumina la percepción de un acontecer, ya de suyo, muy rarificado. En el acto final, la acción ha sido substituida por la reflexión, como sucede con las palabras de Gürnemanz cuando reconoce a Parsifal. Hay una delectación deliberada en la morosidad: la temporalidad, realmente, deviene espacialidad, observación de un horizonte de apariencia inmóvil, como el de un interminable atardecer.

Todo el material temático aparece encomendado casi exclusivamente a la orquesta, que asume una expresividad y una carga poética incomparablemente mayores que en cualquier otra obra de Wagner. Los tres grandes temas cuya alternancia construye el preludio suponen el venero del que fluye toda o casi toda la música de la obra: fragmentándose, combinándose y enlazándose unos con otros de las formas más diversas, articulan un continuo cuyo potencial poético procede, justamente, de esa sensación de encontrarnos en cada compás frente a un instante que pareciera conectarse con todos los instantes anteriores, pero también con todos los venideros. En Parsifal el tiempo no es transcurso, sino inmutabilidad: asistir a una representación de la obra, más allá de los avatares musicales o escénicos que cada producción concreta pueda deparar es, en realidad, un modo de intuír algo que pudiera asemejarse a la contemplación de la Eternidad. La famosa y tan debatida frase de Gürnemenz en el Acto I (zum Raum wird hier die Zeit) es algo más que una proposición enigmática: en realidad, se trata de la expresión más exacta y más profunda del mecanismo interior que gobierna la discursividad de esta obra absolutamente singular. En la realidad de su escucha, Parsifal, sin dejar de ser una ópera, es algo sustancialmente disímil, un ejercicio que vá más allá de cualquier otro ejemplo de teatro cantado (en tal sentido es comprensible el intento de Wagner de definir su propuesta de un modo diferente: Bühnenweihfestspiel, literalmente, “festival escénico de consagración”). Parsifal es una especie de acte préalable muy anterior al propuesto por Skriabin ya en sus últimos días: un verdadero texto iniciático acerca de la naturaleza y el misterio del tiempo.

José Luis Téllez (Septiembre 2020)

Festspiehaus Bayreuth, julio-agosto de 1962. Hans Knappertsbusch

Amfortas: George London; Titurel: Martti Talvela; Gurnemanz: Hans Hotter; Parsifal: Jess Thomas; Klingsor: Gustav Neidlinger; Kundry: Irene Dalis
Gralsritter: Niels Moeller; Gralsritter: Gerd Nienstedt; Knappe: Sona Cervaná; Knappe: Ursula Boese; Knappe: Gerhard Stolze; Knappe: Georg Paskuda
Klingsors Zaubermädchen: Gundula Janowitz; Klingsors Zaubermädchen: Dorothea Siebert; Klingsors Zaubermädchen: Anja Silja; Klingsors Zaubermädchen: Rita Martos; Klingsors Zaubermädchen: Else-Margrete Gardelli; Klingsors Zaubermädchen: Sona Cervaná; Altsolo: Ursula Boese