El precio del saber
De los objetos cotidianos a los seres fantásticos de la noche, del confort (qué adecuado galicismo para una ópera como ésta) hogareño a la impredecibilidad amenazante de la naturaleza (por mucho que se trate de la naturaleza domesticada del jardín familiar), de la revuelta contra el orden a la aceptación del pacto, del sueño al despertar, de la vida a la muerte (y al subsiguiente renacer): el Niño (de quien ignoramos incluso el nombre, para mayor universalidad del teorema) realiza en los escasos cuarenta y cinco minutos de la obra que protagoniza un tránsito iniciático que le conduce del narcisismo primordial a la frontera del significante, un viaje en el que, y tras experimentarla, abandona la esterilidad de la revuelta individual (el izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, Lenin dixit) para alcanzar la asunción del Otro y, con ella, la internalización definitiva de la Ley. En su itinerario —que es a la vez una fábula y una pesadilla, un cuento de terror y una comedia de magia: la vida misma— el Niño de nuestra historia descubre la primera enseñanza de la madurez: aquélla que establece que el Deseo solamente es posible sobre un fondo simbólico de castración.
Esa naturaleza explícitamente alegórica de la obra es lo que justifica que Ravel haya desarrollado su partitura más exacerbadamente artificial. En ninguna de sus otras composiciones habrá el músico elaborado una música tan auténticamente falsa: autenticidad de la falsificación que no pretende suplantar al modelo pero cuya limpieza imitativa es tanta que casi lo supera, contrafacta nacida de una observación tan penetrante y nítida que, al cabo, impone su propia realidad más real que la realidad misma, toda vez que incluye un mínimo, pero perceptible, margen de caricatura. Tal sucede con la musette de la soñadora escena pastoril, el grotesco can-can de la Aritmética, verdaderamente digno de les bouffes-parisiens, el hechizado vals de la libélula (con cita incluida de la propia Valse raveliana), el minuetto del sillón y la tumbona (minuetto un tanto desvencijado, todo hay que decirlo: debe tratarse de muebles que sienten nostalgia del tango y de la habanera e intentan encajarlos en el compás ternario) o el desternillante ragtime de la tetera y la taza china que hablan (para que todo sea más realmente ficticio), lenguajes imitados, macarrónicos (y extremadamente divertidos), en los que hay desde el nombre de un famoso actor japonés del cine mudo (Sessue Hayakawa) hasta vocablos del argot militar procedentes, al parecer, del árabe colonial (al menos, tal afirma Marcel Marnat): júbilo de las falsas referencias, desvergüenza de un caleidoscopio fonético que pareciera remitir a la expresión preverbal, ese balbuceo con que el niño juega a remedar sonoridades que escucha a los adultos y cuya significación no ha descubierto todavía.
L’enfant et les sortilèges es la nostalgia de una inocencia imposible, una ópera sobre la niñez basada en sistemas enunciativos infantiles, pero que se materializan a través de la sabiduría de un adulto. Una aguda disección de la infancia articulada como un cuento cruel o una historia fantástica en que el Niño confronta su pequeñez y su debilidad con muebles gigantescos y cachivaches familiares que cobran una vida propia investidos de dimensiones terroríficas: su propia madre (de atenernos a lo que la partitura describe) está representada solamente de modo fragmentario a través de parte de su ropa (une jupe, le bas d’un tablier de soie et la chaîne d’acier où pend une paire de ciseaux et une main) y de ciertos significativos atributos de autoridad: una mano y una cadena de acero de la que cuelgan las tijeras es cuanto se ve de su cuerpo. Madre castrante que aparece y desaparece tras anunciar el castigo y que solamente al final será reclamada por el protagonista, ahora como única posibilidad de ingreso en ese mundo adulto que implica como condición imprescindible la renuncia a la pulsión destructiva, o más bien el reconocimiento de la imposibilidad efectiva de ser libre y malo a costa de los objetos simbólicos de la respetabilidad burguesa, animales domésticos incluidos (sobre todo si se aspira a poseerlos). Madre rechazada, Madre reclamada (pecho malo/pecho bueno): no es de extrañar que el asunto haya seducido a Melanie Klein, autora de un célebre ensayo psicoanalítico sobre esta ópera.
L’enfant et les sortilèges aparece articulada como una sucesión de cuadros o viñetas cerradas, casi como un álbum de cromos vivamente coloreados. Cada una de esas estampas minúsculas tiene su propia música, su propia tonalidad (o bitonalidad: Si bemol y La mayor simultáneos en la salida de escena de la Madre), su propio ritmo y armonía y, sobre todo, su propia tímbrica particular y específica, de los sensuales clarinetes gatunos a la encantada flauta principesca, de los irreverentes trombones jazzísticos al sentimental tambourin (timbal piccolo en re, maderas, trompas y piano) de las pastoures et les pâtres, del halo ingrávido de la cuerda con sordina y el murmullo del luthéal que rodea al fuego al hechizante glissando de la flauta de jazz y el penetrante staccato del piccolo que conducen a la entrada del jardín. Cada una de estas imágenes se clausura sobre sí misma: todas ellas asumen una forma ternaria simétrica, especie de arias da capo en miniatura que se suceden una a otra como en una ópera barroca (o mejor habría que decir una suite, habida cuenta de la referencia bailable de cada número, una suite en la que la aparición de la Princesa es el aria, el movimiento lento). Cada personaje tiene así un campo significativo individual y fuertemente contrastado que, renunciando en apariencia a toda unidad estilística, se nutre de modelos diversos, incluso contradictorios, del music-hall a Puccini (claramente aludido en la dolorida arietta del Niño tras la desaparición de la Princesa). Pero esa dispersión estilística es también ficticia: Ravel traza su música de acuerdo con sus propias constantes de lenguaje (Ravel, como Strawinsky, es más Ravel cuanto más próximo se halla de cualquier otro modelo de música) y esa heterogeneidad de referentes se cimenta en una unidad más profunda en la que predomina la modalidad. Toda la amplia peroración de los oboes en quintas paralelas que abre el discurso está basada en una escala modal dórica defectiva del segundo grado (trasportada a Mi, aunque manteniendo una ambigüedad con Sol) que, como ya señalara Roland Manuel, es característica del músico de Ciboure, como los son igualmente las quintas y cuartas paralelas que otorgan a su música ese curioso aroma ocasionalmente arcaizante, o ese acorde de séptima mayor que concluye la ópera (y muchas otras obras de Ravel) y que, como el de séptima de sensible y otros derivados del de undécima natural, constituyen pilares sustanciales de su sensibilidad armónica. Un acorde que nada tiene de extraño en la música de Ravel, pero que situado en este lugar preciso deja el texto en una especie de equilibrio inestable, como si el compositor hubiera interrumpido el discurrir de los acontecimientos dando por sobreentendida su continuación.
El agregado Sol-Si-Re-Fa sostenido sobre el que resbala la voz del Niño llamando a la Madre que, a su vez, procede de su escena inical con ella (y que, dicho sea de paso, constituye uno de los finales más sorprendentes de todo el teatro cantado) es un acorde de segunda especie que, considerado aisladamente, tendría su resolución normativa en la cuarta superior, el tono de Do. El acorde tiene su lógica formal dentro de la arquitectura de una obra que comienza y concluye con un sostenido en la clave: el último compás sería un acorde de tónica (Sol mayor) con sensible agregada o de la dominante del relativo (Mi menor) con sexta añadida. Pero al no resolver esa ambigüedad, Ravel establece un campo semántico mucho más productivo, toda vez que Do (menor dórico, sin sensible, con fuerte inclinación hacia la subdominante: el Si natural aparece en su canto únicamente en el instante de su desaparición) es la tonalidad del aria de la Princesa, el instante más intimista y emotivo de toda la obra (y por cierto el único dúo, y dúo amoroso además, en que participa el protagonista), aquél en el que el Niño, ante la conciencia del Deseo, comienza a experimentar su soledad como carencia, en contraste con el desplante fálico-narcisista con que proclamara el orgullo de su aislamiento en la escena de destrucción posterior a su breve diálogo con la Madre. Do es, igualmente, la tonalidad de referencia de ese instante crucial en el que el Niño, ya irremediablemente solo, contempla y nombra (en un contexto de Mi bemol) ese cabello dorado, un cheveau d’or, símbolo sexual por excelencia que es cuanto ha quedado del Objeto Perdido: pero también es (y no por un azar) la dominante del tono del Fuego (que canta su aria de bravura en Fa mayor y menor), ese fuego del hogar, pero tambien de la pasión, que a un tiempo réchauffe les bons et brûle les méchants, conforta a los buenos y abrasa a los malos. La evidencia fatal de la Pérdida y del Deseo es una doble entidad simultánea e indisociable, como los son las dos tonalidades implicadas en el acorde último, de ahí que Ravel, con una refinamiento y una penetración inigualables (y por cierto, mucho más freudianas que las de muchos que se tienen por freudianos) haya dejado la conclusión de su obra en esa suspensión enigmática: la historia del Niño no se clausura sino que, por el contrario, abre la puerta a ese abismo sin ámbito ni objeto que es la estructura volitiva adulta.
El precio del saber es la renuncia: el viaje, ese viaje que se inicia en un caos aniquilatorio de estridencia casi atonal y concluye en un fugato altamente erudito, es el viaje desde la pulsión al conocimiento. Il est bon l’enfant, il est sage, cantan los animales en contrapunto imitativo al final de la obra: el Niño ha alcanzado la sensatez al precio de la libertad, il est sage, bien sage, il est doux, ha descubirto la compasión, ahora ya es dulce y sabio, muy sabio: un reconocimiento y una alabanza que no dejan de ofrecer un escorzo sarcástico toda vez que el adjetivo sage, sabio, aplicado a un animal —y son los animales quienes lo afirman— puede perfectamente traducirse como manso.
José Luis Téllez